Releía las cartas esparcidas sobre la mesa como si deseara fortalecer su ánimo. Al fin, de un día a otro, iba a conocer a la mujer que se las escribió. Sentía miedo é impaciencia a un tiempo mismo. ¡Era tan hermosa la ilusión!
Más de un año de convivencia espiritual les había unido: desde que él escribió un artículo otoñal, de desesperación resignada, de tristeza infinita. A los pocos días de publicado recibió una carta de mujer, una carta sencilla y dulce, cuya autora sabía penetrar como hábil psicóloga en los repliegues recónditos de su alma y percibir y aquilatar todas las vibraciones de su temperamento de artista.
Ricardo leyó muchas veces la carta antes de contestarla, con el miedo de sufrir una equivocación; la analizó frase a frase; la sencillez, la afabilidad, la franqueza de la desconocida le cautivaban más cada vez. Su vanidad de hombre y de artista se sentía halagada a la par. «iQué raro es—pensaba—que entre los millares de personas que nos leen, haya una que nos comprenda!»
Y le escribió una larga carta de artista... Según la pluma corría sobre el papel, la imagen de una mujer soñada surgía de sus puntos, y sin darse cuenta, con el fuego de la inspiración brotaban párrafos apasionados:
«He visto tu alma, la presentía, era la esperada... No me digas quién eres ni cómo te llamas... Te amo.»
Se arrepintió y se acusó de su ligereza después de puesta la carta en el correo y desvanecida la impresión... Pero cuando volvió a recibir nueva misiva, le latía el corazón violentamente. Su desconocida se mantenía digna y admirable en la respuesta. Sabía adivinar el estado de ánimo que dictó su carta y seguirlo en las regiones de luz del sentimiento...
«Tienes razón; no debes saber quién soy... Seré para ti la quimera... Ámame así... Yo también te amo.»
Y la correspondencia continuaba con constancia no interrumpida, pero cada vez con mayor ardor. Ricardo iba rasgando el velo de la quimera con su ansiedad de amante... Su incógnita se llamaba Clotilde, era viuda, joven, inteligente... Todas las demás cualidades se las prestaba su pasión. ¿Qué le importaba no conocerla? ¿Acaso los amantes se conocen jamás? ¿El ser que se ama no es casi siempre el espejo en que nos adoramos a nosotros mismos? La mayor parte de las veces el amado es sólo un triste maniquí, adornado con las cualidades que nos son propias.
Ricardo escribía:
«Te adivino tanto física como moralmente; eres alta, rubia, tu seno es amplío, tu cuello firme... anchas tus caderas... Hay en tus labios rojos el gesto irónico del desdén y las mieles del beso... Tu voz tiene acentos de caricia y notas de tempestad... En tus ojos hay dulzura de pasión y relámpagos amenazantes... Yo te estrecho entre mis brazos con ardor de hombre y con temor de niño... Mí pensamiento olvida tu nombre cristiano v te llama Mi Walkiria.»
Y otras veces:
«Tú encarnas el tipo de la mujer tuerte de que me habla la Biblia. Inspirada como Débora, fuerte como Jael, animosa como Judith... Por ti arde el fuego en la piedra de tu hogar... tú vigilas para que no se apague tu lámpara... sabes hilar el lino y el hilo con tu mano blanca de azucena... y todos te llaman Bienaventurada. ¡Oh! ¡Casta esposa de mis amores! Yo necesito verte. Que un mismo rayo de luna bese nuestras dos frentes... que unidos nos envuelva una misma brisa... En mi hogar no hay calor de besos... me consume en el lecho la soledad... Ven a encender mi lámpara sagrada, ven a llenar de amorcillos nuestra casa... Tengo miedo a la vida sin ti... Tú serás la mujer fuerte
en cuyos brazos dormiré con ternuras de niño enfermo.»
Clotilde no había sido sorda a su llamamiento: su última carta le anunciaba que venciendo innumerables obstáculos correría a su lado bien pronto... antes quizás que se cruzase otra misiva.
