Carmen de Burgos y Seguí "Colombine" "Venganza" Capítulo 2
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Música: Liszt - La Cloche Sonne |
Venganza |
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II | ||
La luz aquella tarde tan plácida del mes de agosto, parecía salir de la tierra con la reverberación de los rayos del sol poniente en los dorados rastrojos de los haces recién segados. Estaba el aire saturado de fecundación cumplida, llena de la madurez de las cosechas. Las gavillas de doradas espigas de trigo candeal se amontonaban en los haces cerca de la parva esperando e! turno de su trillo. Los maizales tempraneros acusaban la sazón de sus panojas doblando las cañas con su marchitez maternal. En las huertas, cuyos bancales sorbían sedientos del riego, se ostentaban los melonares con sus sandías repletas de jugo de la tierra, con incitante frescura de botijo, las tomateras y los pimenteles lucían entre el verde de las plantas sus encarnados frutos. Los árboles ponían en las acequias la línea regia de su sazón. Los almendros abrían las capillas de las ayozas que caían al pie del tronco; los olivos cuajados de aceitunas, resplandecían con todo el exceso de savia que los congestionan en un verdor negruzco y los higos retorcían sus pezones maduros con dulzores de miel; mientras que los granados parecían empurpurados como rosales por el rojo de las granadas, que se partían jugosas y frescas en una risa de clavel reventón. Cerca de las balsas algunos grupos de palmeras, melancólicas, añorantes, apartándose en su aristocrático exotismo de los árboles europeos, mecían sus penachos en el aire azul dejando pender sobre su tronco los ramos de dátiles maduros. También estaba el monte en flor. El cogollo empezaba a abrirse al sol y el esparto blanqueaba en los atochas. Los pétalos olorosos del cantueso, el romero y e! tomillo apagaban la sed de ¡as abejas que revoloteaban entre ellos, con sus gallardos cuerpecillos encintados, robándoles las mieles para enchir sus panales. Esta sazón materna de la Naturaieza se comunicaba a ios animales; tras las cerdas de opulentas ubres, corría la piara de cochinillos pequeñueios. Seguían los pasos de burras y yeguas, retozones pollinillos y muletos; las cluecas tendían las aias sobre el nidal de esparto para cubrir docenas de polluelos. Había nidos en los árboles y en las piedras; un constante laboreo de hormigas en las hacinas de la era, y en el aire, nieblas de gasa de millares de mosquitos del vapor de agua de las atargeas y de la fermentación de las frutas maduras. Hasta la esquila que anunciaba ia vueiía al redil de los rebaños, parecía unirse al balar de ¡os corderillos que esperaban la vuelta de las madres en las viejas tinadas del corral. Había, en todo el ambiente un silencio denso, una placidez de sueño con ensueños, una quietud aparente para germinar toda la actividad, toda la voluptuosidad de una naturaleza amorosa, primitiva, fecunda, que se entregaba por entero a la plenitud de la cosecha. Aquel ambiente influía en los grupos de gente que se dirigían al cortijo de ios Peñones. Todas las veredas que iban de las otras fincas y de las casillas del valle conducía hacia allí la gente. Se habían dado cita para desperfollar las mazorcas del maiz. Era la costumbre de siempre en aquel régimen semicomunista, conservado allí, que los vecinos ayudasen por turno a ia tarea de desenvolver las panojas de su sayal de estameña y a las almendras de su tosca cáscara verde. Estas reuniones de trabajo solían acabar siempre en fiesta. Se trabajaba jugando y al final se armaba un poco de baile con farsas o con prendas para pasar la noche. Se iban reuniendo temprano todos los habitantes en el cortijo que tocaba de turno y se notaba la predilección de todos de no faltar al tío Matías, el