Carmen de Burgos y Segui en AlbaLearning

Carmen de Burgos y Seguí "Colombine"

"La herencia de la bruja"

Capítulo 4

Biografía de Carmen de Burgos y Segui en AlbaLearning

 
 
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Música: Brahms - Klavierstucke Op.76 - 4: Intermezzo
 
La herencia de la bruja
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IV

Cuando las dos amigas se quedaron solas, en la amplia habitación que servía de taller a la talabartera, Nicolasa, cediendo a la fuerza de la costumbre, se puso a coser un collerón, y Nieves, a su lado, empezó la confidencia.

Lo primero fue ponerla en antecedentes de la alcurnia de Juanito: Hijo de unos pescadores del barrio de las Almadravillas, se había criado desnudo y descalzo en la playa, hasta que ya mocetón, echaba una mano para varar las barcas, o para tirar de la jábega y ayudar a sacar el copo. No hacía mucho, iba descalzo, con el pantalón remangado, doblado bajo el peso de la nasa llena de peces coleantes, que iba a llevar al mercado, corriendo con un trote de burriquillo moruno la carretera, a fin de llegar de los primeros.

Pero era listo, había aprendido a leer, a escribir y hacer cuentas. Cuando ella Ío conoció repartía un periódico. Así empezaron a hablar, Juanito. le hizo pequeños servícios... La miraba de una manera profunda, ansiosa, ardiente, que conmovía todo su ser... y un día... sin saber como...

— Pasó lo que debía pasar—concluyó.

Nicolasa se quedó sorprendida, con la aguja en alto.

— Pero entonces, ¿para qué casarse ya?

— Es que yo comprendí que lo quería con toda mi alma, que no podía vivir sin él. Me lo disputaban y quise defenderlo.

Juanito tenía una amiga, una muchachuela joven, una perdida, viciosa y precoz, de la que no podía desprenderse. Nieves le exigió el matrimonio como prueba de que se acababa aquello, y él accedió, casándose en artículo de muerte, cuando Nieves tuvo la gripe.

— ¿Pero entonces?

No dejó que Nicolasa acabase la pregunta.

—Esa mujer—dijo—lo dejó que se casara por interés, por heredarme... Esos amores siguen y él la mantiene a mis expensas.

—¿Y cómo no-me decías nada de eso en tus cartas?

— ¿Para qué? No tiene remedio.

—¿No es bueno para ti?

— Cariñosísimo, obediente, no hay más voz que la mía, es capaz de dejarse pegar.

—¿No te atiende?

— Sí, y me cuida, y cumple todos sus deberes de marido admirablemente.

—¿Tiene vicios?

— No . ... no juega, no bebe, ni siquiera fuma.

— Pues entonces, mientes, no tienes razón de quejarte.

— Es que tú no sabes lo que es una pasión como la que yo tengo por mi marido. Os creéis que las pasiones pasan coo la edad, pero es todo lo contrario, se acrecientan. A los quince años hay muchas cosas desconocidas en la vida que nos atraen. A los cincuenta la vida toda se cifra en una sola cosa.

— Pero si él te corresponde... Si no te fatla.

— No importa. Yo sé que él ve a esa mujer. En cuanto lo pierdo de vista comienza mí tormento. Te aseguro que la mato. ¡Que no puedo vivir así!

— ¿Le has dicho a él todo eso?

— Sí, y me jura que no quiere en el mundo más que a mí, que soy su adoración.

— ¡Lo ves!

— Pero no me niega que ve a la otra. Lo atrae una fuerza fatal, lo persigue. La aborrece, sabe que lo engaña con todo el mundo, y sin embargo no puede dejar de ir con ella.

—Eso es algo que le ha dado esa mala mujer.

— Muchas personas me lo dicen.

—¿Y no has hecho nada para averiguarlo?

— ¡Vaya si he hecho!

La amiga dejó la aguja llena de curiosidad.

— Cuéntame.

— He consultado brujas, barajaras, sonámbulas, espiritistas... Mira.

Le mostraba recortes de reclamos que llevaba ocultos en una bolsita, en el fondo de la faltriquera, a usanza antigua, que llevaba bajo la falda.

