Carmen de Burgos y Seguí "Colombine" Capítulo 1
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Biografía de Carmen de Burgos y Segui en AlbaLearning | |
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Música: Liszt - La Cloche Sonne |
El artículo 438 |
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I | ||
«El marido que sorprendiendo en adulterio a su mujer matase en el acto a ésta o al adúltero o les causara alguna de las lesiones graves, será castigado con la pena de destierro.» «Si les causara lesiones de segunda clase, quedará libre de pena. Estas reglas son aplicables a los padres, en iguales circunstancias, respecto de sus hijas menores da veintitrés años y sus corruptores, mientras aquéllas viviesen en la casa paterna.» «El beneficio de este artículo no aprovecha, a los que hubieren promovido o facilitado la prostitución de sus mujeres o hijas.» CÓDIGO PENAL I La habitación, con los balcones entornados, las cortinas de yute corridas, ofrecía, en su semiobscuridad, un refugio agradable contra aquel calor que abrasaba las plantas de la vega y marchitaba la lozana floración de los cármenes. Tenía algo aquella salita de esas habitaciones de las colonias tropicales, con el suelo de ladrillo rojo, recién fregado, las paredes muy blancas, sin pensar en el terrible reflejo que el cegador sol de Granada arrancaba de ellas, y los muebles de madera, ligeros, sencillos, blancos y perezosos. Todo el adorno eran jardineras, alcarrazas y jarros con ramos de flores, colocados en las hornacinas, que unían su perfume al fuerte olor de jazmines, madreselva, reseda y albahaca que subía del jardín. —¿Conque es decir que te niegas en absoluto? —dijo una voz de hombre, de tono agudo e imperativo, después de un largo silencio. —Sí—respondió una voz dulce y firme de mujer. —Muy decidida estás... —Mucho... —¿Y si yo te lo exijo? —Será inútil. —Me harás cometer un desacierto. —Peor para ti. —Parece que hay alguien que te ayuda y te sostiene. —No lo necesito. En cinco años de casados ha desaparecido cerca de la tercera parte del capital que me dejaron mis padres. Yo tal vez podría resignarme a sufrir la miseria; pero tengo una hija y no tengo el derecho de arruinarla. No cuentes con mi firma en absoluto para nada. —Parece que me reconvienes como si yo fuese el culpable de que negocios que parecían seguros hubiesen salido mal, contra toda lógica. —No quiero saber nada de eso. No te recrimino; pero no puedo seguir consintiendo especulaciones que la suerte no acompaña. —¿Y crees que vamos a vivir con el mismo pie sólo con las rentas? —Me reduciré todo lo que sea preciso... Pero nada más que lo que sea preciso, ¿entiendes? —¿Y vas a negarme los medios de recuperar lo perdido, de volver a rehacer nuestra fortuna? —Evito que la perdamos por completo. —Piensa lo que haces. —Lo tengo pensado. —Entonces, como yo no me puedo resignar a vivir en Granada, como un buen Juan que vive del dinero de su mujer, sin trabajar, cosa que no he hecho nunca, pues siempre he tratado de aumentar el capital, con buena o mala suerte, nos iremos de aquí. —Puedes irte cuando gustes. —Tú me seguirás. —¿Y si no quiero? —Te obligaré. Tú olvidas que yo soy el marido, el hombre. Tengo el derecho de administrar los bienes y de elegir el domicilio que me acomode. —No quiero salir de Granada. —¿Qué tienes, que te atrae tanto en ella? —Que no quiero verme sola, a merced tuya, en tierra extraña. —¡Linda respuesta! ¡Sola estando con tu marido! Estás obligada a seguirme, y me seguirás. —¡No quiero! ¡No quiero!... A pesar do los esfuerzos para conservar la entereza la voz de la joven, mojada en lágrimas, se estrangulaba en la garganta. El marido se puso de pie, dió algunos paseos por la estancia, se aproximó a la ventana y la abrió con un movimiento nervioso. Era un hombre muy alto, regular de carnes, de color moreno, con el cabello negro alisado en torno de la frente ancha; la nariz prominente, los labios groseros, un bigote poblado, con las largas guías hacia arriba, y unos ojos grises, indecisos, rodeados de un halo morado, donde se marcaban esas hinchazones y esas arrugas que graban las orgías y el cansancio de los placeres. Era un tipo de hombre guapo y buen mozo, capaz de inspirar ardientes pasiones a mujeres vulgares, pero antipático, repulsivo, con su aire de petulancia y degeneración, para un espíritu un poco delicado. Ella era una mujercita de estatura regular, de formas finas, redondeadas y graciosas, con esa gracia un poco felina de las mujeres de Granada, todas ritmo y ondulación. La línea de los hombros era perfecta y unía, por medio de una garganta firme y torneada, el busto