Elisa empujó la puerta del palco y apartó la cortina. El salón del teatro Real presentaba ese lánguido aspecto de desanimación que toma durante el descanso.
Los palcos, casi desiertos, albergaban escasas parejas. Las máscaras decentes, las que sólo iban allí para ver, se retiraban a la primera campanada del descanso, con pena mal disimulada muchas, y las que habían de quedarse hasta la orgía de la madrugada, iban precipitadamente al foyer en busca del excitante Champagne o la embriagadora manzanilla. Aroma de vino, olor de alimentos, humo de tabaco y vahos de perfumes se extendían por el salón en poco armónico bouquet. Empezaban a caer las caretas; se veían rostros de mujeres hermosas, sudorosos y fatigados; hombros desnudos, pechos descubiertos, embadurnados de polvos y crema de bismuto. Por todas partes se oían risotadas, palabras malsonantes en labios de mujeres cubiertas de seda y blondas y de hombres con frac e irreprochable camisa blanca. Empezaba la borrachera. La gente elegante se esforzaba por aparentar alegría. Muchas mujeres reían de mala gana, pensando en las pesetas que les valdría su risa. Muchos hombres serios se esforzaban en remedar gestos de truhán; parecía que todos deseaban engañarse en una bacanal grosera, fingiendo la espontánea alegría cuyo secreto se llevaron los pueblos sanos y fuertes que se tendían en triclinios de púrpura, coronados de rosas, sin preguntar a un camarero de frac el precio de los vinos de Chipre o de Falerno.
Elisa no tomaba parte en las bromas. No había querido despojarse de la careta y parecía desdeñosa, como si todo aquello no valiera el esfuerzo de fingir una sonrisa. Se levantó con ademán de marcharse.
—¿Adónde vas?—le preguntó una morenita vestida de chula, preparándose a acompañarla.
—No sé. Déjame—repuso ella, displicente, deteniendo con un ademán a su compañera.
—Ven, mala persona—añadió un elegante encanijado sujetándola por los flecos del mantón — ; quédate conmigo y aprovechemos los momentos mientras vuelve el vizconde.
— ¡Quita!
—Ya sabes que soy buen amigo suyo y lo sustituiré bien—añadió él con cinismo, atrayéndola y estampando un beso, con el bigote húmedo de vino, en su brazo. Elisa hizo el movimiento del que hubiera sentido el cuerpo frío de un reptil sobre la piel, y despidiéndose de su interlocutor, escapó corriendo del foyer.
Muchas manos se extendían a detener la ola de lujuria que esparcían sus caderas; un mozalbete besó, al pasar, sus hombros de mármol, y proposiciones obscenas le cerraban el paso. «¡Qué asco de hombres! ¡Siempre lo mismo!...», pensó ella al entrar en el palco.
—Déjala, está furiosa—decía la morenita al barbilindo— porque el vizconde trajo a su mujer y ha tenido que ir á acompañarla a su casa...
—Pero volverá...
— ¡Claro! Pretextó una cena con amigos políticos... ¡Oh! Eso de los amigos políticos-es lo más socorrido que tenéis los hombres.
—Y vosotras la amiga enferma.
—Vuestras mujeres tienen la Novena y las Cuarenta Horas.
—No entres en ese terreno.
—Sí, puedes quejarte; ¡más prudentes que nosotras!... la pobre Elisa no se ha quitado la careta en toda la noche por no disgustar al pillo de Adolfo... Iba hecho un caramelo con la tonta de su mujer; si llego a ser yo le doy un escándalo...
—Y mañana no te hubiese mandado la pensión.
—¿Qué más da? Hay tantos esperando turno...
—Pero no muchos como el vizconde; ocupa una posición social, se debe al prestigio del partido, no hace locuras, no es exigente ni celoso, en cambio de su esplendidez...
Un respetable calvo terció en la conversación, diciendo:
—El vizconde es un amante fiel a su Elisa.
—¡Pero si va siempre detrás de su mujer como un perro faldero!
— ¡Hombre... las conveniencias!...
—Pues mira, chico—siguió la morena con tono autoritario—: para mí esa es la peor de todas las faltas... No comprendo que una mujer como la del vizconde pueda inspirar amor, y francamente, un hombre sometido por la costumbre a acariciar siempre a su señora y acostarse todas las noches en su cama, me parece un repugnante lacayo falto de voluntad.
—¡Qué disparate!—exclamaron los dos hombres a un tiempo.
—Sí, sí, disparate. Vosotros no sois capaces de entenderme, porque no tenéis alma—siguió ella en ese estado de sinceridad noble que provoca el vino antes de llegar a la borrachera—; yo quise a un hombre casado, y digo como los niños: «No lo volveré a hacer.»
Estaba, encantadora con las manilas cruzadas sobre el pecho con ademán infantil.
—¡Qué loca!
—¿Sabéis lo que son los celos de la mujer propia, de lo establecido, de lo consagrado, de lo legal?... No se puede luchar contra eso... Nos buscáis para el placer, y tenemos celos del dolor que reserváis para ellas, y que es el que une las almas. Para la esposa, para la madre de los hijos, vuestro trabajo, vuestra consideración... todo.
—¡Bah!—interrumpió otro joven cito que tenía a una hermosa rubia sobre las rodillas — . A la mujer propia se la soporta, pero no se la ama; sois vosotras, vosotras, alegres como el placer, las que sorbéis nuestra vida con vuestros labios de rosa, las que nos embriagáis, las que nos hacéis infieles a vosotras mismas...