Nicolasa leía:

Espiritista Japonesa
¿Queréis apreciar, la verdadera ciencia oculta? Consultad este fenómeno, pues sólo ella posee el verdadero poder de garantizar la felicidad. Hasta hoy ella es la sola, la única, la verdadera espiritista que hay en el mundo. No tiene rival; lo alcanza todo por difícil que sea; proporciona buenos casamientos, reconcilia amores mal corres­pondidos, trata de mal oculto; vende buenos talismaties para suerte. Trabaja con rapidez y seriedad, Enviar nombre y cinco pesetas. Hotel del Principe. Sólo estará aquí ocho días.»

Otra :

Barajera
La Bruja de la Alcazaba, la más conocida, acreditada y única mujer que posee la virtud de alcanzar todo lo que se desea. No acepta dinero adelantado por su trabajo. Cada cual da lo que quiere. Enviar dos peseras a M. J. Almanzor, 80.»

Otra:

Juana Martínez
Consultas de sonanibullsino, de seis a diez de la noche. Cartomancia todo el día: Procedimientos magnéticos, hipnóticos, espiritistas; cura los males de hechicería. Precios módicos. Belén , 20.»

Otra:

Astrología Kabalística
Se le e horóscopo astrológico, fundado en la influencia de los astros en el momento del nacimiento. Se consigue cuanto se desee. El Brujo del Quemadero. Calle de la Unión, número 102.»

—¿Has visto todo esto?

— Sí, y muchas más. Gentes que tenían fama en los pueblos cercanos... y nada he conseguido.-

— Pues te advierto que todo esto es verded. Madrid está lleno de estas cosas y dicen que todas las grandes ciudades están igual.

—¿Pero será cierto?

— No hay que dudar. Aquí vino una gran adivinadora francesa que iba hasta los palacios y hablaba con los periodistas y todo. No son charlatanas.

— Es que el poder que tiene agarrado a mi marido es muy grande.

— ¿Y no te han dado nada para libertarlo?

— Sí. El Brujo del Quemadero me pidió unos calzones sucios, unos calcetines sudados, excremento y cabello de los dos. Pero como no pude conseguir los de ella no surtió efecto la medicina que me dió para que se la cosiera en el forro del chaleco.

— ¿Y las otras?

—La Bruja de la Alcazaba me hizo unas botellas de un agua verde, que tuve que romper en el tramo de la casa d e esa mujer al dar el reloj las doce campanadas de la media noche. Y unos polvos, con mucho azafrán, para que él los pisara. Pareció que iba a dejar de ir a verla, pero al cabo de un mes volvió.

—¿Cómo lo sabes?

— Tengo gentes que lo siguen, que lo espían, que me lo cuentan todo.

— ¡Po re Nieves! ¡Cómo te pondrán la cabeza esas gentes con mentiras y el dinero que te costarán!

— No me importa quedarme sin camisa para vencer a esa mujer. Si nada me sirve, la mataré.

— No seas loca, iQué falta hubiera hecho que hablaras con tu madre!

— ¿Crees que sabía de verdad ese oficio?

— Y mucho mejor que esas que se anuncian y se dan postín. Como vivía mi madre al iado hemos visto mucho. Nunca te he querido hablar de esto...

— Cuéntame.

— Es que da mucho miedo. La vimos una vez a las doce de la noche, en pelota viva, con el pelo colgando, delante de la ventana abierta, dándole puñaladas al corazón de un borrego negro, que había comprado aquella mañana, y lo tenía puesto encima de una maceta llena de tierra del cementerio.

— ¿Y para qué hacía eso?

— Para tocar en el corazón de un hombre que se fue a Buenos Aires dejando la novia abandonada. Desde aquella propia hora el hombre se empezó a acordar de su novia; vino y se casó con ella.

— ¡Es asombroso!

—Pero a veces hacía mal. Con esos alfileres que clavaba en los muñecos de trapo mataba gente. Una vez quiso matar a una vecina, que se salvó porque le aconsejaron que estuviese siempre rodeada de carbón, para que no pasara el maleficio.

— iQué miedo!

— Tu madre hizo mucho bien y mucho mal. A una bribona que quería a un hombre casado le mandó comprar siete varas de cinta verde y pagarlas sin mirar ni la cinta ni el dinero. Después se la preparó, y con unas tijeras en cruz debajo de la almohada la muchacha amarró la cinta, cuando el amante estaba acostado, sin que lo viera, y quedó tan amarrado que dejó mujer y todo para irse con ella.

