El día 20 de Febrero del año 18.... lució tristemente para los habitantes de la pequeña ciudad de X.... El sol brillaba con todo su esplendor, las aves lanzaban desde el verde ramaje de los árboles sus más melodiosos trinos, y los campos ostentaban su brillante manto de esmeralda, tachonado de preciosas florecillas entre las que dominaba el color rojo de las amapolas y el dorado de las margaritas, que formaban al combinarse, los hermosos colores de sangre y oro que luce nuestra bandera y han sido ostentados con orgullo ante la faz del mundo por las manos de cien héroes, en multitud de gloriosos combates y que solo ahora han podido verse vencidos, no humillados.
Era el día de la partida de los voluntarios, de los que dejaban sus tranquilos hogares y el dulce calor de la familia para ir a combatir en lejanas tierras por el honor y la integridad de la amada patria.
Por eso la alegría de la naturaleza no hallaba eco en los moradores de X... y todos los semblantes se veían tristes, todos los ojos estaban llorosos, siendo imposible que el placer pudiera conmover el alma de las madres, las esposas y las amantes que veían separarse de sus brazos los seres queridos que iban a exponer su vida en los azares de la guerra, los peligros de la larga navegación y las influencias perniciosas del mortífero clima de la Gran Antilla.
Únicamente los voluntarios esperaban con semblante tranquilo la hora de la marcha, ansiosos de derramar su sangre por defender su gloriosa bandera y sintiendo arder en su pecho la llama del entusiasmo patrio, que inmortalizó a los hijos de Sagunto y Numancia; por más que el pesar oprimiese su pecho al abandonar sus familiass, sus amigos, sus afecciones y aquellos encantadores lugares en que se había deslizado su infancia y donde habían aprendido a amar, a rezar y a creer.
El momento de la partida es indescriptible, todas las madres, hermanas, novias, esposas y amigos se acercaron ansiosamente anegadas en lágrimas a estrechar una vez más, que ¡quizás sería la última! a los seres queridos que iban a abandonarlos.
Los gritos, los ayes, las lágrimas, los encargos y las palabras cariñosas e incoherentes se mezclaban y se confundían con los vítores de entusiasmo del pueblo, que aclamaba a los valientes que voluntariamente iban a dar su vida por España, y los acordes de la música que los despedía entonando himnos patrióticos que enardecían su valor.
Entre los numerosos grupos que se formaban llamaba la atención uno que rodeaba a un apuesto joven, alto, moreno, de ardientes ojos negros y facciones enérgicas y varoniles, al que una anciana de blancos cabellos abrazaba repetidamente sin acertar a separarse de él, y le decía con voz entrecortada por los sollozos, mientras colocaba en su pecho el bendito escapulario de la Santa Virgen del Carmelo.
—Madre mía, ampara á mi Enrique, al hijo de mis entrañas y líbralo de todo peligro.
El joven la besaba con cariño haciendo esfuerzos por ocultar su emoción, mientras sus ojos buscaban apasionadamente los de su prometida que cerca de ellos lloraba con desconsuelo.
El sonido de la campanilla que anunciaba la marcha del tren puso fin a estas desgarradoras escenas y Enrique y los demás voluntarios se apartaron de los brazos que los aprisionaban, yendo a ocupar su sitio en los vagones, desde cuyas ventanillas contestaban con efusión a las ultimas despedidas de sus amigos y familias, y al entusiasta grito de ¡Viva España! que brotaba de todos los corazones, mientras el tren emprendía su majestuosa marcha, lanzando un negro penacho de humo que poco a poco iba elevándose por el aire para no tardar en desvanecerse y perderse para siempre, a semejanza de todas las glorias humanas
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Cerca de tres años han trascurrido desde las anteriores escenas. La prensa hacia llegar a todas partes las noticias de las desgracias que sobre nuestras tropas pesaban, todos los hogares estaban cubiertos de luto por la pérdida de los que allende los mares daban su vida por España, no vencidos en un combate leai, sino sacrificados por traidoras emboscadas sin poder combatir las nocivas influencias del clima y sin poder sofocar la rebelión que alentaba una Nación que al alzarse contra España se asemejaba a Nerón abriendo las entrañas de Agripina o a la víbora de la fábula que mordió el pecho del que le había dado la vida.
Entre tanto el pueblo español, el descendiente de Pelayo, Ramiro, Rodrigo Díaz, Gonzalo de Córdoba y tantos héroes como ilustran con su nombre los preclaros fastos de nuestra gloriosa historia, veía con indiferencia nuestras derrotas y la paz que coronó nuestras desgracias.