labrador más generoso de toda la comarca que había de mojarles el gaznate con una ronda de peleón. No habían aún acabado de comer las gentes de la casa la gran fuente de ensalada de pimientos picantes, con pedazos de tomate y cebolla que les servía de cena, cuando empezó a llegar la gente al cortijo. Aquella comida, habitual en las gentes del valle, tan frugales que no probaban jamás la carne ni el pescado, haciendo creer en la virtud alimenticia de los rayos del sol, no podía apresurarse. Rabiaban de tal modo los pimientos que excitaban con el dolor del paladar la gana de comer, y todos engullían a porfía sendos pedazos del bollo de pan de cebada, moreno y con pajaza, que pinchaban en la punta de la faca para sumergirlo en la gran fuente común. Comían resoplando, limpiando con el revés de la mano los hinchados labios y limpiándose con las mangas de las camisas los hombres y con los delantales las mujeres, los ojos y la nariz, cuyas secreciones despertaba el picor. Bien pronto se reunieron un par de docenas de personas, que se sentaron en posetes de pitaco o en bajas sillas de esparto alrededor y de las panojas. Comenzó el desperfollar. El cortaplumas o el pinchito de madera rasgaba la envoltura de aquella seda, cada una de cuyas tapas se hacía más de seda, según se acercaba al cuerpo; las rompía, apartaba la cabellera de la panoja, seca y rizosa, y la arrojaba, volteándola en el aire, con toda la belleza de sus granos de oro, apretados y alineados, a la gran espuerta que las recibía en su desnudez. Cada nuevo grupo de gente que aparecía a lo lejos, a lo largo del camino, aumentaba la alegría de ios trabajadores que recibían al nuevo refuerzo con bromas y algazaras. Se contaban cuentos, se cantaban coplas intencionadas, se reía, y cuando cayó ia noche, y la luz del candil no disipó bastante las tinieblas, aumentaron las risas nerviosas de los mozuelos. Cada vez que uno encontraba una mazorca de granos de color vino, tenia derecho a abrazar a ías muchachas, y, si la hallaban ellas, a golpear duramente a los mozos, soliendo dar más tuertes porrazos a aquellos que les interesaban más. Era pintoresco aquel conjunto de muchachas con abultados moños sobre la nuca, tez morena, con esa tonalidad de escama de plata y esa palidez de mujer
andaluza que habla de pasiones y deseos y hace, destacar más la luminosidad de los labios rojos, abultados y frescos y la voluptuosidad de ios ojos color tabaco, ansiosos y tristes, bajo el lento aletear de los párpados. Vestían casi todas ellas almillas de percal rayado, refajo color magenta, delantal de lana negra y un pañolillo de crespón, color garbanzo o color aceite, cruzado sobre el talle para disimular la exuberancia de los senos. La mayoría llevaban los pies libres de todo calzado, algunas calzaban alpargatas y solo las hijas de ios labradores ricos se permitían el lujo de las medias. Las casadas, que se marchitaban con extraordinaria rapidez, no se despojaban jamás del pañuelo de la cabeza. Las viejas, delgadas y enjutas, formaban un contraste con la frescura de las muchachas. Aquel tipo magro y fuerte era el común en las mujeres del país cuando comenzaban a envejecer. Los hombres contribuían al conjunto de aquel grupo de cromo, con sus caras barbilampiñas, los ojos grandes, los dientes puros y blancos por el hábito