— Sí; pero no vencemos sin lucha; con la esposa no se puede luchar: no nos vence el amor, nos vence la costumbre; yo transijo con el deslumbramiento que pueda producir otra mujer, pero no con la sumisión vulgar a lo establecido... ¡Qué asco!... Se me crispan los nervios.
—Vaya, vaya; hablemos de otra cosa—exclamó inquieto y disgustado el amante de la morenita.
—No hagas caso—repuso el otro—. Rosina se cree libre, artista y espíritu emancipado desde que le sirvió de modelo a un pintor que vive cerca del Rastro.
Resonó una carcajada, se llenaron las copas, y la conversación volvió a vulgarizarse, con sus palabras chabacanas y sus chistes de zarzuela por horas.
Entretanto Elisa se había dejado caer en el diván rojo del antepalco, y se quitó la careta con un suspiro de satisfacción, de bienestar, contenta de verse un momento sola. Del otro lado de la cortina partió un leve rumor y una cabeza de mujer rubia se adelantó entre los pliegues, preguntando:
—¿Quién es?
—¡Cómo! ¿Estás ahí, Lola?
— Sí...
—Te creía en el foyer...
—Como yo a ti...
—Alberto ha ido a acompañar a su mujer a casa; me aburría con las necedades filosóficas de Rosina, que se las da de sentimental y pensadora, y con las tonterías de Ernesto, y me he venido a respirar aquí sola un instante; además, allí se bebe, y no quiero que me encuentre borracha el vizconde... No me emborracho nunca en lunes de Carnaval. ¿Pero y tú?
—Iba con Manolo Huertas; es un sátiro que me repugna; me parece que me va a picar cuando estira su escasa estatura y me habla con los ojillos tan abiertos y la voz débil y chillona... Aproveché la ocasión de que le embromaba una máscara echándoselas de concepcionista y me escapé. Tiene para rato; a todo hombre le encanta una mujer nueva; lo desconocido... Luego le diré que sentí celos y me regalará, para desenojarme, una sortija que me gusta... ¡Oh! ¡Tengo una gana de que pase el Carnaval!...
— ¡También yo!...
—Si tú supieras... Estos días acuden a mi memoria cosas que no quisiera recordar.
—¡Qué extraño, Lola; a, mí me sucede lo mismo! Por eso te decía que no me emborracho jamás en Carnaval. Me da por lo melancólico...
—Yo, sí; bebo, bebo mucho; hasta aturdirme, hasta caerme, hasta no pensar...
—A mí el vino me excita la memoria; lo que recuerdo ahora como pasado, me lo pone presente la embriaguez... No, no puedo beber; sufro mucho; mi historia es muy triste, muy terrible.
—No lo será más que la mía.
— Sí, no lo dudes. ¡Si vieras qué pena me da acordarme del tiempo en que yo era buena, inocente... me arrancaría estos guiñapos, Lola!
—No pienses en eso; ya no tiene remedio; malas no somos; al contrario, mejor que todas esas hipócritas que engañan al mundo con capas de santas.
—Pero créelo; esta vida me molesta. ¡Aguantar tanto títere, tanto asqueroso, tanto imbécil! ¡Si no fuera por mi hijo!
—¿Tienes un niño?
—Sí; un hijo de él; de mi amante; del único que he querido... ¡y yo lo maté! Vamos, Elisa, vamos al foyer... a aturdimos... esa es nuestra vida...
—No, Lola; estás excitada, nerviosa; tranquilízate y cuéntame eso...
—¿Para qué quieres saberlo?
—Para... ¿no tienes fe en mi amistad?
—¡Es tan vulgar lo que podría decirte! —No importa; habla, te lo ruego.
—Escucha... Hija de padres sin fortuna... me educaron para princesa... Me quedé huérfana... sola, pobre, sin saber trabajar... Mi novio era bueno, leal, amante, tuvimos un hijo..
—Sigue, sigue...
—Mi amante era pobre, su familia quería apartarlo de mí; no lo dejaban casarse; su modesto sueldo era para su casa, para su madre y sus hermanas; yo luchaba sola, sola para mi hijo y para mí... Ya ves, una pobre mujer sola y joven... privada de todo... El veía mi miseria y cerraba los ojos; no tenía voluntad para salvar nuestro amor... era un sometido... Yo me cansé al fin... y no quise engañarlo, se lo dije... sin hacer caso de sus lágrimas ni de sus amenazas. ¿Acaso se puede exigir la abdicación de todo goce? Me separé de él... fue un lunes de Carnaval cuando por primera vez entré en nuestro mundo...
—Pues, querida,, tu historia, salvo que yo no he tenido hijos ni conocí a mi madre, es idéntica a la mía...
—No, no; la mía es terrible; aquel pobre muchacho me amaba; tal vez él no conocía la intensidad de su cariño hasta que me perdió... Al salir del baile, el martes, encontré una carta... ¡Se había suicidado el infeliz! Desde entonces este día me oprime el alma; necesito aturdirme, olvidar... ¡es terrible, terrible!... Me parece que me amenaza una desgracia, un castigo... en mi hijo...
—Cálmate, Lola; mi desgracia es aún mayor que la tuya.
—¡Imposible!...
—¡Sí, no lo dudes!...
—¿Qué puede sucederte peor?...
—Yo no me separé del hombre que amaba, me abandonó él... ¡y... vivo!...
Señaló por entre la cortina un alegre grupo que acababa de entrar en el salón, y mostrando a un joven alto, con la chistera de medio lado y la camisa manchada de vino, que llevaba una máscara en cada brazo, dijo:
—¡Míralo! Ese es...
Lola meditó un instante, y luego murmuró, estrechando la mano de su amiga:
—¡Tienes razón; tú eres más desgraciada!... |