Los vapores de la Compañía Trasatlántica fueron los encargados de traer otra vez a la Península a los soldados que venían extenuados y moribundos, y muchos de los cuales sucumbían durante la larga travesía.
Cualquiera que hubiese contemplado en el tren de Santander a X.... a nuestro conocido Enrique, le hubiese costado trabajo reconocer al apuesto mancebo que vimos en la estación en aquel hombre enflaquecido, demacrado y que parecía un anciano a no ser por el fulgor que iluminaba sus hermosos ojos negros, rodeados de un círculo azulado.
La llegada del tren al andén fue la primera decepción que les aguardaba, la más completa soledad reinaba en él, ni amigos, ni familia habían ido a recibirlos, solo los miembros de la benéfica asociación de la Cruz Roja los esperaban solícitos para prestarles los auxilios y los consuelos de la Caridad, que con tanto heroísmo han prodigado a las tropas, lo mismo en el campo de batalla que en los Sanatorios y Hospitales, probando que son dignos de ostentar en su pecho la gloriosa insignia de los cristianos, que el Mártir del Calvario enrojeció con su bendita sangre.
Enrique no quiso aceptar auxilio alguno, la alegría de hallarse tan cerca de los seres que amaba, le daba fuerzas, recordaba su pequeña casita, su limpio lecho, las caricias de su madre, el amor de su prometida que le jurara eterna felicidad, y con el corazón henchido de esperanza apresuraba el paso, ansiando reunirse pronto a ellas.
A medida que se acercaba al pueblo su corazón latía violentamente, aquellas risueñas huertas, aquellas altas montañas, aquellas blancas casitas testigos de su niñez y de sus ilusiones, conmovían su alma llenándola de una vaga y dulce melancolía.
Al fin divisó su casa, la ventana donde su madre lo esperaba por las tardes, el banco donde estudiaba sus lecciones de niño bajo el emparrado, el estanque en cuyas orillas descansaba del paseo, al lado de su amada Todo, todo, estaba como él lo dejó, pero su madre no salía a recibirlo, su prometida no lo esperaba y las personas que pasaban por su lado lo miraban con extrañeza.
Un vago terror se iba apoderando del alma del joven, y cuando al fin pisó el umbral de aquella pequeña casita cuyo recuerdo lo había alentado en los combates, la voz se anudó en su garganta al verla ocupada por personas extrañas por las que supo, lleno de desesperación, que su madre había bajado a la tumba sin que él hubiese tenido el consuelo de cerrar sus ojos, recibir su último aliento y depositar un cariñoso beso sobre su yerta frente.
Este golpe que destrozó su corazón, hizo acudir las lágrimas a sus ojos y el valiente joven prorrumpió en amargos sollozos
En medio de su dolor un consuelo llegaba a su alma; su prometida.
Solo ella le quedaba, él no había pensado ni un momento en que hubiese podido dejar de amarlo a pesar del tiempo transcurrido, él no comprendía que hubiese podido olvidar sus paseos solitarios, sus entrevistas, los breves momentos pasados a hurtadillas en la reja y las protestas y juramentos que le prodigara el día de su partida.
Apenas pudo recobrar el uso de la palabra su nombre fue el primero que acudió a sus labios y le pareció que una hoja de acero penetraba en su alma, y que su cerebro calenturiento sentía escapársele la razón, al oir de boca de los que le rodeaban la noticia de su casamiento.
Sus ojos se abrieron desmesuradamente, se llevó las manos al pecho, vaciló un momento y cayó, como cae la robusta encina sobre la que descarga una chispa eléctrica.
Los moradores de su antigua casa se apresuraron á socorrerlo y en una improvisada camilla lo condujeron al Sanatorio de La Cruz Roja, donde le prodigaron los auxilios necesarios.
***
Ocho días después, salía del Sanatorio un modesto cortejo que conducía al cementerio el cadáver de Enrique uno de tantos héroes anónimos que olvidados y obscurecidos han dado su sangre, su felicidad y su existencia por el honor de España.
¡Dichosos ellos que al sacrificar su vida en aras de su amor patrio pueden hacerse un sudario de nuestra gloriosa bandera y recibir las bendiciones de la posteridad!
¡Desgraciados los que aparezcan ante la luz de la Historia cubiertos por las sombras que ennegrecen las figuras de Perpenna, D. Opas y D. Julián! |