de comer gachas y pan de maíz, desgreñadas las cabelleras abundosas y vestidos apenas con el pantalón de tela parda, la faja encarnada a la cintura por entre cuyos pliegues salía siempre el puño de la faca, y el grisáceo camisón despechegado dejando ver el seno moreno y el marañón de vello, espartoso en los viejos y sedoso en ios muchachos, como el plumón de los polluelos. —No tendrá usted queja, tío Matías, de que no estamos aquí tóos—dijo una cortijera interrumpiendo la conversación de! amo con otros dos labradores viejos, que trataban de fijar los augurios de las nuevas cabañuelas para la próxima cosecha. —Y que somos tóos de los güenos—añadió la tía Ramona, aprovechando la ocasión de aludir a ¡a falta de las «Rayadas» y los mineros. Para nadie eran santos de devoción los que faltaban, y todos aplaudieron el decir de la vieja. —¿Y Frasca?—preguntó una vecina. —Se ha quedao en la casa. Tiene dende hace algún tiempo ia manía de huir de los hombres. Todos soltaron ia carcajada con tan poca piedad, que amoscaron a la pobre madre, la cual guardó silencio no sin murmurar antes: —Quien tenga hijas no ría... bien guapa era de pequeña...; las malas leches que le di por los disgustos y las malas pécoras... Se escuchó a lo lejos el ladrar de perros. Aquellos perros cortijeros, que se transmitían sus ladridos de alerta de cortijo a cortijo y que tan fielmente advertían la proximidad de las gentes. —Alguien viene. Prestaron todos atención. Se escuchaba un cantar lejano: Permita Dios si me orvías Y otra voz de hombre que cantaba casi a la par: «Si lágrimas fueran piedras —No es uno, que son dos los que vienen—observaron varios. Las voces seguían acercándose. « Y si yo te orvío a tí» cantaba la primeva. «Haría yo un castillito remataba la otra. El
ladrido manso de los perros, anunciaba que era un conocido. —A la paz de Dios, caballeros—exclamó apareciendo un mozo. —Es Luisillo el molinero. —Hola, Luisilio. —Aquí tiés sitio. —Qué tarde, vies, gandul. —¿Y el compañero aue traías? El recién llegado vaciló antes de contestan —Era un minero que sa ha ío por otro camino. Una carcajada acogió la contestación. Bien sabían todos lo que era aquellо. Los mozos que tenían miedo y cantaban con dos voces para hacer creer que no van solos. Otro tropel de gente se acercaba. —¡Los mineros! No eran huéspedes gratos para los hombres, que pusieron cara hosca, mientras ías mozas se regocijaban. Venía el señor Pablo con su mujer y toda la gente que no trabajaba aquella noche. —Aquí estamos, tío Matías, a ver si servimos para algo. —¡Ya lo creo! Les acogieron con amabilidad hipócrita. Las mujeres rodearon cariñosas a Pascuala, que se limpiaba el sudor jadeando de fatiga. —¡Como no tengo costumbre de andar—decía disculpándose. Fue preciso sacarle una alta silla desde ia que dominaba todo y no podía llegar a las panojas. —¡Yo también quiero ayudar! —Le pondremos un montón en la falda. —¿Como se hace esto? Su marido, solícito, la enseñó a desperfollar con un pincho de palo. La pobre mujer se sintió satisfecha, sentada en su silla, como un grotesco Buda, con los bracillos cortos, tratando de retener las panojas que su vientre hacía resbalar de nuevo al montón. Gozaba de verse adulada por todas aquellas gentes y creía que influiría en su marido e! cariño con que la trataban. Sin embargo, la cordialidad había desaparecido. Se hacían violencia los mozos para no estallar, cuando un minero bromeaba con su novia o sus amigas y cuando quería hacer uso del privilegio de la panoja encarnada. —¿A quién abrazo yo?—preguntó el capataz enseñando una; y ni corto ni perezoso se dirigió a la moza más bonita. —Abráceme usted a mí—exclamó atajándole un mocetón—si es que le da !o mismo. Pablo se detuvo desorientado. La moza se adelantó a responder: —Que abrace a su mujer. Palmotearon todos los hombres: —Que abrace a su mujer. —Que abrace a su mujer. —Que abrace a la seña Pascuala. Los mineros habían puesto cara fosca. Aquello era una provocación disimulada, una burla sangrienta. Todo el mundo sabía las desavenencias del matrimonio y querían reírse de ellos, haciendo a Pablo abrazar a aquella figura grotesca. Algunos mozos acariciaban, nerviosos el mango de la faca. El capataz se dio cuenta. —Con mill amores—exclamó jovial—, pero el abrazar a !a mujer es cosa que se hace en casa. Si el tío Matías quiere, le daré el abrazo a la abuela—y señaló a la esposa del labrador. Las mujeres respiraron, contentas de ia buena salida, pero la agraciada no se mostró muy conforme. —Yo no estoy para eso...