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Carmen de Burgos y Seguí "Colombine"

"Los huesos del abuelo"

Capítulo 1

Biografía de Carmen de Burgos y Segui en Wikipedia

 
 
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Música: Liszt - La Cloche Sonne
 
Los huesos del abuelo
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I

Se despertó temprano y saltó del lecho para entreabrir las maderas del balcón y mirar al cielo.

Era terrible aquella enemistad que solía tener el tiempo con las fechas populares. Esas lluvias, de mala idea, en las verbenas, los carnavales y las procesiones, eran más temibles para Adelina en el día de los Santos; ese día de fiesta por excelencia para ella, qué era la representante del muerto ilustre, al cual iba a ver al cementerio todos los años en aquella fecha.

El tiempo estaba despejado, el sol, oculto por los tejados de las casas próximas, esclarecía con el brillo de sus rayos la banda del cielo, que era como toldo de la calle. Los arbolillos desmedrados, que aparecían por cima de la tapia del jardinillo de enfrente, no movían su ramaje.

— ¡Hace un día hermoso!—murmuró con un suspiro de satisfacción.

Metió en las babuchas los piececitos menudos y blancos, de un delicioso arqueado, sin cuidarse de ponerse las medias, y se envolvió en la bata de lanilla azul que tan bien rimaba con su piel de rubia y sus crenchas rojas, para llamar a las puertas de las habitaciones de su madre y de su hermano.

— ¡Arriba! ¡Que hace un buen día!

Era preciso madrugar y todos lo hacían sin protesta, cosa rara, en especial en Paquíto, que se recogía de madrugada, tomaba el desayuno en la cama, y no se levantaba hasta las tres.

Pero aquel día era obligatorio ir al viejo cementerio, ya cerrado, donde descansaban los huesos del ilustre abuelo, que protegía con su nombre a toda la familia.

Don Luciano de Campo Grande había sido un grande hombre en la primera mitad del siglo XIX. Una enciclopedia de arte que sobresalió en el periodismo naciente y en la poesía dramática. Sus contemporáneos le habían hecho justicia. La familia conservaba colecciones de periódicos de la época llenos de elogios al ilustre escritor.

No había fiesta, banquete o cenáculo literario en el que no figurase Campo Grande. Él leía versos en todas las ocasiones solemnes y hacía oír su opinión en todos los casos difíciles.

Daba espléndidas reuniones en su casa, donde acudían todos los artistas de la época: Allí leía él las primicias de sus dramas, que se avaloraban en el ambiente cálido del comedor, entre los licores y el café, con el ensueño a que predispone la buena comida reciente y los vapores del champagne.

Se citaba continuamente a Campo Grande, popular en la escena y en la Prensa, de modo que su vida era una fácil carrera triunfal, de la que descansaba en la poltrona de la Real Academia, o en los escaños del Congreso.

La muerte de Campo Grande fue una manifestación de duelo. Uno de esos entierros a los que concurren los escritores, los políticos y los académicos, y cuya reseña aparecía con orla negra en los periódicos.

Campo Grande dejó un hijo y una hija, Francisco y Pepita, los cuales no se enteraron de la importancia de su padre hasta después de su muerte. El varón era el mayorazgo y se preocupó más de la fortuna que de los papeles, cintas, fotografías y recuerdos que guardó celosamente la hermana.

Don Francisco metido en negocios de Banca, se ocupaba poco de la literatura de su padre, aunque notaba que se tenía en sociedad muy en cuenta su ilustre apellido. En los versos de su padre se prendió el espíritu de la marquesita de Guayacal, ética y millonaria, de la que tuvo una hija, en la que amenazaba extinguirse la rama masculina de Campo Grande.

En efecto, a la muerte de don Francisco, Matildita era ya una solterona rancia, que no había tenido juventud ni trato con las jóvenes de su edad, encerrada en su muralla de millones.

Continuó viviendo en el suntuoso palacio de Guayacal, del que sólo ocupaba dos pequeñas piezas que daban al jardín, inmenso, sin flores, pero lleno de cedros, acacias y castaños, que subían más altos que el tejado.

Con una sola criada para su servicio y el de la capilla, donde venían todos los días a decirle la misa por sus antecesores, paseaba como una sombra por los grandes salones desiertos, pisando levemente los preciosos tapices entre las ostentosas sillerías cubiertas con sus fundas de crudillo, contemplando los techos ensamblados de los que pendían las grandes arañas de cristal, metidas en los mosquiteros de gasa rosa, y mirando distraída las paredes, donde entre el encuadramiento de dorados, lucían grandes cuadros al óleo, cuyos autores no sabía quiénes eran.

