Sola, en la elegante habitación del hotel, se revolvía en el lecho, sin poderse dormir. Sus carnes producían rumor de raso al rozar contra las sábanas, y los encajes se quebraban a su contacto con acento de caricia.
Apretó el botón de la luz eléctrica y paseó una mirada investigadora por el cuarto. La cama se retrataba en la gran luna del armario, con su regia magnificencia. Sobre la chimenea jarrones de flores; en todas partes juguetes y bibelots; el tocador lleno de frascos y cajas de perfumes; los muebles rientes: chaise-longue, butaquitas coquetas, alfombras muelles y cojines. ¡Qué distante estaba aquella habitación de su severa alcoba de Madrid! Recordábala con su enorme lecho de nogal, sus sábanas planchadas, la colcha modesta, las escasas sillas y el reclinatorio de terciopelo. No había más muebles que esos y la mesa de noche con la botella del agua y el libro de devociones. Siempre, al tender la mirada en torno, halló los cuadros de
mártires, de santos, la cara sufriente de una Dolorosa o las llagas de un Crucificado. Ahora era su propia imagen la que se le ofrecía en los espejos múltiples.
Se alzó en el lecho, y dirigió la vista a la luna más próxima. ¿Era tan hermosa como se contemplaba? ¡Hacía tanto tiempo que no reparaba en su belleza! Suelto el negro cabello sobre los hombros, encendidas las mejillas, rojos los labios, brillantes las pupilas bajo su cortinaje de negras pestañas, con el seno amplío, la garganta firme y los brazos morenos, la luz arrancaba a sus carnes tonalidades plateadas. Por un momento sintió admiración, ternura hacia su pobre cuerpo, descuidado en prematura vejez, y estrechando dulcemente sus senos, bajó la cabeza y se besó los brazos...
¿Qué hacía? Dudó un momento. Después echóse atrás y saltó resuelta al suelo, para acercarse al espejo.
Se contempló con satisfacción. Sí; era hermosa, espléndida, y aun lo parecería más si vistiera como las mujeres parisienses, con las ropas aquellas que veía en los grandes almacenes. Su camisa de tejido tosco y sin encajes, su ropa interna sin coquetería, sus trajes de severo corte y de tela negra, sus cabellos ajustados a la cabeza, todo contribuía a ocultar su belleza natural.
El frío la estremeció y la oleada de los poros espeluznados rizó su piel. Rápidamente volvió a hundirse en el lecho, tapándose toda la cabeza,
para dormir... ¡Imposible! Algo extraño le sucedía...
Hacía un mes que estaba en París: al principio frecuentó las iglesias, las instituciones de caridad, puesto que el objeto de su viaje era estudiar su organización para emprender una obra piadosa en España.
Por primera vez se confesó que ese había sido el pretexto. Se engañó a sí misma con el ansia de viajar, de verse libre unos días. Su confesor de buena gana se hubiese opuesto; le habló del centro de corrupción en que iba a respirar... Tal vez tuvo razón... Desde que estaba allí era otra; ya había ido a todos los teatros, a todas las fiestas, animada por la seguridad de no ser conocida y ansiosa de contemplar toda aquella vida plena, que no presentía siquiera.
Aquella noche estuvo en la taberna Olimpia. Un lugar de pecado, donde la tolerancia parisién permite ir a las damas de buena sociedad. Jamás había visto tan a las claras la venta de mujeres y el comercio del amor... Veía a las grandes cocottes, triunfantes en su impudicia, arrastrar las largas colas de sus vestidos de gasa entre las mesas, a cuyo alrededor fumaban los hombres en espera de la que hiciese latir sus nervios. Ella las miraba altivas y alegres, jugando con los largos boas de plumas, cargadas de rizos, de encajes, de pieles y dijes, envueltas en velos flotantes, entre nubes de perfumes, con sus siluetas finas y ligeras... Y de
pronto un hombre las llamaba; se cambiaban algunas frases serias; era el contrato, el convenio de los luises que había ele costar su amor... En seguida, o ella se alejaba o venía a sentarse a su lado. Empezaba la cena, las frases dulces, el arrullo de tórtolos... Adelina sentía enrojecer sus mejillas al choque de las miradas entrecruzadas que sorprendía.
