María, la molinera, se rejuvenecía cada vez más desde la muerte de su marido.
Muchas personas de las que iban a llevar costales de trigo y a recoger la harina, observaban cómo de día en día la molinera se redondeaba de formas y adquiría color de manzana.
Su matrimonio había sido feliz: el marido, aunque algo brusco y rudo, fue siempre cariñoso; no faltó jamás pan en la casa ni manta de abrigo en el invierno; la molienda abundante permitía vivir bien de la maquila.
María era entonces una jovencita delgaducha, pálida, sin curvas y sin jugos; una niña apenas desarrollada, que sufría la pobreza orgánica de las hembras sujetas a la inmoralidad de la monogamia. Todos los años tenía un chiquillo y se le moría otro. Siempre pariendo y criando, entre el continúo trabajo de la casa, del corral y del molino. Cuando murió su Vicente, lo lloró con verdadero sentimiento; no puede decirse si lo amaba; estaba acostumbrada a él y no había querido a nadie con amor de hembra.
Pero desde que se murió el buen hombre, María empezó a ser joven, en el descanso de una existencia tranquila. Se encerró en el molino con sus dos hijos para que nadie tuviese que murmurar de ella. Los libró del servicio militar: el mayor se había casado hacía un año, y ya era abuela María.
***
Aquella noche acababa de soltar al perro en el corralón y de correr las trancas de las puertas del molino v de la casa, cuando fuertes aldabonazos vinieron a turbar el silencio.
¡Aquel que llamaba no era Frasquillo! Ella conocía bien el modo de llamar de su hijo. Y sin embargo, debía ser algún conocido, porque el perro, que lo había olfateado, no ladraba.
Descolgó el candil del clavo, desde donde ahumaba la pared, y se dirigió hacia la puerta. El que llegaba redobló impaciente el aldabón.
—¿Quién va?—preguntó la molinera.
—Soy yo, Pepe Manteca—repuso una voz malhumorada—. Abre pronto.
Descorrió la mujer el mazo de madera y la tranca; el enorme portalón crujió sobre sus goznes, facilitando la entrada al que llamaba.
Un hombre alto, huesoso, de movimientos bruscos y aspecto huraño, penetró en la casa. Llevaba una vara alta de almendro en la mano, y por entre los pliegues de la faja encarnada se veían el puño de una faca y la culata de un revólver.
Sin dar las buenas noches, sin mirar a la molinera, que le contemplaba atónita, Manteca empezó a recorrerla estancia a grandes pasos, empuñando la vara en actitud de descargar y preguntando siempre:
— ¡Tu hijo! ¿Dónde está tu hijo?
— ¿Mi Frasquito?—preguntó a su vez la madre—. ¿Para qué buscas a mi Frasquito?
El hombre, sin oírla, penetró en la alcoba; después en el granero; luego en el molino. Registró por todas partes, al mismo tiempo que descargaba la vara sobre los sacos, esparciendo el blanco polvo de la harina en el aire.
—¿Dónde está ese pillo, ese bandido, ese ladrón? Seguíale la molinera, alentando apenas, con el candil en la mano, vacilante y próxima a dejarlo caer, murmurando con voz doliente:
—¡José, José! ¡por caridad! ¿Dime qué es eso, o qué le pasa a mi Frasquito?
Se paró delante de ella el hombretón, se echó el sombrero para atrás y mostró sus facciones francas, abiertas, fuertemente pronunciadas y animadas entonces por una expresión de enojo.
—¿Qué pasa? —preguntó con sorna—, ¿acaso no lo sabes tú?
—No; te lo juro — repuso la pobre mujer, alentando apenas.
La miró con atención José, y a pesar de su enojo, la encontró hermosa. ¡Nunca, en los muchos años que se conocían, la había visto así!
El refajo, corto y ajado, se le plegaba al cuerpo, dejando dibujarse unas caderas redondas, y al descubierto una pierna y un pie desnudos, blancos y de forma irreprochable; el corpiño, desabrochado, mostraba una garganta de mármol v unos brazos fuertes, bajo el mantoncíllo mal sujeto. La cabeza, libre del pañuelo con que la ocultan las mujeres del campo de Níjar desde el momento en que se casan, lucía un bosque de cabellos negros, enmarañados y bellísimos en su rebeldía, jugando sobre una carita fresca de manzana.
Sin darse cuenta, José suavizó la voz:
— ¡Ah! ¿Conque no lo sabes? ¡Ese bigardo, ese perillán, ese.., de tu hijo que me ha robado a mi Isabel!
Irritado de nuevo, volvía a vomitar denuestos e imprecaciones.
Hacía muchos años que estaba viudo, muchos; no se había querido volver a casar, por consagrar todo su cuidado a aquella niña. El era chalán, iba de pueblo en pueblo y de feria en feria; siempre entre gitanos, entre líos, pero no le faltaban buenas monedas de oro. Su hija, era una reina; ninguna tan bien cuidada como ella. No había mozuela que tuviera tantos vestidos ni mantones de Manila: disponía en su casa; su voluntad era virgen v el padre se miraba en ella como en un espejo... Y su hija lo había abandonado; aquella noche, al volver a la casa, la encontró vacía. Era Frasquito, Frasquito, el que le robó su clavel disciplinado; pero él se vengaría; lo había de matar... Los juramentos más atroces salían de sus labios contra el hijo de la pobre mujer, que lo escuchaba temblando.
