La luz del crepúsculo empezaba a envolver la tierra en suave melancolía.
Aun guardaba el horizonte por el Oeste los colores vivos que dan a las nubes los últimos rayos del sol. Parecía quedar en el cielo una herida roja que marcaba el sitio por donde se había hundido el gran vivificador de la Naturaleza. Se veían caer las sombras sobre los regueros de luz, como si allá en lo alto fueran tendiendo un cendal gris sobre la ciudad. El cielo, cenizoso en el centro, tenía color de pizarra al Este, y por Poniente tiras rojas o moradas iban esfumándose como jirones de un velo, y dejaban ver por sus rasgaduras profundidades de azul entre un triste color violeta.
Era el crepúsculo sombrío de Toledo, de la ciudad silenciosa y fantástica, donde aun gime el alma árabe en las mezquitas convertidas en santuarios. Pasaba el Tajo cerca de sus muros, lentamente, mansamente, arrastrando hacia el extranjero sus aguas terrosas, hundido en su cauce, sin la arrogancia antigua, como si murmurase una elegía por el recuerdo de las ninfas que tejían coronas y telas de oro a sus riberas.
De los agujeros de las altas torres, de los muros de viejos palacios, salían bandadas de aviones y murciélagos que entrecruzaban sus vuelos en el aire.
Pasaban los primeros altos, como flechas negras, con las alas abiertas e inmóviles al parecer; volaban rectos, siempre cabeza abajo, y partían de pronto su camino en líneas quebradas y giros vertiginosos. Se abatían los murciélagos hasta dejar ver sus cabezas de aspecto humano, con sus orejillas ratoniles y la mueca burlona de sus dientecitos, batiendo las débiles alas cartilaginosas como pedazos de trapo que mueve el aire.
Aquella nube de pájaros tenía mucho de fatídico, en medio de la sombra plomiza del crepúsculo, del silencio triste de la vieja ciudad y del panorama desnudo de la vega dormida a la margen del anémico río. Poco a poco las sombras se dejaron caer sobre la tierra, se ocultaron los pájaros en las torres de las iglesias y en los agujeros de los muros viejos. Sonido de campanas que doblaban a muerto, recordando a los que fueron con su toque, de ánimas, se extendió por toda la ciudad. Al gemido de unas torres contestaron otras, y en aquella evocación de los espíritus, triste como cristiana, la vieja población lloró su pasado esplendor árabe y visigodo.
Se habían ido retirando los escasos paseantes de la vega y el Miradero, triste paseo polvoriento, especie de patio de la ciudad, donde se cruzaban las gentes con cara de aburridas. Allí se encontraban todas las tardes los mismos paseantes: tal o cual profesor o jefe de la Academia; algún marido morigerado que daba a la misma hora el paseo higiénico con su costilla colgada al brazo y las nodrizas y niñeras delante; jovencitas melancólicas sin saber moverse dentro de los vestidos de calle; muchachos que jugaban enredándose entre las piernas de los transeúntes y multitud de curas y canónigos grasientos con sus faldas negras y sus sombreros de teja, parecidos a gigantescos murciélagos escapados también de los agujeros de viejas iglesias, que iban a extender sus alas fatídicas como siniestras aves de rapiña en las encrucijadas de la triste ciudad.
Pasaron los coches que venían de la estación con su alegre cascabeleo. Aquellos armatostes alimentaban la vida de Toledo con la afluencia de los forasteros que aun creen la leyenda de su belleza, y que después de estar un día regresan desilusionados, cansados y maltrechos, prometiendo no volver más a ser víctimas de guías y hosteleros, en aquella ciudad incómoda, donde el pueblo es tan católico, que no existe ninguna casa de baños.
Fueron cerrándose, a poco de obscurecer, las puertas de las casas; no tardaron en imitarlas los comercios; disminuyó el número de luces, y en el silencio apenas interrumpido de las estrechas callejuelas, se dejó oír a intervalos de quince minutos la voz gangosa y soñolienta de los serenos, condenados a ser, además de guardas, relojes y barómetros, para atestiguar su vigilancia a los descuidados vecinos.
— ¡Ave Maríaaa... Purííisiiimaaa... las doooceee y cuaaartooo y nublaaadooo!
El que así gritaba era el sereno de la plaza de Zocodover, antiguo veterano, que tenía alojada una bala en la garganta: el proyectil subía y bajaba, dando a su canto un especial gorgorito que recordaba los tormentos de la asfixia.
Otros serenos repetían a lo lejos igual voz.... Como si hubiera sido una señal, se oyó el apagado eco del crujido de una ventana que se abría, y una cabeza de mujer morena asomó entre los cristales. Respondieron al leve rumor de la ventana unos recatados pasos. Cerróse de nuevo la reja, y una puerta se abrió. Un momento después, la mujer de cabecita morena y el hombre de los pasos recatados se estrechaban ansiosamente las manos en la sombra.