Ahora lo recordaba todo, lo evocaba todo en su pobre lecho solitario... Aquellas mujeres vivían, gozaban; era el deseo sexual, la vida y la juventud que despertaban en ella imperiosos. ¿Por qué no había de gozar también? La severidad de la religión no se lo impedía desde el momento en que podía pagar a la Iglesia el rescate de su carne con dinero bastante para el culto y las obras piadosas. Madrid estaba lejos, y no había de saberse nada, Ella también quería vestirse como aquellas mujeres, pasear por el bulevar, oír requiebros, que la hallaran hermosa... y que la besaran.
***
Al día siguiente gastó algunos miles de francos en su equipo. La calle de la Paix y los grandes almacenes del Louvre proveyeron a todos los caprichos de su exaltada fantasía: camisas de seda y encaje, calzoncillos llenos de lazos, faldas froufrouantes, trajes provocativos, lindos deshabillés, abrigos, manguitos, pieles, guantes perfumados,
botitas de alto tacón, pañuelos, esencias, velos, postizos. Un verdadero equipo de cocotte.
Después del baño, cuando cubrió el cuerpo con las ropas nuevas y los perfumes recién comprados, cuando el peluquero transformó su cabeza de severas líneas y el corsé de moda cambió la silueta de su cuerpo, acudió a mirarse al espejo. ¡No se conocía! Sus treinta y cinco años quedaban en veinte, cuando su atavío descuidado la había hecho pasar de los cuarenta. Así vestida, era una mujer distinta.
En cuanto obscureció se lanzó a la calle; recorría la acera del bulevard de Montmartre con paso tardo, despacio, como había visto hacer a Jas cocottes. Le parecía que tardaban en acercársele. ¿Acaso no estaría bella? Pronto un caballero grueso se puso a su lado, la sonrió de un modo malicioso y le hizo un signo con la cabeza. Adelina se sintió indignada, le miró con altivez y apretó el paso, ¿Por quién la habría tomado? Pero a los pocos minutos la risa acudió a sus labios. ¡Qué tonta! ¿No iba precisamente buscando eso?... Es que había tenido mala suerte. ¡Era tan feo aquel pobre hombre!
Siguió su paseo, y sobre poco más o menos la escena se repitió varias veces... Estaba visto que no servía para cocotte. No podría, jamás hablar asi en medio de la rue con el primer advenedizo que se le acercase... Un cartel grande anunciaba baile en Wagram. Iría allí a ver qué era aquello.
Sola, sentada en una platea, contemplaba el espectáculo que ofrecía el vasto salón de Wagram. Era un baile del pueblo; allí no estaban las grandes cocottes de Olimpia y su atavío llamaba la atención de los soldados y burguesitas que bailaban alegremente. Sin duda, su lujo imponía respeto, porque nadie se le acercaba.
Adelina miraba con algo de envidia y de desdén a un tiempo la franca alegría de las muchachas, la despreocupación de todas aquellas gentes, que se entregaban a la danza con ademanes y saltos grotescos, de una espontaneidad tan franca, que recordaba el placer de los irracionales.
De pronto, en medio de una mazurca, las luces se apagaron como por encanto, y la orquesta siguió sin interrupción la tocata.
Hubo un aullido salvaje en el salón, después un silencio completo. De la masa, que se agitaba en la obscuridad, salían gritos sordos, suspiros, besos...
Los nervios de Adelina parecían querer romperse... ¿Asco? ¿Deseo? No hubiera podido decirlo.
Cuando la luz se encendió de nuevo, muchas parejas estaban tiradas por el suelo, las muchachas se arreglaban riendo los vestidos en desorden y los hombres se esforzaban por tomar su apariencia de personas graves.
Un joven, parado cerca de su platea, la miraba atentamente... Adelina puso en sus pintados labios una risa de cocotte, y cuando el mancebo atraído por ella se acercó, apresuróse a levantarse y entrar con él en la sala... le gustaba oír sus requiebros, que le hablara de amor... que sus manos ardorosas oprimieran la suya... ¿No era eso lo que
buscaba?... Cuando la música cesó se sentaron cerca de una mesilla, y su compañero le ofreció cerveza y cigarros ¡No sabía fumar! Hizo un esfuerzo por alternar con él, sin poder conseguirlo. Su familiaridad la hería. Hubiera querido que la respetase, que supiera que era una mujer honrada, superior a aquellas pobres muchachas.
Preludió de nuevo la música y se lanzaron otra vez al baile.