— Cálmate, José, cálmate—le decía ella—. No han abierto ningún libro; los casaremos en seguida; yo me encargo de todo; el molino va bien y no ha de faltarles el pan.
José no se resignaba; no era el casamiento de la hija lo que le producía inquietud. Acostumbrados estaban allí a que los enamorados se juntaran, sin escándalo de nadie y sin darles de comer a los curas para que los bendijesen. Era la falta de la mujer en la casa, la necesidad de verla a su lado, de no estar solo, lo que le enfurecía; por eso se había opuesto al noviazgo y por eso mataría al que le había quitado a su hija.
—Si no está aquí—concluyó—lo encontraré en casa de su hermano. Nada podrá librarlo...
Se dirigió a la puerta. Intentó María detenerlo con su cuerpo, y se puso delante de él.
—No lo mates, José, no lo mates—gimió—; ten compasión de nosotros.
Y lo abrazaba con sus hermosos brazos desnudos, haciéndole estremecer al contacto de su carne.
De unos cincuenta años, alto, enjuto, lo que se llama un buen mozo, José conservaba rasgos de una belleza varonil en el semblante, de ojos grandes y ancha frente sombreada de cabellos grises. La mujercita, menuda, redonda, le llegaba apenas a la barba y le hacía aspirar en aquel abrazo inocente todo el perfume de hembra que rodeaba su cabeza.
Se desasió él bruscamente y se dirigió a la puerta. Un terror inmenso agitó a la madre.
— ¡Virgen del Carmen! ¡Va a matar a mi hijo! —gimió angustiada.
Dejó el candil en el suelo, metió los pies en unas alpargatas, que no se entretuvo en atar, y salió al campo detrás de José, arrebujándose con el raído mantoncillo, y repitiendo entre sollozos:
—¡José, José, por caridad! ¡Detente! ¡No mates a mi hijo! ¡José, José, por caridad!...
Seguía él impasible, murmurando maldiciones v amenazas a cada tropiezo del camino.
El otro hijo vivía lejos; habían de recorrer más de una legua.
Brillaba la luna en un cielo claro, entre las estrellas pálidas, y un ambiente otoñal envolvía el campo. Un panorama de ensueño se dibujaba a lo lejos; los objetos se marcaban con líneas fantásticas en la sombra, que no era bastante densa para dejar de ver los matices de los rastrojos segados y de las hierbas nacientes.
Dormía el pueblecillo a los pies del cerro donde se alzaba el molino, cuyas aspas, paradas por falta de viento, tenían desplegadas las velas para recibir la brisa de la mañana, con el ansia de la desposada que, envuelta en velos blancos, espera el primer beso de amor.
De vez en cuando el ruido de un reptil arrastrando sobre las piedras su piel de escamas o el lejano ladrido de un perro, interrumpían la dulce música misteriosa de los campos.
Y seguía José su carrera con la vara en la mano y las armas en la faja, sin hacer caso de la pobre mujer que, tropezando con las piedras y las cintas de sus alpargatas, le seguía siempre cayendo y levantándose, mientras murmuraba con voz suplicante:
— ¡José, José; por caridad, no mates a mi hijo!
Poco a poco el odio iba entrando en el alma de ella. Si tuviera un arma podría matarlo impunemente.
Contemplaba su figura destacarse entre el claro de luna. Era buen mozo, eso sí, y hasta lo había encontrado simpático; pero en aquellos momentos lo mataría de buena gana para librar a su hijo.
Ideas bien distintas agitaban a José; sentía subírsele a la cabeza un perfume femenino, que emanaba de la molinera. Cada vez que la oía tropezar con las piedras, recordaba los lindos pies blancos casi descalzos; y si la dejaba ya seguirlo, suplicante, era por el deleite de escuchar la vocecita mimosa, repitiendo: «¡José, José!»
Después de todo, ¡qué diablo! La mujer tenía razón; si los muchachos se querían, habían hecho una cosa muy natural... Pero su casa sin mujer...
De pronto José se detuvo, como si viera escrita en el aire una idea salvadora.
La molinera seguía en tanto su plegaria.
—Escucha, María—dijo él deslumbrado por la blancura azulina que arrancaba la luna a las duras carnes de mármol—. Yo perdonaría a tu hijo, si tú vinieras conmigo. Hace falta una mujer en mi casa. El molino para los muchachos; tú para mí...
—¿Qué dices, José?—preguntó ella desconcertada.
— Que te quiero y me hace falta una mujer en mi casa.
—Pero yo, José... mis años... mis hijos... ¿Cómo pudiera perder así la vergüenza?...
—Bien, bien, no te fuerzo; ¡pero a ese granuja que me robó a mi hija!...
Blandió amenazador la vara, y volviéndole la espalda siguió su camino.
Continuó María en pos de sus huellas, y entre su llanto hizo la observación de que el chalán era un buen mozo, joven aún; casi le parecía que tenía razón de enfadarse así por el abandono de la hija.
—¡José, José!-—llamó.
—¿Qué quieres?
—Ten compasión... si es preciso... yo me iré contigo.
—Bueno; los chicos hacen su gusto y nosotros el nuestro. ¡Cambio hija por madre!
Se acercó a la pobre mujer y la estrechó entre sus brazos; gimió ella inclinando la cabeza, y la boca del chalán buscó sus labios rojos. Suspiró María un beso de sumisión como hembra resignada a la doble cadena de la fuerza del macho y de sus propios deseos.
La luna fue la lámpara que iluminó con su luz blanca desde la bóveda azul aquel lecho nupcial de hierba y tierra. |