a la cabeza de cabellos castaños y ondeados. La tez tenía ese tono pálido y ardiente de las morenas-blancas; el rostro, de la misma suavidad de líneas, ofrecía un aspecto de la cándida pureza humana de las vírgenes de los primitivos italianos. Tenía los labios muy rojos, en corazón, gordezuelos y jugosos, y los ojos grandes, pardos, llenos de luz, con las pestañas espesas, arqueadas, sombreándolos intensamente y velando la luz, que se escapaba en un chispear luminoso de puntitos de oro de sus pupilas. La ligera bata blanca, escotada, que se rosaba con el transparente de su carne, permitía admirar el cuerpo armónico y juvenil. í¡ Él se paró frente a ella, la contempló larga rato en silencio, sin conmoverse por su belleza, y al fin, cuando creyó haberla sugestionado lo bastante, al verla temblorosa y sin atreverse a levantar los ojos, dijo: —Piensa bien lo que haces, María de las Angustias. —Lo tengo pensado, Alfredo. —Entonces yo sé lo que he de hacer. Hay que vender los muebles... La niña se quedará en un colegio... Nosotros saldremos para Madrid. —Yo no me separo de mi hija. —Es indispensable. Yo no la puedo exponer a las vicisitudes de la suerte que vamos a experimentar nosotros. —Pero yo no rae conformo con todo eso... Tenemos para vivir bien y tranquilos aquí. —Es una apreciación tuya. —No dejaré que me quites mi hija... —No es quitártela. Soy el hombre, el marido, el padre, y tengo el derecho de educarla como me plazca. —Pero yo no puedo consentir esto... Has pisado en mí a la mujer... Bien lo sabes... Me has herido en todas mis delicadezas... me has hecho sufrir... Me has maltratado... Pero no consentiré que me separes de mi hija ni que la arruines... Pediré el divorcio... Acudiré a los Tribunales... El soltó una carcajada. —¡Pobrecilla! ¡El divorcio! ¿Qué puedes alegar contra mí? —Tú lo sabes, tú lo sabes... Malos tratos..., borracheras..., queridas. —No seas niña. Nadie es capaz de atestiguar nada de eso. Soy un buen marido que no hace ni más ni menos que lo que hacen los demás hombres en mi caso. —No quiero vivir contigo. —Pues vivirás, quieras que no... —Prefiero que me mates. Ella se levantó, loca de ira, y se abalanzó hacia él, murmurando frases de indignación. Él la sujetó con fuerza, sin perder la calma. —No, hija mía. Tú quisieras una escena violenta. Que yo te hiciese daño... Algo que justificara tus quejas... No soy tan tonto... Me marcho y te dejo que pienses con serenidad lo quete conviene. Si quieres tenerme a tu lado y administrar tus rentas, estoy conforme. Me someto a tu voluntad en castigo de haber cargado con una mujer rica y ñoña, como tú eres, habiendo tantas mujeres interesantes. —¿Eso más? Él siguió, sin hacer caso de la interrupción: —Si quieres tener un rasgo de cordura, dame la firma que te pido para vender el cortijo de la Vega... Con ese dinero emprenderé el negocio de la uva en Londres; ya te he explicado lo seguro que es... Puedes venir conmigo. —¡Oh, no!—exclamó ella con terror—No he olvidado los otros viajes. —Que hubiesen sido deliciosos sin tus tonterías de provinciana, de mujer sin cultura y sin distinción... ¡Después de todo, no es culpa tuya! Si quieres, te quedas aquí... Tengo confianza en ti. Pero esto es la separación. —¿Tardarías mucho en volver? —Mucho. Aquello, una vez comenzado, no sa puede dejar. Haría alguna que otra escapadilla, por verte... Ya sabes que, a pesar de todo, te quiero... No hay otra como tú para mí... Intentó acariciarla y ella retrocedió. —¿Me guardas rencor? —No, no es eso... ¿De modo que tú vivirías en Londres y yo aquí? —Sí. —¿Y... Y... me dejarías tranquila? —Si tú lo deseas... —Prométemelo... —Te lo prometo. Ella meditó. —Alfredo, tengo tanto deseo de tranquilidad, que te daría esa firma si supiera que me cumplías esto... Pero no te creo... —Te juro cumplirlo, ya que tanto te pesa tenerme a tu lado. —Tú sabes que después de lo sucedido entre nosotros, yo no te puedo amar. —Bueno. Hagamos el trato de la separación amistosa. —¿Y no pedirás luego el sacrificio de otra finca? —¡Te juro, también, que no! —¿Y será cierto que te vas? —No lo dudes. —Entonces..., entonces... Tal vez me atreva a comprar mi tranquilidad... de esta manera. —Pues firma, y no te molesto más. —No. Ahora no. Déjame pensarlo... Vete... Hasta mañana. Alfredo tuvo una sonrisa de triunfo y salió de la estancia. María de las Angustias se dejó caer de nuevo en la mecedora, y tapándose el rostro con las manos, pequeñas y ensortijadas, exclamó con desesperación: — ¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué no he de poder yo romper este lazo? |
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