Oprimió con fuerza contra su pecho a su compañero, apretó los labios contra los labios suyos y se deslizó con rapidez vertiginosa; sin dejarlo moverse, sin que fuese dueño de pasear una mano sobre su cuerpo; ahogándolo con su aliento en la furia de un torbellino; como si las risas, los gritos y los besos que oía, la envolviesen en ráfaga de huracán.
Al acabarse el baile, ya no podía más y cayó desvanecida en el suelo.
Le parecía que el salón, con todos los bailarines, giraba alrededor de ella; que la orquesta preludiaba una música de armonía infinita, que su cuerpo estaba envuelto en una caricia tibia de aliento... El pensamiento dormía y la materia era feliz.
Todo pasó pronto. Varias manos se tendían a levantarla; su ropa en desorden enseñaba los tesoros de su cuerpo; su compañero, encendido de deseo, se inclinaba sobre ella... y todos le miraban con envidia, pensando que su caída obedeció a otras causas.
Se sintió avergonzada. El pensamiento volvía a robarle la dicha. Vivamente se alzó e hizo ademán de dirigirse a la puerta. Se le tendían muchos brazos y escuchaba palabras groseras: « Madame... a votre chambre... J'ai de la argent.»
Volvió a cogerse del brazo de su compañero, que la contemplaba admirado, y le habló con voz triste... Le dijo que era una gran señora, una mujer honrada, respetable... Una caprichosa que deseaba conocer aquel medio, e invocó su galantería.
La noche transcurrió triste; la conversación seria les impedía disfrutar de los encantos de la fiesta; el joven, cohibido por el respeto, se aburría visiblemente, y ella, lánguida, cansada, envidiosa de las alegres risas de las muchachuelas, decidió marcharse pronto.
Cuando estuvo dentro del coche que había deconducirla al hotel, exclamó con rabia:
—Está visto, no podré dejar nunca de ser honrada.
Y se acurrucó llorando en uno de los ángulos.
***
Retrocedió sorprendida al entrar en su habitación.
Luisito, el amigo íntimo de su hijo, estaba allí. Por un momento olvidó todo cuanto la rodeaba,
para pedir nuevas de Madrid.
Luisito había llegado aquella misma tarde, y a pesar de lo avanzado de la hora, no había querido dejar de verla y la había esperado. Bien hecho. Ella le hizo sentar. Era un jovencito de unos veintidós años, seis más que el hijo de Adelina, y de una figura interesante, alto, delgado, pálido, con ojeras violeta alrededor de los ojos, como hombre que ha vivido mucho, en contraste con los labios puros de adolescente, que descubrían al sonreír unos clientes pequeñitos y blancos, con blancor de leche.
Adelina reparaba por primera vez en estas bellezas, y miraba con algo de arrobamiento la frente ancha y pálida del mancebo, que lucía bajo los cabellos negros con serena majestad de azucena.
—Vamos a cenar juntos—le dijo.
—Señora, es tarde—balbuceó el mancebo.
—¿Tarde? En París se empieza a vivir ahora.
Y como animada de una idea súbita, se cogió de su brazo, diciendo:
—Cenaremos fuera de aquí. ¿Conoces esto?
—Sí; estuve el año pasado, pero los sitios que yo frecuentaba no son para usted.
—¿Por qué no? Llévame a ellos... lo deseo. Y se apoyaba con fuerza, haciéndole estremecer al tacto de su cuerpo y el vaho de sus perfumes.
***
Aquella noche no volvieron al hotel. Habían ido a refugiarse en una casa de amor después de la cena. Adelina, contenta de haber encentrado ternuras de amante con respetos de niño; él, aturdido por la posesión de aquella mujer, y agobiado por lo raro de la situación, como si padeciera un ensueño.
Pasaba el tiempo, y Adelina retrasaba el de su vuelta a Madrid, absorta en la pasión poderosa de Luis. Se rejuvenecía para amarle como una chiquilla.
***
Al fin era preciso separarse: su amor y su locura se prolongaban demasiado. Adelina debía volver a España. Desnuda sobre el gran lecho alquilado, medio envuelta en la colcha amarilla, se contemplaba al lado de su amante en el espejo apaisado puesto a lo largo de la cama.
El semblante de Luis tenía la palidez del marfil.
—¿Qué piensas?—preguntó ella pasando su brazo desnudo bajo la cabeza del joven.
—Te vas—respondió él tristemente—; te vas, y el olvido caerá como un velo negro entre nosotros. Cuando te veas en Madrid pensarás que estos tres meses de amor no ha sido más que un sueño.