—iQuién hubiera sabido todo eso!

—Tu madre Ío que més preparaba eran bebedizos.

— Eso a mí me da miedo. Lo único que me he a trevido a darle es el Haba.

— ¿Qué es eso?

—Verás. Hay que tragarse tres habas en ayunas, y luego ... esperar que salgan.

— Si que son poco limpias las recetas.

— Pero son inofensivas. Ya ves tú allí que han llegado por superstición a matar a un niño pequeño para beberse su sangre y curar a un viejo, qué cosas harán. Esto no puede ser malo.

— ¿Qué hacías con ellas?

— Molerlas y repartírselas en nueve comidas. Mientras él las comía yo tenía que decir:

«Come, perro goloso, come de mi vientre florido y hermoso. Todas las mujeres te parecerán feas, negras y descoloridas y solo yo la reina florida.»

— No le des jamás cosas por la boca, Nieves, créeme

— Sí te creo. He visto tantas cosas en esos países pasionales, que tengo mredo. Allí es muy frecuente dar cornezuelo de centeno y cosas que quitan o ios hombres la voluntad y los ponen lelos. Hay un joven, muy guapo, al que la novia le dió cosa para que la quisiera, y anda por la calle completamente idiota, seguido de los chiquillos, que le llaman el Chacho José.

— Eso sería un remordimiento terrible.

— Es verded. No quiero ni pensarlo.

D esde aquel día N icolasa miraba a N ie v e s con el recelo con que s e mira al enferm o d e cuya mentalidad se duda. E lla no había tenido jamás pasiones, ni pudo conocer los celos de un marido que vivía sentado en su butaca, sin darse cuenta de nada, y al que no tenía que hacerle más que alim entarlo y litUpiarlo. A s í e s que el caso de su am iga le parecía más extrafio, más anormal aún. Juanito, siempre a le g re y dicharachero, se atraía las simpatías d e todos. V en ía siempre juguetón, acariciador» checheando a su esposa, que le miraba entre seria y com> placida, inquieta siempre, hasta cuando lo v e ía hablar con C e lia o con Nicolasa. — P e ro , ¿qué se habrá creído?— pensaba ésta indigna^ da, SI bien lu ego la disculpaba diciendo— : L o s celos son una enferm edad y la vuelven loca. Juanito no quería estar nunca en la casa. P retextab a que aquel o lo r a establo que conservan los cueros curtidos le hacía daflo y arrastraba a R icardo para lle v á rs e lo con é l a c orretear p or M adrid. N ie v e s s e quedaba inquieta, impaciente. — ¿Dónde estarán?— repetía. ‘ ’ N o tengas cuidado, madrina, que v a con mi mari* d o —d ^ í a Celia. ^ ¡ P e r o sabe D ios dónde irán! — A l café y a reírse un rato en el cine con las cuple­ tistas. — ¡V lo dices tan tranquila! —¿Q u é d e m alo h ay en eso? An tes d e que N ie v e s lo explicara, intervenía Nicolasa,

mandando hacer a lg o a la hí]a y diciéndole a su amiga: — P o r DÍ09, N ieves, no le hagas pensar a C elia cosas que ella no ha pensado nunca. — O s envidio la tranquilidad. — ¿Q ué quieres? N osotras somos así. - E s t á i s en el Lim bo, sin pena ni gloria. — Perdonam os e l cielo p or m iedo al infierno. En algunos momentos N icolasa había sorprendido & Nlev e s en su habitación con los puños apretados, la mirada fija en un punto, con un aspecto d e energía, q u a s e parecía a la locura. L e recordaba a la v ie jd manipulando en el corazón del borrego. — ¿Q ué haces, N iev e s ? —le preguntó un día. — jAh! ¿Estabas ahí? — S í, ¿qué t e pasa? — E stoy empleando e l m edio que m e enseñó la espiri* tista japonesa para hacer venir a mi marido. H asta ahora es lo que m ayor resultado me di ó. — ¿Q ué es? —M ira. V o lv ió a quedarse r/^da, con la mirada fija, apretados los puílos y diciendo con una energía llena d e rabia. «Anim as rectas y sestas, que en e l P u rgatorio estáis, p or la pena que tenéis y la g loria que esperáis, que en el corazón d e Juanito B arragán o s metáis; no le dejéis pomer ni descansar, ni vivir, ni trabajar, ni pensar (s e iba enfu­ reciendo más), ni dormir, ni sosegar, hasta que a mis plan­ tas rabiando, rabiando, rabiando (cada v e z que decía la palabra rabiando daba un g o lp e violento con e l p ie izquier* d o en e l suelo), com o un perro m e ven ga a buscar.» L o raro era que N icolasa podía comprobar que después