En su soledad, tenía la pasión de la avaricia, que disculpaba diciendo que atesoraba para los pobres, a los que dejaría su fortuna al morir. De ese modo quitaba la esperanza desheredar, a la prima Concha, hija de la tía Pepita, la que a pesar de llevar ya en segundo apellido el del abuelo Campo Grande y de no tener un céntimo, lo explotaba para presentarse y figurar en todas partes mucho más que ella.

La tía Pepita se había casado con un poeta que merced al nombre del suegro logró publicar varios libros, meterse en la Academia y figurar como un personaje.

A su muerte, la viuda había tenido la habilidad de lograr que las Cortes le votaran una pensión, como hija del gran hombre, y seguir figurando con su hija en todas partes.

Matilde achacaba los éxitos de la prima a la falta de pudor, no a que fuese más guapa que ella.

Conchita vivía en el mundo sin comerse a los curas, como decía al hablar de su prima Matilde, o sin preocuparse de las cosas de Dios, como aseguraba ésta.

Las pocas veces que se veían, Matilde se escandalizaba de los descotes y los trajes de Pepita, y ésta salía criticando los vestidos sucios y los zapatos torcidos de la millonaria, tan severa que prohibía a las criadas las faldas cortas y los cabellos rizados.

—No envíe usted a preguntar por mí—le había dicho a su tía— sus muchachas inmoralizan a las mías con esos trajes que no se pueden tolerar en una casa honrada.

Cuando murió doña Pepita, Matilde quiso hacer de Concha, que se quedaba pobre y sola en el mundo, su señorita de compañía, pero la muchacha se dio trazas para heredar la pensión de la madre y casarse con un industrial de buena posición, dando así a la devota tal rabieta que fue a unirse con sus antepasados sin dejarle ni un céntimo.

Concha no fue feliz en su matrimonio. Tenía la conciencia de su alta dignidad como nieta de don Luciano Campo Grande y no podía tolerar a su marido, un vulgar comerciante, que no sabía apreciar su abolengo, ni la excelsitud del literato ilustre.

Para don Eulogio era letra muerta todo aquello de la literatura. La grandeza del hombre y el talento se medían por el dinero que ganaba. Ser pobre era no tener talento ni saber lo que se pesca.

Se reía de las delicadezas y de las costumbres refinadas de su mujer, siempre atenta a la superioridad de su raza. Las disputas eran frecuentes, y como Concha tenía un gesto, algo masculino, de acariciarse la barbilla, como los hombres que se tiran de la perilla, un día se le ocurrió decir a don Eulogio:

—Mi mujer admira tanto a su abuelo, que todos los días se toca la barba para ver sí le ha nacido ya una perilla como la suya.

En verdad que Conchita, a pesar de ser muy guapa, era insoportable en su calidad de descendiente del ilustre.

Todo lo que su marido hacía estaba falto de distinción. El buen hombre no podía llamar a la criada sin tocar el timbre, ni estar en la mesa sin cuello o con zapatillas, ni permitirse escupir delante de la esposa.

—Esto no es una mujer— solía decir desesperado—. Me casé con un tratado de urbanidad.

Solía irse de francachela con sus amigos y con alguna muchacha alegre, en la que estimaba el lenguaje rudo e inculto, para descansar de la exquisitez de Concha.

—Necesito que digáis barbaridades— recomendaba— para pasar lo untoso del trato de mi familia. Me hace el efecto de un vaso de vino fuerte después de haber comido pringue.

Sin duda reventó de un ataque de culteranismo. Porque los dos hijos, Paquito y Adelina, eran Campo Grande como la madre, según decía Concha con orgullo.

Entonces fue cuando Concha supo explotar los huesos del abuelo.

Con el prestigio de Campo Grande consiguió las plazas del Colegio de Niños Ilustres para educar a Paquito y de Doncellas Nobles para Adelina.

Gracias al esfuerzo de Concha y de sus padres, la figura del abuelo, en vez de perderse, se había ido haciendo cada vez más importante.

Ya el yerno póstumo cuidó de la evocación que le daba personalidad en las redacciones y en los saloncillos de los teatros, como hijo político del eminente Campo Grande.

Gracias a este culto, a la influencia con que hacían que se le citara en todas ocasiones, al deseo de mantenerlo vivo, las generaciones lo iban estimando más, sin hacer una revisión seria de valores, conforme se alejaban más de él. Entraba en esa nomenclatura de nombres ilustres, que comenzando por unos verdaderamente admirables, seguía con otros, unidos a ellos, que salían a relucir por la costumbre y como si los otros, a fuerza de estar unidos, se hubiesen enredado con ellos como se enredan entre sí las cerezas.

Estaban siempre alerta, siempre prontos para contestar a cualquier artículo o cita poco considerada para su glorioso antepasado.