—exclamó, mirando a su alrededor—, que abrace a la tía Ramona. Esta no tuvo lugar de responder. Los perros ladraban rabiosos, como si acometiesen con odio. —Serán los carabineros. —¡Madre! ¡Madre!—gritó una voz bronca y sin armonía. —Mi hija—exclamó la tía Ramona. —Frasca la Tonta. Varios mozos corrieron a sujetar los perros y llevar la muchacha hasta donde estaca su madre. —Habrá tenido miedo en la casa—decía ésta. Pero la muchacha había corrido al ver a los mozos con mayor susto que demostró de los perros. —¡Qué célebre!—exclamaron algunos. —¡Tiene miedo a los hombres! —¡Es gracioso! Y todos rieron de aquella arisca virginidad inexpugnable, por repugnante, que se espantaba del peligro imaginario. —Que la abrace el señor Pablo—propuso uno. Dieron a correr detrás de la idiota, que se defendía corriendo alrededor de la palva y dando chillidos de ratón asustado, —¡Dejarla! —¡Estasus quietos! Gritaban la madre y algunas mujeres, pero ellos no hacían caso, y enardecidos por la caza de la idiota, que se les escurría de entre las manos. La atraparon al fin, rendida, espantada, echada en el suelo, con un temblor de perro cobarde, tan asustada y desencajada, que ellos tuvieron miedo a su vez. —Es una broma. —¡Qué tontería! —¡No es para ponerse así! Decían, disculpándose. La tía Ramona había acudido al lado de su hija y su alarma y su cariño se traslucía en empellones y golpazos. —Diablo de criatura, para qué habrá venido. Y aprovechaba la ocasión de desfogar su odio antiguo, diciendo, muy quedito a laPascuala. —-¡Pobre hija!... Por esas malditas... esas malditas... Como si sus palabras hubiesen sido una evocación, las tres generaciones de «Rayadas» aparecieron en la era. Venían Rosa y sus dos hijas, y la hija de Rosilla, la rubia idiota, con su semblante candoroso y su cuerpo incitante. Hubo en ios hombres un palmoteo de alegría. Ellas los vengaban de la infidelidad que presentían en sus mujeres con ios mineros... y, en cambio, las mujeres se sintieron inquietas. En el fondo se alegraban también. Era bueno aprender un poquito de picardía. Las atraía, con curioso interés, aquella especie de aroma de pecado que se desprendía de las «Rayadas». Ellas hubieran querido preguntar, ver, saber todo. Experimentaban la envidia de ias honradas por las triunfadoras, las veían risueñas, alegres, tranquilas, seguras de su dominio y de la envidia que inspiraban. Algún secreto tenían en su depravación que las hacían interesantes con su fealdad y parecía alejar de ellas la vejez. Mucho mayores que una gran parte de aquellas mujeres agostadas, conservaban su lozanía y su vigor. No les cabía duda que algún sortilegio las mantenía jóvenes y las hacía amadas, a pesar de su fealdad. —Esas viven—decía por lo bajo una vecina a otra—, tan rozagantes y siempre en fiestas, no como yo, que me duelen las manos de cojer cogollo y esparto. Y mostraba dos manazas negras, escamosas, encallecidas, con dureza de suela, en cuya palma habían penetrado las palmas y las atochas, hiriéndola en profundo surco. Y la otra asentía con boca rajada de sostener en ella los espartos de la tomiza, y los párpados escaldados del polvillo que desprendía el esparto. Se hizo el ambiente más cordial. Las «Rayadas» habían puesto en él una nota de libertad y tolerancia. Sin embargo, el tío Matías no estaba tranquilo, tenía prisa de acabar. Era muy mala consejera aquella voluptuosa madurez del cuerpo. Respondían a ella lo mismo animales que personas. Todas las casadas ostentaban repletos sus vientres de maternidad, o llevaban en el regazo un chiquillo de pecho. No se le ocultaba ei peligro de aquella promiscuidad de gente sobre el montón de maíz, en la oscuridad de la noche, que no disipaba el candil de aceite, cuya llama, combatida por la brisa, se rebatía contra sí misma. La Pascuala no podía disimular más. —¡Quiero irme! Protestaron todos. —Vamos a partir unos melones y esto se acaba—agregó Matías—, mañana