La casa estaba obscura y silenciosa, cerradas las puertas y balcones que daban al patio morisco: sólo por las vidrieras ele una habitación del piso bajo se escapaba la débil luz de una lamparilla de aceite, encendida ante la imagen de la Dolorosa.
Tendíase sobre la montera de cristales del patio el velo de tinieblas del cielo, y sólo la débil luz del oratorio alumbraba el grupo.
Era ella pequeña, morena, pálida, de ojos y cabellos negros, y él, alto, robusto, ancho de hombros y de pies y manos delicadas. La cabeza grande, un poco plana, estaba cubierta por cabellos rizados, que caían, ensortijándose, sobre una frente ancha y despejada. Los ojos, rasgados y dulces, se entornaban siempre como por el hábito de la observación y de reflexiones profundas; la nariz aguileña, la boca de sonrisa franca y la barba de un rubio obscuro, daban a la vez dulzura y fuerza a sus líneas. Era una de esas fisonomías que parecen irradiar luz, y a cuya vista el corazón se ensancha sin temor a doblez ni engaño.
Rodeó a la mujercita entre sus brazos, y murmuró con pasión:
—¡Gracias; gracias, por esta confianza!
Temblaba ella como tortolilla asustada.
—He alejado a todos los de la casa—dijo—; estoy sola y tiemblo al pensar si alguien se enterara de esta locura... Pero yo, Félix, necesitaba verte siquiera una vez sin testigos... decirte adiós sin ocultar mi amargura; llorar sobre tu pecho...
—¿Llorar? ¿decirme adiós? ¡Estás loca, Josefina! ¿Por qué? Nos amamos, comprendemos que la vida es imposible separados. ¿A qué sacrificar la felicidad a estúpidas conveniencias?
Y con acento apasionado, le hablaba del derecho al amor y a la felicidad. De un porvenir alegre en tierras remotas, rehaciendo su vida, libres de prejuicios, en el sublime olvido de la existencia anterior; mecidos en los goces de una pasión verdadera, potente, eterna, de la que nacieran a su lado hijos graciosos y bellos como los amorcillos que jugueteaban a los pies de la Venus de mármol que se alzaba en el centro de la fuente del patio.
Le oía ella como dormida por el eco de una música armoniosa. Jamás había conocido la dicha de sentirse acariciada y protegida en la dulzura de un amor sincero. Los geranios, la albahaca y los claveles, que llenaban las macetas, la envolvían dulcemente en perfumes tan agudos como no los sintió nunca... El agua caía en la taza de mármol de la fuente, cantando una canción de amores con su cristalino rumor, e impregnaba la atmósfera de frescura.
Huérfana al nacer, educada en un convento de monjas, no cayó sobre la frente infantil de Josefina el beso de amor que necesitan los niños tanto como el aire y la luz. Llegada apenas a la pubertad, su tutor concertó el matrimonio: un aristócrata, viejo, borracho y grosero, doró sus blasones con el dinero de la muchacha inocente y plebeya. Dos hijos nacieron de su unión: el primero murió al nacer, el otro a los dos años de edad, haciendo conocer a la madre toda la angustia de ver su carita pálida, triste, enferma, como una reconvención de haberlo traído a la vida, como una acusación del crimen de engendrar hijos enfermos. Cayó al fin la breve existencia como flor cuyo tallo se troncha, y Josefina, débil, desalentada, se encerró en su antigua casa de Toledo, y dejó a su marido en libertad de correr tras loa placeres. Sola era menos desdichada que al lado de aquel hombre que la humillaba y la maltrataba continuamente, hiriendo sin compasión su pudor y sus más delicados sentimientos. Entonces su alma buena, su alma amante, ansiosa de cariño desde la infancia, se apasionó de la religión: hallaba un consuelo en pensar en seres sobrenaturales que la comprendían y la amaban. Hizo el oratorio de la Dolorosa al lado de su alcoba, y en su soledad de madre, se postraba a llorar a los pies de aquella otra madre dolorida.
Contribuía no poco el ambiente de Toledo, con sus calles tristes llenas de nichos y hornacinas, donde se adoran cristos y vírgenes; las leyendas, las imágenes sombrías, como el Cristo de la Sangre, en cuya faz se quebraba el último rayo de luz de la mirada de los ajusticiados, o el Cristo de Santo Tomé, alzado en su cruz en medio de una calle pública, con el cuerpo chorreando sangre, inclinada la cabeza y balanceando al viento la sucia guedeja de cabellos, semejante a un hombre ahorcado, alrededor de cuyo cadáver revoloteaban como cuervos las negras sotanas. Ella también hizo novenas, costeó funciones religiosas, asistió a conferencias de caridad, descuidó su atavío y fue a rezar horas enteras en la catedral ante el Cristo de las Coberteras, dando golpes a los pedazos de hierro para que la imagen accediera a sus súplicas. ¿Qué rezaba y por qué rezaba? Quizás no hubiera sabido decirlo.