Era un cultivo productivo el de la memoria ilustre, pero en la época de materialismo que atravesaban era necesario apoyarla en algo real, para que no quedase sólo el recuerdo como una idea o un símbolo: había que cultivar los huesos.

Concha, que era mujer de ingenio, tomó esa tarea cuando aún vivía doña Matilde.

En una reseña de día de los Santos, un cronista aficionado a rondar por los viejos cementerios, habló del abandono del nicho del grande hombre.

Este fue el pretexto para que su nieta insertase en toda la Prensa una carta sentimental, contando sus solitarias visitas, ya que su pobreza no le permitía ponerle lápida, blandones y coronas, como él merecía.

De aquí nació la idea de la primera pensión que disfrutaron. Era una mina aquella evocación del abuelo. Concha había estado en el sanatorio, de resultas del nacimiento de su hijo menor, sin que el médico director le cobrase un céntimo, gracias a la admiración que profesaba a las obras de Campo Grande, cuya edición, hecha con gran lujo por la Real Academia, tenía en su despacho, esperando hallar tiempo de leerlas alguna vez, pues no conocía más que su fama.

Con el nombre del abuelo se educaron sus hijos, tuvo una pensión para viajar el chico y la niña fue todos los años a las colonias escolares en lugar preferente.

Era un tesoro su apellido para tener relaciones. Se las disputaban en los salones, para poner en la lista de nombres ilustres a las de Campo Grande.

Hasta acudieron a un Rey de Armas, que mediante algunos miles de pesetas, trabajosamente ahorrados por Concha, les hizo el árbol genealógico.

Era un prodigio como manejaban los Archivos aquéllos funcionarios, conocedores de los claros linajes y de los misterios de la heráldica.

Campo Grande resultaba, por línea paterna, descendiente directo de Guzmán el Bueno, y por la materna, de Santo Domingo de Guzmán.

—Un héroe y un santo—como decía conmovida Conchita—, aunque eso de la descendencia directa del fraile no dejaba de escamarla un poco.

Pero el Rey de Armas le certificó la Ejecutoria, con la portada de pergamino, en el que se grabaron las doradas letras góticas.

Dentro, con la historia de sus famosos apellidos, estaban los escudos que correspondían a cada uno de ellos, y el compuesto de todos que tenían derecho a usar. Paquito lo llevaba en su sortija y Concha se proponía bordarlo en sus pañuelos y en su ropa interior; sobre todo si se casaba la hija con un hombre rico y podía grabarlo en la manta de sus caballos y en la portezuela de sus coches.

Se pasaba las horas mirando los centenares de partidas de bautismo llegadas de los pueblos donde vivieron sus antepasados, que les habían enviado los párrocos.

No era aquella nobleza una invención. Se recreaba en la contemplación del árbol genealógico, en el que se abrían los redondelitos de las hojas, en cuyo centro campeaban los nombres ilustres de los antepasados.

Por fortuna, no figuraban los oficios. El bisabuelo del ilustre Campo Grande se decía que era un pobre albañil y el padre se enriqueció en el comercio de ébano vivo, como llamaban a los negros.

Pero la Ejecutoria de Nobleza, el Árbol Genealógico y los Escudos de Armas estaban allí, ilustrados por el genio de D. Francisco.

—Esto bien administrado, es un tesoro—decía ella a sus hijos—. Hay nuevos ricos que pagan a peso de oro la alianza de personas como nosotras. El día que tengamos dinero, no nos costará trabajo tener un Marquesado; ¡y quién sabe si con Grandeza de España! para estar delante del Rey sin quitarse el sombrero.

Verdad es que conservar el lustre del apellido obligaba a no pocos sacrificios. Uno era aquel del día de difuntos. Ya desde una semana antes comenzaban la tarea y los preparativos. Salían las coronas de las cajas donde estaban guardadas, envueltas en papeles y oliendo a naftalina para librarlas de la polilla.

Era preciso planchar las anchas cintas y dar unos toquecitos con agua de goma y purpurina a las letras que comenzaban a borrarse en las dedicatorias conmovedoras y rimbombantes.

Cada corona exigía cuidados diferentes. Las de azabaches y vidrio se empañaban y era preciso limpiarlas bien para que volvieran a brillar. Las de amarantos y siemprevivas era necesario reponerlas; las de flores de tela había que refrescarías para que los pensamientos y las violetas lucieran sin esa marchitez de la flor de trapo, más ajada y lamentable que en los pétalos de la flor natural. Se encendían blandones en candeleros de hierro, guirnaldas de luces en fantásticos aparatos; se adornaban los ámbleos; todo tenía un aspecto nuevo, luciente, que atraía la atención de los visitantes al cementerio. Pero a aquel cementerio, con el completo puesto, no iban tantas personas como a los que aún recibían huéspedes. Era como si-el lugar donde podían reposar un día ejerciese una atracción a la que la multitud obedecía inconscientemente.