de una d e esas invocaciones, Juanito y R icardo no tarda* ban en v o lv e r. A v e c e s su y ern o decía: - 'j Q u é lástima! N os hemos quedado sin v e r e l fin d e la función, p ero Juanito s e empeñó de pronto en venirse. L e d irigía N ie v e s una fu rtiva mirada d e inteligencia y ella p ara cerciorarse m ejor decía: — ¿ Y cóm o ha sido e so d e no esperar el final, Juanito? — M e sentí intranquilo de pronto, m olesto, con deseo de v e r a ésta— respondía é l acariciando a su mujer. N icolasa se estrem ecía. ¿Sería cierto que espíritus d e muertos obedecían al conjuro y obraban sobre la voluntad del sér que s e les designaba? A v e c e s s e inclinaba a creer aquello, y otras pensaba que e l e jercicio constante d e la voluntad de N ieves, dirí* gíd a siem pre a un mismo fin, había obrado sob re e l espí­ ritu d e su marido. L a v e ía acariciarlo, pasándole la mano p or la fren te, p or los cabellos, siempre hacia abajo, influ­ yéndolo con buidos m agnéticos que lo adormecían; mien­ tras e lla lo miraba con su mirada dura e inmóvil, sugirién­ d o le con v o z insinuante.* — ¡Quiérem e! jQ uiérem e, mi alma! ¡Q uiérem e a mí sola! Contemplaba al mocetón gitanote, bárbaro, entregado a la dulzura artera, quedarse debilitado, sin voluntad. Esta* ba segura de que é l v a lía poco, que s e babía casado p or el dinero d e la am iga, con ánimo d e heredarla y explotarla, p e ro lo v e ía tan vencido, tan en p eligro, que sentía com* pasión d e é l y una especie de odio contra la am iga tan querida, N o podía d ejar d e pensar. — P o r a lg o es hija d e la v ie ja bruja. L a cabra tira slem* pre ai monte.

D e buena gana hubiera <^ueridfí alguna v e z avisar s ju a ­ nito, darie una v o z d e alarma, para que estuviese p re v e ­ nido; p e ro no s e atrevía. L a sencilla mujer (em'a m iedo a las brujerías d e N ieves, sobre todo desde que la v e ía engolfada en e l estudio *de los p apeles y d e los paquetes de p olvos que constituían la herencia d e la madre. L le ga b a al punto d e v igila r la comida» esconderlo todo, y n o dejar que su amiga tocase nada. Un día que la en* contró en la cocina tiró toda la comida, fingiendo que se había ro to la fuente, al lle v a rla a la mesa. N o s e litr e v ia a hablar de aquello, tem eros^ de que se enteraran C elia y Ktcardo, com o si d e algún modo la man* chasen también a ella las brujerías d e N ieves. A s i es que lo s v ió irse contenta de hallarse lib re de toda la responsabilidad que pudiese caberle al lad o de aquella mujer que bordeaba e l drama. P e ro en el momento de la despedida sintió despertarse en ella todo el antiguo cariño que p rofesaba a )a amiga y la abrazó diciéndole al oído. —Abandona ese camino, N ieves. H a zlo p or mí, M ira que nad[e habrá más desgraciada que tú si logras tener p or esos medios el cariño de tu marido. P e ro N ie v e s la b esó sin con testarle nada.