En este estado de ánimo conoció a Félix. Era amigo de su marido y le acompañó en uno de sus raros viajes. Félix no tardó en compadecer a aquella criatura sumisa y triste siempre, la amó por compasión, por ese sentimiento de la fuerza que desea proteger la debilidad... Ella, a su vez, sintió la dulzura de aquel amor, que la envolvía de un modo suave sin hacerle desconfiar de la amistad.
El esposo volvió a Madrid y el amigo siguió en Toledo, con el pretexto de interminables cacerías. La linda devota descuidó sus rezos, las flores de trapo de la Dolorosa se ajaron y sufrieron los ultrajes de las moscas, y las flores frescas pudrían sus tallos en el agua sin ser renovadas. De noche, cuando Josefina se postraba ante la Virgen, permanecía mucho tiempo de rodillas, pero no recordaba tristezas; no rezaba... Soñaba con un mundo nuevo de aromas y de luz.
Y era ese el mundo de que le hablaba aquella noche Félix. Se habían confesado su pasión sin propósito de hacerlo. Les subió del corazón a los labios... Ambos eran demasiado nobles y se querían demasiado para acomodarse a la traición o el engaño. Era preciso separarse para siempre o triunfar de preocupaciones y convencionalismos. Félix murmuraba a su oído mil razonamientos entre frases apasionadas. ¿Acaso la bendición de un cura podía amarrar para toda la vida a una criatura leal y noble con un ser despreciable? ¿No era un engaño, un crimen, la unión de una niña inocente a un hombre enfermo, borracho, indigno? ¿Qué ley natural humana podía autorizar aquello? ¿Por qué legitimar tal absurdo en nombre de la divinidad? ¿Cómo considerar una unión monstruosa como un sacramento?
Ella le oía y le creía; la acariciaban sus palabras de esperanza y de amor. Vencida, próxima a desfallecer, inclinó la cabeza sobre el pecho... Félix buscó su boca, y un doble beso de pasión se dejó oír en el silencio, mientras sus almas se estremecían con el poema infinito del primer beso... Una voz les despertó del éxtasis...
—¡Ave Maríiiaa puríiisiimaaa... Las dos y media, y sereno!
Alzaron la cabeza: brillaban estrellas en el cielo azul... El reloj de la cercana iglesia dio lentamente dos campanadas.
Josefina parecía despertar de un sueño; con movimiento brusco se apartó de su amado, echó hacia atrás el cuerpo. Sus brazos tendidos, rígidos, le rechazaron, y clavó en su rostro una mirada hostil de odio, de pavor, como si viese en él un enemigo... En sus ojos se habían condensado todos los prejuicios, supersticiones, temores y absurdos de su educación falsa y estúpidamente religiosa. Él sintió el frío de aquella mirada y retrocedió hasta tropezar con la fuente.
—¡Vete! ¡Yete!—gimió Josefina.
Félix no protestó.
—¡Adiós!—dijo con tristeza—. ¡Veo que todo es inútil!... ¡Adiós!
Eran un sollozo sus palabras...
***
Salió del patio de la casa sin volver la cara atrás, sin intentar darle otro beso. ¿Para qué? Sabía que era imposible luchar contra todo lo que había leído en su mirada. ¡Con el peso de diez y nueve siglos de cristianismo que agobiaban un espíritu!
Muda, inmóvil, ella le vio salir y alejarse... Cuando el ruido de sus pasos se perdió a lo lejos, sintió que se desgarraba, que se rompía algo en el fondo de su corazón, y llamó con acento desesperado:
—¡Félix! ¡Félix!...
Nadie le contestó... Su dicha había huido...
Se arrastró hacia el oratorio y cayó de rodillas ante la Dolorosa. Allí acudieron a su mente sus rezos, sus preocupaciones, lo que se la había acostumbrado a mirar como deber... y juntando las manos, exclamó como si hubiera escapado a un gran peligro:
—¡Gracias, Madre mía! ¡He triunfado!
Le pareció oír una risa irónica... La parte de su pensamiento liberada del obscurantismo por la voz de su amante, le preguntaba: «¿Has triunfado? ¿De qué?»
¡Oh! Ciertamente no había sido de prejuicios y preocupaciones, no había sido de la adversidad que la rodeaba para ser libre, feliz, amada, amante, madre... ¿Y de su amor? Tampoco lo había vencido... Su estúpido sacrificio la atormentaría siempre cuando él gimiera en su alma pidiendo sus derechos...
Entonces, con la cabeza inclinada, lloró, lloró su triunfo, mientras chisporroteaba en el agua la luz de la lamparilla sin aceite hasta apagarse, mezclando el olor de pavesa al olor de los tallos de las plantas podridas en los jarrones.
¡Pasaron las horas!...
Resonó en la calle el alegre cascabeleo del coche de la estación...
¡Allí iría él! ¡Perdido para siempre!... El oratorio estaba envuelto en sombra; los primeros rayos de la aurora teñían de rosa el mármol de la Venus que se alzaba triunfadora entre la risueña canción del agua clara.
Josefina seguía de rodillas llorando su triunfo.
¡El triunfo de la muerte lenta! |