Siempre se hacían o se reformaban algún traje negro para ese día la madre y la hija. Uno de esos trajes, de un negro muy mate, con el que resaltan más los grandes descotes blancos y los hacen más descotes, más blancos y más grandes. Se ponían ese día los largos pendientes de azabache, que también encuadraban su belleza de rubias.

Tenían algo de triunfadoras en aquellos días de difuntos. Entraban en el cementerio regiamente, como si caminaran a los acordes de la Marcha Real, y permanecían ante la tumba como si hiciesen su guardia en una capilla ardiente.

Paquito no iba más que un momento, como si se limitara a dejar tarjeta; pero las dos mujeres se pasaban allí el día, y aunque parecían absortas en su oración, no dejaban de ver y de fisgar todos los grupos que pasaban. Unos miraban con curiosidad la ostentación de luces y flores, entre las que deletreaban el nombre de Campo Grande. ¡Con qué emoción lo oían ellas pronunciar! Se creían que-era el aura de la popularidad, el vientecillo de la gloria lo que las rodeaba. Se sentían interesantes, superiores; hubieran querido llevar una gran pena en sus sombreros para estar como más cercanas en el tiempo y en el parentesco al fallecido. Les molestaba aquella fecha tan lejana que se leía sobre la lápida.

A veces se indignaban cuando pasaban indiferentes. Esos enamorados que pasean su idilio entre las tumbas, o esos grupos que iban a comer y a beber hasta la saciedad, junto a los muertos, como si así afirmasen más la sensualidad de su vida.

Tenían que hacer un esfuerzo cuando alguno preguntaba:

— ¿Quién es ese Campo Grande?

Y escuchaban la contestación brutal.

—Pues no lo sé.

—Me parece que era un escritor.

Se miraban y se sonreían, como si se dijeran:

— ¡Qué gente tan inculta y tan vulgar!

Las desquitaba el desfile de sus amistades, a las que indirectamente habían invitado, como se invita para las mesas de petitorio.

Las recibían como en un besamanos, allí, fuertes en el palacio de su muerto. Crecían en la consideración de todos, y raro era el año en que la niña y la madre, que era una jamona de muy buen ver, no sacaban un pretendiente nuevo, de las coqueterías respetuosas que tenían lugar ante el nicho.

Aquel año, gracias a su reciente viudez, Concha estaba más guapa, más sugestiva, con la larga pena, que la rejuvenecía, como si hiciese más aguanosa y azucarada su belleza de albaricoque maduro. Se mostraba más lacerada por el pesar de tener que estar allí, ante el nicho carcomido, en aquel lienzo del cementerio, que amenazaba con desmoronarse y caer.

—Sólo en un país como éste—repetía con tristeza—sucede una cosa así.

Cuando algún amigo o admirador solícito le ofrecía:

— Tenemos que trasladar estos gloriosos restos.

Ella movía la cabeza con su dignidad mesurada, para responder:

—Yo no profanaré estos queridos huesos, que tanto respeto, como no sea para llevarlos al lugar donde, por derecho, les corresponde estar.

No tenía que explicar más. Todos sabían que se trataba del Panteón de Hombres Ilustres. Representaba para ella algo como un seguro de muerte, de que el muerto seguiría siendo gran muerto por una eternidad. Estar en el Panteón era dar carácter oficial a una gloria, que no le negaban, pero que tampoco reconocían ampliamente.

Por eso aquel año habían madrugado más, habían hecho más cuidadosa la toilette y estaban ansiosas ante el nicho: había prometido ir nada menos que el ministro de Gracia y Justicia.

Concha sabía que tanto ella como la niña le gustaban al vejete, alegrito, decidor, hombre de sociedad, que no faltaba a ningún teatro ni a ningún banquete. Esperaba decidir lo definitivo para asegurar la gloria de la familia.

¡Con qué emoción vieron llegar a su excelencia! Saludó, tan simpático; pronunció una oración fúnebre, con tonillo de discurso aprendido para todos los muertos del catálogo de la época; habló con Paquito, como el que sabe que por la peana se besa a los santos, y se marchó ofreciendo ir a visitar a las señoras para tratar de aquel asunto de interés nacional.

Cuando se alejó, la madre y la hija notaron que la gente miraba con mayor respeto la tumba de Campo Grande. ¡Debía ser mucho personaje cuando así las trataba el ministro!

Paquito aprovechó la ocasión para irse detrás de dos lindas muchachitas, deseosas de saber quién era Campo Grande. Se perdió con ellas entre las tumbas, contándoles que el abuelo había sido un gran hombre y se parecía mucho a él.

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