VI

Le^costaba trabajo a l^ cola sa respirar en aquel aire lím­ pido, suave, tan cargad o d e oxígeno, de yod o y de sales marinas. Su pulmón se había habituado a l escaso aire d e

la casa baja, húmeda, pequeña, d e su talabartería, siempre oliendo a ese vaho de animal en descomposición que con­ servan lo s cueros. A s í e s que a su llegada a Almería, había sufrido a lg o se* mejante al m areo d e los que se embarcan. H acía tres años d e la v isita d e N iev e s a M adrid y cedfa a v e rla y pasar la temporada de baños con ella, guiada en e l fon do p or t i sentimiento d e curiosidad malsana que in­ v ita siempre a v e r e l fin del drama. T en ía im d eseo loco de saber qué sucedía. L a s cartas de N ie v e s no decían nada; p ero le daban mala espine porque escribía con menos frecuencia, cartas tristes y desalentar das, en las que siempre habis dos líneas: «R ecu erd os,

Juanito.»
E lla miraba con atención si los trazos d e esas letras eran claros y seguros, p ero no podía deducir nada. L a recibió N iev e s sola en la estación. — ¿ Y Juanito?— se apresuró a preguntar Nicolasa. — Está en e l cortijo. N ie v e s estaba cambiada. Sin perder carne, había adel­ gazado, estaba fo fa , colgante, sin la tersura de su juven* ted, que tanto tiem po conservó. T en ía e l rostro desconocíd o, arrugado, el cabello escaso y blanco. En aquellos tres años había recorrid o tod o e l camino que la separaba de la v e je z d e su am iga, sobrepasándola. T a l v e z aquella v e je z , aquel aspecto de tristeza y des* aliento, impusieran respeto a N icolasa, que no se atrevió a preguntarle nada. S e propuso observar. A l cabo d e tre s días, repuesta de su mal d e mar, se ha­ bía levantado temprano, cuando to d o s dormían aún en la

casa, y había abierto e l balcón que daba a {a fachada. Empezaba a despertar la ciudad y e ra p or aquel lado p or el que comenzaba a desperezarse. Y a se notaba e l movi­ miento en todos los buques surtos en e l puerto. E c o de v o ces de diferentes idiomas, canturías exóticas, rechinar d e hierros y ruido d e maderas. Un trepidar d e ias máqui* ñas que con las aguas calientes esperaban para lanzarse a la mar. E ra hermosa aquella perspectiva del puerto, ileno de vida, d e Is amplia anchura del g o lfo , tan azul y tan quieto. A la derecha se veían las rocas d e las canteras con ese pueblo d e sem itrogloditas que habita en las cuevas del puerto bajo, al amparo d e ios derruidos torreones d e la Alcazaba. S ^ u í a e l camino de la B aja M ar, com o g ig a n ­ tesca solitaria que extendía en la falda del monte su cinta blanca y zigzagueante, en uno de cuyos extrem os s e alzaba e l pintoresco C astillo d e San T elm o y , a lo lejos, ia punta d e las Salinas d e Roquetas. A la izquierda se tendía la vista p or e l P aseo d el M ale« c6n, e l contramuelle, la v e g a y las lejanas sierras del C abo d e d a ta , con su ga lla rd e te d e niebla. A llí, a sus pies, la p laya serena, defendida p or lo s di* ques, lamiendo la arena, al b ord e del m elancólico paseo de palmeras. Empezaban a pasar carros d e muías y d e bueyes bam> boleándose b ajo e l extraordinario volum en d e su c arga de haces de esparto dorado y oliendo a monte de un modo tónico y acre. O tros conducían los b arriles llenos de uva, que las barcazas llevaban a embarcar en los gran des v a ­ pores, que conducían lu ego a Inglaterra y Norteam érica e l jugo d e la tierra andaluza. O b servab a N icolasa que casi todos tos hombres se pa­

recían un poco. T o d o s te recordaban a Juanito con su p elo n eg ro y sus ojos brillantes, le cara curtida, los dientes blancos y e l tipo enjuto, alto, desgilachado y com o mal articulado. }ban perezosos, en mangas de camisa, guiando con su aijada sus yuntas los vaqueros y sentados en lo s varales, con el lá tigo en la fa>a, lo s muleros. L a costumbre y la afición hacían a N icolasa fija rse en aquellos pobres arreos remendados y en lo s grandes grupos d e esparto, que fabriceban ellos mismos. A llí no daría mucho a ganar la talabartería. H acia una m&ilana d e oro, con una luz d e pomas madu­ ras, una luz com o d e cristal transparente. E n la o rilla d f la p laya había y a mujeres y fam ilias enteras, que iban a aprovechar aquellas horas para e l baño. Había gen tes que venían d e la sierra, sin haber v is to nunca e l mar. A algu­ nas las impresionaba tanto que sufrían congestiones en los ojos. L o s que p or orden facultativa debían tomar de quince a nueve baños, pasaban e l día al lad o del agua para darse tres o cinco cada día y acabar todo su tratam iento en-tres días sólo. S e desnudaban con esa impudicia serena d e los bañistas que hace pensar en la sagrada influencia del mar, tan casto que no d eja lu g a r a sentim ientos torpes. S e metían las mujeres en e l agua vestidas con camisas blancas, dando g rito s d e animal que siente un placer in­ tenso al experim entar e l fre s c o r y e l cosquilleo d el agua sob re su carne ardorosa. Salían con las camisas pegadas, m ojadas, transparentes, qued&jaban adivinar todas sus formas y colores. Iban lib a n d o curiosos, v iejos y m ozalbetes en su mayo­ ría, que s e asomaban al p retil del m alecón para presenciar