El anuncio de su llegada era el despertar del ensueño. La realidad que se acercaba. Con la realidad venían los sufrimientos. Ricardo vivía con su pequeño sueldo de oficinista, algo ampliado por sus gajes de escritor, cuando algún periódico o revista le aceptaba un artículo, para ayudar al sostenimiento de su numerosa familia. Las economías, en el comer y en el mobiliario, se hacían indispensables a fin de no escatimar al vestido su corrección. Y aun así el pobre muchacho no podía alternar en cafés y tertulias y daba la escusa de sus trabajos para mantenerse en el aislamiento forzoso. Le desesperaba la idea de no poder recibir a la que adoraba en su pobre casita, entre su familia, y de no poder envolverla en riquezas tan grandes como las que le prodigaba su espíritu.
Se había fabricado en el amor de aquella mujer todo un mundo... Su Walkiria era el rinconcito de Quimera necesario a su alma. Se había formado el tipo de una mujer bella, fuerte, inteligente y sana. Ricardo ansiaba hallar amor de madre y entereza varonil junto con las caricias de amante y la dulzura femenina.
No recordaba que nunca le hubiese contrariado
nadie ni nadie le hubiese azotado más que su madre... ¡Y era la única que le había querido!
Murió muy joven, y él fue el cabeza de familia, el que tuvo que trabajar para sostener a sus hermanos.
Desde muy temprano gozó de libertad, y se había cansado de ella. La libertad para él envolvía desamor... soledad... El que es amado, el que ama, no es libre jamás... está encadenado dulcemente, pero sometido siempre. Todo lo pregunta, todo lo consulta, todo lo subordina al que ama. Pensaba en el deleite que hay en ser fuerte y obedecer... Le gustaría sentir el choque de otra voluntad contra la voluntad suya, y ser débil, y plegarse y ceder... Proteger y ser protegido... pensar y discutir... aconsejar y recibir consejos. La vida plena que no había tenido hasta entonces.
Todas las mujeres habían sido figulinas débiles y frágiles para él; seres sin voluntad, admiradoras de su figura de dios griego e incapaces de apreciar su inteligencia, sus exquisiteces, la bondad ingénita de su alma.
Absorto en estas meditaciones, un brusco campanillazo le hizo estremecer. La voz del portero, malhumorado de que le hubieran hecho subir tan alto, exclamó:
—Una señora que pregunta por don Ricardo.
Se quedó sin fuerzas para moverse. Momentos después una muchacha zahareña y tosca le entregó una cartulina que sujetaba entre los amoratados
dedos de la mano, sorprendida en la tarea de fregar y mojada aún; «Clotilde».
¡Ella! ¡Ya estaba allí! Con rápida mirada, Ricardo abarcó la situación. ¿Cómo hacerla entrar en aquel pobre cuarto desordenado? La muchacha le miraba curiosa; hubiera querido saber leer para comprender qué decía aquel pedazo de papel que tan agitado ponía al señorito. El ruido de los pies del portero atestiguaba de su impaciencia.
Se levantó y salió al pasillo.
—¿Ha dicho usted que estoy?
— ¡Naturalmente!—respondió el portero con un tono en que parecía sobrentenderse: «Los que no dan propinas no tienen derecho a pedir gollerías.»
Los momentos apremiaban. ¿En dónde citarla? Tuvo una idea que le pareció salvadora.
—Diga usted a esa señora que bajo en seguida; que tenga la bondad de esperarme al fin de la calle... en la plaza próxima...
Aceleradamente se vistió; se volcó el frasquito de esencia sobre el traje, cogió el sombrero, se metió en el bolsillo dos monedas de cinco pesetas y algunas de calderilla, que constituían todo su capital, y salió aceleradamente, tropezando con los muebles, sin hacer caso de lo que le hablaban, asegurándose el reloj en el ojal del chaleco y cepillando el sombrero con la manga. Al cerrar la puerta oyó el chirrido de un balcón que se abría.
Cuando llegó a la calle se detuvo perplejo; no había cogido el paraguas y caía una lluvia torrencial... No era ya cosa de volver a subir: si su desconocida no había ido en coche estaría mojándose y acusándole de un crimen de lesa galantería...
Se caló el sombrero hasta las orejas, encogió el cuerpo para meter el cuello dentro del abrigo, y partió casi corriendo hacía la plaza de Bilbao.
Tuvo un momento de desesperación. Él no conocía a Clotilde, y el chaparrón inesperado había hecho a multitud de mujeres guarecerse en los portales. No se veía ningún coche. ¿Cuál de entre todas aquellas era su amada? ¿En qué acera estaría? Se golpeó el pecho, rabioso de que el corazón no pudiese presentir y conocer.