—¡Loco!
—¿Acaso no tengo razón?—preguntó él con ansias y angustias de verdadero enamorado.
—No; porque yo no sabré ya vivir sin ti.
—Eres una mujer tan distinta... allí yo apenas te recuerdo; pareces otra.
—Claro que no gozaremos de tanta libertad. Habrá que ser prudentes... Pero todo podrá arreglarse... Nuestro amor tendrá el nuevo encanto del misterio.
Y le abrazó contra su pecho, enloqueciéndolo con su aliento, en la pasión desatada de mujer agradecida, cuya juventud se había perdido entre las caricias frías que un marido viejo exigía como obligación y la larga abstinencia de la viudez.
***
Llegó a Madrid cansada, deshecha. Le causaban una impresión penosa su palacio y sus amigos.
Gracias que tuvo la precaución de ponerse el mismo vestido de viaje que sacó de Madrid a su partida. La presidenta de San Francisco, las damas visitadoras, la condesa de Valdecas y la marquesa de San Blas estaban en la estación con su hijo, su administrador, el preceptor y el padre Gabino. Todos la miraron curiosos. La olfatearon, como si desearan hallar en ella el aroma de pecado de la ciudad francesa.
En un momento se encontraba otra vez presa, en su antigua vida. Recordó las teorías de todas aquellas damas. Los perfumes no son propios de mujeres honradas; el lujo es la red de Satanás; los baños sólo son propios de las disolutas... Empezaron a preguntarle por París. ¿Cómo se había detenido tanto? Las miradas de su hijo pesaban sobre ella en este momento. Procuró apagar el brillo de
sus ojos y la expresión graciosa que rejuvenecía su semblante.
—Para ver, para observarlo todo.
El padre Gabino tomó un aspecto grave.
—No debemos profundizar en las llagas que nos contaminan con su pus.
—Claro, de ningún modo—se apresuró a responder Adelina.
Ella se había, apartado con asco de toda la corrupción parisién; ni la conocía ni quería oír hablar de ella... Las Llagas que tocaron sus manos eran las de la pobreza... las que cuidaba el glorioso San Vicente.
Todas la abrazaron conmovidas. ¡Qué alma de cristiana y de española!
***
Se revolvió en el lecho al despertar. ¡Qué grande y qué frío! Tiró del cordón de seda de la campanilla y ordenó a su doncella que le trajese el chocolate. La débil luz de la mañana iluminaba los santos colgados de las paredes, y ella tuvo que esconder los brazos entre las sábanas para ocultar los encajes de su camisa.
Aquello había concluido. Iría a confesar con un cura desconocido que la absolviera, y luego con el padre Gabino. Lavada el alma así en el tribunal de la penítencia; lo pasado era un sueño. Volvería a su vida filantrópica y a sus deberes de madre, a su severa sociedad. De ninguna manera locuras que comprometieran su reputación. El sensualismo, que se despertó con el aroma de pecado de París, dormiría de nuevo en el ambiente señorial de su casa. Todas las ropas de lujo que encerraban los mundos pasarían como dádiva de una pecadora arrepentida, y se destinarían a fines piadosos.
Sólo un punto negro quedaba en su resolución, Luis. ¡La quería tanto! Tenía miedo a la desesperación, al ímpetu del joven; pero al mismo tiempo confiaba en el poder de sugestión que ejercía sobre su espíritu. Ella misma fue al telégrafo para anunciarle su feliz llegada y prohibirle terminantemente que le escribiera, por condiciones especiales que así lo exigían.
***
Habían pasado los meses, y doña Adelina olvidaba las locuras de París en la quietud de su vida edificante. Era como un guerrero que volvía a tomar su armadura y se sentía feliz con su peso.
Aquel día, durante la comida, su hijo lanzó una exclamación de alegría.
—¿Sabes, mamá? Lo había olvidado... Mañana llega de París Luisito.
Palideció ligeramente doña Adelina al responder:
—Es una amistad que no me agrada, y harás bien en alejarte de ella.
—Pero si viene en seguida a verme...- dijo el joven sorprendido.
—Procura no estar en casa.
Intervino el preceptor. Precisamente deseaba hacer con el niño una excursión de arte; el tiempo era espléndido.
La idea fue acogida con gusto, y Adelina se sintió aliviada de un gran peso. Deseaba que la primera visita de Luis no tuviese testigos.