hay que madrugar. No se atrevía a darles bebida. - —¡Melones! Era una desilusión para los mozos que esperaban una rondada de copas. —No tengo vino. —Podía haberlo dicho—objetó la «Rayada»—, lo hubiéramos traído. —Un vinillo muy bueno que trajo ayer padre de Nijar—agregó Juanilla. —¡De haberlo sabido!...—disculpó Matías. —No está lejos—dijo uno. —Es tarde—objetó ia dueña de !a casa. —Yo iré por él—dijo un minero. —Y yo convido—se adelantó Pablo. La Pascuala no podía resistir aquello. ¡Qué grosería! ¡Qué falta de educación! —Vámonos, Pablo. Él no le hacía caso. Miraba embobado a Rosilla que сой la panoja encarnada en la mano, le azotaba cariñosamente diciendo: —¡Ahora me toca a mí! Pascuala sintió que se le apretaba el corazón, que le faltaba aliento y luz, se crisparon sus manos y la bola redonda de su cuerpo cayó pesadamente sobre la espuerta de panojas desnudas, puestas a sus pies. Todos acudieron a e!la. Se retorcía, brincaba, se golpeaba la cabeza y el cuerpo en saltos y contorsiones tan rápidas y ligeras, que nadie podía suponer en ella. Estaba horrible, revueltos los ojos, espumareante ía boca, demudada,
congestionada en su convulsión. —Es mal de corazón. —No asustarse. —Ello pasará. Pablo estaba avergonzado, rabioso. Todo el mundo comprendería el origen de aquello. ¡La dichosa mujer poniéndole siempre en ridículo! —Apretarle el dedo del corazón y el dedo gordo del píe—dijo uno. Una mujer corrió a buscar vinagre para que oliera, y otras le hicieron aire y le aflojaron los vestidos para que respirara mejor. Las más solícitas eran las «Rayadas». Se vencieron al fin las convulsiones y la inmensa mole de carne Ыаnda se quedó inmóvil, como muerta: —¡Pobrecita! —¡Es una lástima! Las mujeres estaban indignadas: —No la compadecerán todos—dijo la tía Ramona agresiva. Su mirada se clavó tan fija en Rosilla, que esta no se pudo desentender. Enarcó el cuello, ahuecó ios brazos como los gallos que se preparan a acometer, levantan las alas y preguntó con voz incisiva —¿Se puede saber por quién va eso? —Por tí—repuso tranquila la otra—. Lo que se hereda no se hurta. La muchacha hizo ademán de lanzarse sobre ella —¡Déjala!—dijo Rosa sujetándola—es una vieja envidiosa. Y procuró apartarse temerosa ai ver como lucía en ia mano de su antigua rival la navaja con que abría ¡as panojas. —Ca, esto se ha acabao por hoy, otra vez será otra cosa. Cada mochuelo a su olivo, es preciso madrugar, exclamó imperativo Matías. Una noche en que se aguaba la fiesta y ¡a alegría. Se despidieron todos uniéndose en dos compactos grupos para retirarse. Uno de ios campesinos otro de los mineros. La hostilidad latente se declaraba desde aquel momento de un modo visible. Un momento después no quedaba más que la familia del cortijo y la tía Ramona, al lado de la Pascuala, que empezaba a volver en sí, desahogando su mal y su dolor en maldiciones. —¡Perras! ¡Mal dolor rabiando les de! ¡Pablo! Canalla, cochino, infame.¡Permita Dios que te haga pedazo un barreno! Y mientras el hombre aguantaba confuso y paciente el chaparrón de inventivas y las demás procuraban calmar la furia de la mujer infeliz, resonaba un ronquido de perro en siesta. Era Frasca la Tonta que se había dormido acurrucada en el suelo junto a la chimenea. Y no faltó quien envidiara el tranquilo reposo de la idiotez. —¡Esa sí que es dichosa! |
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