Empezó a dar la vuelta a la plaza, deteniéndose ante todos los portales. En todas partes rostros extraños, indiferentes, mujeres que no debían ser ella... De pronto la sangre le afluyó a las sienes con extraordinaria violencia; acababa de ver una dama con aspecto de viajera; el tipo perfecto de la encarnación de su ensueño. Un sombrerito verde, redondo y coquetón tapaba mal los rebeldes rizos rubios; su alta estatura, elegante y fuerte, se dibujaba entre ondulosas faldas y largo abrigo flotante; la manita fina y enguantada sostenía un bonito tarjetero. Se respiraba a su lado un perfume caro, de mujer distinguida, que dominaba al tónico olor de tierra mojada.
Se acercó ansioso, trémulo. La dama le miró con ojos que reflejaban la serena tranquilidad de un lago.
—¡Clotilde!,..—balbuceó él.
Y el lago se obscureció en ondulaciones de enojo, al medirlo con la mirada despreciativa de pies a cabeza.
Huyó de allí. Más abajo, otra mujer alta y bonita se ocultaba a medias el rostro entre las blanduras de su boa. Se le acercó temblando.
—Señora, ¿era usted la que me buscaba?
El gesto admirado de la dama no hizo necesario esperar la respuesta. Avergonzado, calado hasta los huesos, escapó y se refugió en el último portal. A su lado había una mujer de regular estatura, gruesa, con marcado olor a dama provinciana, en la que apenas paró mientes. ¿Dónde estaría su Clotilde? Tendió los ojos desesperado por todas partes y acabó por fijarlos en su acompañante. ¡Cielos! A su alrededor había esparcidos los pequeños pedacitos de una carta rota... y eran del papel en que ella le escribía. La miró de reojo tembloroso. No era alta ni baja, ni bonita ni fea; era uno de esos tipos indefinibles, vulgares, adocenados.
Su falda azul marino, corta y con vuelo, descubría un pie mal calzado con botas fuertes de chagrín y ancho tacón; el abrigo, de paño negro y deslucido, se ajustaba al cuerpo y le cubría hasta más arriba de las rodillas; el sombrero, pequeñito y lleno de cintas y plumas multicolores, se acoplaba sobre los aplastados rizos de rubio cenizoso, y un velo de motas muy apretado contra el rostro, le ocultaba hasta el labio superior. ¡Aquella no podía ser Clotilde!
—¡Je... je... je... jil—rió la mujer con risa destemplada, aproximándose.
Y como él quedara estupefacto, añadió, dándole una franca palmada en el hombro:
— ¡Qué cara de bobo tienes!...
El encanto estaba roto.
—¡Clotilde!... ¡Tú!...
—Yo en persona. ¿No me habías conocido?
Ricardo no podía articular palabra.
—Pero ¿qué te pasa? ¿Qué tienes?—siguió ella—. ¿No te gusto? Tú eres tal como yo me había figurado.
Hizo él un supremo esfuerzo.
—No estamos bien aquí... ¿qué hacemos?
Pasaba un coche con la tablilla levantada. Clotilde le llamó con la mano, y corrió hacia él, diciendo:
—Entremos aquí y podremos hablar.
La siguió Ricardo dócilmente, y dijo al cochero:
—Al Parque del Oeste.
Del mismo modo que podía haber dicho a la China o al Perú.
Et vehículo se puso en marcha. Clotilde subió los cristales y se estrechó contra Rafael.
—¿Pero no hablas? ¿Qué te sucede?
—Nada... querida... la emoción... la sorpresa... ¡te he deseado tanto!
—¡Oh! Como yo a ti—repuso ella mirando arrobada la hermosa cabeza, de líneas correctas como
las de un mancebo judío, con su corona de ensortijados rizos.
El no encontraba qué decir.
—iNo puedes figurarte qué esfuerzo me cuesta este viaje... lo que he tenido que mentir para dejar el pueblo cuánto trabajo... cuánto gasto... Todo por ti... por verte...
Se buscó algo entre el corsé, y arrimando a los ojos de Ricardo un retrato amarillento de tres muchachotes rollizos, añadió:
—Mírales; son mis hijos... ¿Ves qué hermosos?... Hay que quererlos mucho, ¿sabes?