***
—Tenga el señor la bondad de decirme a quién debo anunciar—preguntó a Luis el lacayo que le abrió la puerta.
—A Luis; diga usted que está aquí Luis—exclamó con ímpetu el joven.
Luego, moderando su impaciencia, sacó una tarjeta y la entregó al criado.
Tardó más de un cuarto de hora en volver.
—Tenga el señor la bondad de seguirme.
Le condujo al inmenso salón, y apartando el portier, añadíó:
—La señora vendrá en seguida.
El joven quedó solo. Le latía el corazón con violencia. Hasta entonces había creído necesarios el disimulo y el alejamiento, por el prestigio de la posición que ocupaba Adelina. Al saber que su hijo no estaba en casa, adivinó que lo había alejado para recibirle a solas, ¿Cómo tardaba tanto en venir a echarse en sus brazos? ¡Había él deseado de un modo tan vehemente aquel momento! Creía imposible que aquella mujer, sin ser una pervertida, pudiera olvidar sus besos, sus caricias, todos los goces cuyo recuerdo hacía arder aún su sangre...
Se abrió sin ruido la puerta del salón y apareció la señora de la casa. Luís no la reconoció en el acto; con los cabellos apretados a las sienes, la amplía bata de terciopelo ceñida al talle y los velillos de encaje blanco en torno del cuello y de las mangas, aquella mujer tenía un aspecto tan frío y tan severo, que le helaba la sangre... Parecía un retrato de los que adornaban las paredes del salón. Una figura sin alma que salía de un lienzo.
Dominó la impresión para avanzar dos pasos.
—¡Adelina mía!...
Le detuvo el gesto severo de un brazo que se extendía para apartarlo.
Doña Adelina, esquivando su mirada, exclamó fríamente:
—Siéntese usted, caballero.
Ella tomó asiento en el sofá; él se dejó caer temblando en el filo de una butaca. Formuló en voz alta su pensamiento:
—¿Es esto cierto, Dios mío? ¿Qué pasa? ¿Qué he hecho yo?
Había tal dolor en su acento, que conmovió el corazón de Adelina.
Le miró de frente; nada decía a su alma ni a su sensualidad aquel pobre niño.
Ella había agotado el deseo de placeres de su naturaleza gastada entre sus brazos juveniles; no quedaba ya nada que la atrajese con el encanto de lo desconocido para triunfar de su feroz egoísmo de mujer bien reputada. Pero la desesperación del joven le daba lástima.
Le cogió la mano y le dijo:
—Prudencia y valor, amigo mío; lo pasado es un sueño que no debemos volver a recordar...
—Pero... te amo tanto... ¡Oh! ¡ Es preferible que
me mates!
—No sea usted loco, criatura; tiene usted pocos años, pero abrigo la esperanza de que sabrá ser razonable... Si no se resigna usted se pondrá en ridículo... nadie le creerá... y no volverá usted a verme.
—No, no... yo deseo obedecer... ¡pero un poco de amor!... ¡Por caridad!
—Sí; yo le tengo afecto... pero son las circunstancias... mi vida... lo insuperable... ¿Va usted a hacer que me arrepienta de haber entregado mi afecto a un chiquillo?
El tiro era certero y hábil. Hizo blanco en la vanidad del joven.
—No—dijo enjugándose las lágrimas que corrían de sus ojos—. Estoy dispuesto a dominarme, a probarle a usted que soy un hombre.
—Así seremos amigos... siempre... No recuerde usted nada de París, y podré recibirlo entre mis amistades, invitarlo a mi mesa... será usted amigo de mi hijo... ¿Está conforme?
—Sí, DOÑA ADELINA. ¡Que remedio!
—No esperaba yo menos... Supongo que habrá terminado la carrera.
—En Septiembre.
—Cuente usted con toda mi protección.
—Gracias, señora... a sus pies...
Se retiró aturdido, sin saber qué le pasaba ni qué decía, tropezando con los muebles.
Adelina quedó inmóvil en medio del amplio y sombrío salón; después sonrió satisfecha y murmuró:
—Esto ha terminado mejor y más pronto de lo que yo esperaba... ¡Pobre muchacho! ¡Me ama!
Luego, contemplándose en el espejo, como si la agitara el recuerdo de los días pasados, añadió:
— Si volviera otra vez a París...
Y encogiéndose de hombros con desdén, repuso a su misma pregunta:
—¡Bah! En todo caso no sería ya Luis... ¡Le conozco demasiado! |