el espectáculo voluptuoso sin preocuparse d e la eleva ­ ción del disco del sol, que, como una b ola roja» parecía nacer dal mar y dejar caer sobre él un a rro yo d e luz do­ rada, espejuelante, que rielaba sobre las ondas rizadas. A b sorta ante un espectáculo tan extraordinario para ella que no bubia salido jamás d e M adrid, N icolasa no se dió cuenta d e que se abría lentamente e l halcón a su lado y que aparecía en é l la figu ra d e un hombre. — Ijuanito! E ra el m arido d e N iev e s , que, sin hacer ceso d e ella, seguía mirando con o jo s encendidos a las &ai\1stas. N icolasa lo contempló. T en ía un aspecto de idiota, su­ p o , con la barba crecida, ennegrecidos los dientes. P are­ cía que su cuerpo s e había puesto aún más flácido, más desarticulado. S e inclinaba hacia adelante, com o si los brazos, alargados^ buscasen el punto d e apoyo, las cuatro patas de la id iotez que s e le retrataba en el rostro, de expresión v a g a , mirada turbia, mandíbula colgante y boca entreabierta, con e l labio in ferior adelantado. — jjuanito, p ero Juanito!— repitió ella— . ¿N o me cono­ ces ya? S o y y o ... Nicolasa. El la miró estúpido, m oviendo la cabeza en un signo afirm ativo mecánico, y d e jó escapar unos sonidos inarticu* lados incomprensibles. — ¡D ios m ío! ¡Está idiota! E l crimen se ha c on su m ad o exclamó: En aquel momento apareció N iev e s en la estancia. Su m arido al v e rla tu vo un tem blor de perro castigado; separó lo s ojos d e Ibs bañistas para fijarlos en ella con humildad. —¿Para qué has salido aquí? Vente. E l obedeció sin replicar; p e ro N icolasa s e había puesto violentam ente d e pie» y l e preguntaba con indignación:

“ ¿Querífts que y o no lo v ie ra , verded? L a o tra levantó la cabeza, y con un arranque da valor, respondió entera y secamente: - S í. — H acías bíen. A lg o tem ía yo: p e ro no creí que llegaras ab a n to. — N o b e sido yo... — Es inútil qüe me mientas. Y o no t e v o y a denunciar; pero s o puedo ser cóm plice d e tu crimen. — M I crimen. ^ H a s matado a e ste hombre. N o es má$ que un cuerpo sin entendimiento, sin voluntad, ni nada. — jNi colasa! — M e marcho esta noche. -N o , — Es preciso. — N o me dejes. E res mí única am iga, mi único a fecto.... N ie v e s juntaba las manos suplicante. — Y o quería d ecírtelo todo— d i j o - ; hallar en tí un con­ suelo, y a que eres tú la única persona que lo sabe todo. S e conmovió Nicolasa. —Y o no quiero saber nada más. D e b o irme, — E slá bien. P e ro antes escúchame en confesión. T e lo ruego. - H a b la : Y a llí, e n e i mismo balcón, ante aquel sol qu e reía jugue­ tón sobre fas aguas, ante e l p aisaje espléndido, N iev e s le r e v e ló tod o lo pasado a su amiga. A su reg res o d e M adrid, com o Juanito venía peroertido y ae pasaba los días le jo s d e su mujer, en'casa d e ta otra, N ie v e s le administró lo s papelitos d e p olvos d e cantáridas que su madre tenía y a dosifícados y con la explicación es>