Se los acercó a los labios y él besó. Entonces lo estrechó transportada, y volviendo a esconder el retrato entre las telas de su vestido, le tomó la mano y empezó a hablarle con pasión; Ricardo creía que una voz extraña le recitaba párrafos de sus amadas cartas.
Por momentos se iba haciendo cargo de la situación. Ella había encontrado en su figura la realización del sueño, y estaba arrobada en un supremo instante de felicidad. ¿Cómo romper aquel encanto? Se hacía cargo del sufrimiento que causaría, y su alma noble y buena sentía el padecer ajeno.
En cuanto a él, no se daba cuenta exacta de lo que sentía. Cuanto más miraba a Clotilde, la hallaba más aceptable; a pesar de su vulgaridad, no era fea, tenía algo de infantil y de ingenuo en el rostro coloradito y fresco como manzana de la sierra. Comprendía que se necesitaba una diosa en belleza para conservar la altura de su ensueño, y quería sugestionarse para pensar en la hermosura del alma descubierta en la larga correspondencia con aquella mujer, y que según sus teorías idealistas debería bastarle. Pero su ser entero se revelaba estremecido contra su voluntad. Sentía resonar en su oído con crispadura de terror y repugnancia la frase primera oída de aquellos labios, en los que su imaginación acumuló todas las armonías de la natura; los labios que soñó siempre como perfumado nido de besos. «¡Qué cara de bobo tienes!», y la risita imbécil «¡je... je... je... je... ji!.
Y entretanto, su amor no había muerto... abominaba de aquella mujer que tenía al lado, y recordaba a la otra... a la su va... a la de las cartas... Le era imposible unir en un sólo ser a los dos. No podría prescindir de ella; en el loco navio de su fantasía había embarcado mucha alma... El ensueño formaba parte de su vida. ¿Estaría acaso destinado a aborrecer a aquella mujer y adorar su espíritu?
Sumido en estas reflexiones, dejaba pasar el tiempo, y Clotilde seguía a su lado hablánclole, besándole las manos, estrechándose estremecida contra su cuerpo, y molesta, al fin, por su inmovilidad de estatua.
Ricardo bajó el cristal; la bocanada de aire fresco saturado de los pinares cercanos, pareció reanimarlo y darle energía. El campo, hacia aquella parte, tenía un color plomizo, como si retratase
la tonalidad gris del cielo, que formaba extraños cambiantes, dentro siempre de la misma gama.
Batallaba el sol poniente por romper las nubes, y unas veces quedaba vencido, oculto bajo el manto gris-claro con manchas de sombra, y claridades de plata que cubría el azul; otras aparecía mostrando su disco opaco y sin brillo como un espejo de acero, y algunas rielaba vencedor, enviando sus rayos juguetones entre las gasas desgarradas como un riachuelo de movedizas ondas de luz.
Ricardo no pudo más. Hizo una señal y el coche se detuvo.
—¿Adonde quieres que te lleven?—preguntó decidido mientras abría la portezuela.
—¡Cómo! ¡Así! ¿Me dejas?—murmuró ella sorprendida.
—Es preciso, querida; una ocupación Imprescindible... la había olvidado... con el placer de verte... iré a buscarte... Dime dónde quieres ir...
—Donde tú quieras... no había pensado nada...
—Entonces a una fonda... Adiós... querida... adiós... Yo te buscaré...
Clotilde le detuvo aún un momento.
—¡Dame un beso!...
El fue a complacerla, pero la extraña sensación de repugnancia que le embargaba, se sobrepuso a todo... Acercó resignado la mejilla... ¡Y se dejó besar!
Un momento después, Ricardo miraba alejarse tristemente aquel coche, dentro del que sollozaba
la pobre mujer, como si fuera el ataúd donde encerraba sus más queridas esperanzas.
Estaba destinado a correr en pos del ensueño sin realizarlo. Lanzó un suspiro resignado, e inclinando la cabeza emprendió de nuevo el camino de su casa... Su duelo, sin lágrimas, sin gritos... era de una gran amargura... Había muerto una ilusión irrealizable en su alma, y él sabía que el amor perece al primer signo de su fin y que es inútil querer resucitarlo. |