crita, para una cliente a la que la m uerte le impidió servir. A ] principio los resultados fueron tan buenos que se daba p or contenta con la herencia d e la madre, Juanito estaba más sano, más fu erte, más alegre, más contento. Sentía p or ella un apasionamiento extraordinario, sensual, y no 86 apartaba d e su lado. P e r o p oco después su apa­ sionamiento d erivó hacia las otras m ujeres. N o le paraba una criada. L a s perseguía a todas, viejas y jóvenes. T u v o que doblar la dosis d e aquellos p olvos d e cabecitas d e mosca d e bronce y o ro y d e alltas d e cristal macha­ cados, que a pesar d e su pequeñez vencieron al hombre. S e le d oblegó su voluntad, no hacía más que lo que ella quería. N o tenía afecciones, ni amigos, ni fam ilia. N ada. Su mundo se reducía a com er y lle v a r a su m ujer a la aícoba. Y aquel estado fué avanzando. L le g ó la degeneración, ía idiotez, e l no saber hablar y dejar d e conocer a las per­ sonas. Entonces N iev e s llamó al médico, p ero é s te lo atribuyó todo a «P ecad illos d e la juventud: un reblandecim iento de la m édula.» E lla no s e atrevió a d ecir la verdad. P e ro suprimió el tratamiento. Quiso hacerle eliminar aquellas substancias que le había dado; le hizo tomar contravenenos para des* intoxicarle. T o d o había sido en vano, Juanito no salía d e su estado de Idiotez. Su organismo estaba destruido, su cerebro destrozado. Asustada d e su obra N ie v e s había vu elto a v e r brujas y charlatanes que lo libraran de lo s m aleficios, p ero éstos fueron tan impotentes como los m édicos que le inyectaben hidrai^irios. Juaníto estaba perdido.

C om o último recurro N iev e s había llega d o a llamar a su casa a la mujer que tanto había amado Juanito y que ella tanto aborrecía; p e ro é l idiota no la reconoció tampoco. — A q n í me tle n e s ^ a c a b ó — al lad o de este hombre en el que y a no viven más que lo s instintos animales: L a comi* da, la bebida, la voluptuosidad. Es para lo único que recobra energías; me hace obedecerlo, y tal v e z un día, como castigo o expiación, m e ahogará entre sus manos. N icolasa s e sentía conmovida. — E n víalo a una casa d e salud— aconsejó. . — N o puedü— ¿ P o r qué? — M i sufrimiento de aguantarlo y de cuidarlo m e parece que aminora mi falta. — ¿ L e amas aún? — N o ... M e repugna. H ubo un momento de silencio. — ¿Para qué me has hecho venir?—preguntó con dulzura la amiga. • - Y a t e lo he dicho. —¿ Y comprendes ahora que debo irme? - S í. L as dos se acercaron al idiota, que con los ojos cerra­ dos s e m ecía en su butacón d e Viena. El in feliz se levantó enardecido al sentir la mano d e su mujer posarse sobre su frente. — ¡P e ro Juanito, Juanitol— dijo N icolasa— . ¿S erá v e r ­ dad que no m e conoce usted? E l idiota la m iró largainente, y con una voz que parecía sacar muy de su fon do respondió, con sonido inarmónico. -N o — ¿N o s e acuerda d e M adrid, de Ricardo, d e C elia?

E l parecía buscar algo, p ero al fin se desplornó en su butaca repitiendo: -“ No. Las dos mujeres se miraron. C a yeron una en brazos de la o tra y se besaron con efusión. A las pocas horas N icolasa salía para M adrid. N o quería ser s evera con su amiga» p e ro no quería perm anecer allí aceptando una complicidad. E lla s e decía que no tenía derecho a condenar a N ieves. En su vida casta, bien centrada, sólida, sin pasiones, no había tenido entrada la superstición. E ra \ & terrib le su­ perstición que dominaba a muchas mujeres. Sin duda esJs* tían muchos casos semejantes a aquel. L a mujer ignorante, enamorada« era un p eligro para e l hombre. Debían las autoridades perseguir a todas esas barajeras, sonámbulas, brujas d e oficip. ^ Y o ias quemaba com o.en la Inquisición se decía, in­ dignada, Nicolasa. Y luego, com o para disculpar a la amiga desdichada, a la que tanto quería y d e la que había de separarse para siem­ pre« repetía: ^ N o e s suya la culpa, es la fatalidad. L a herencia de la bruja.

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