Carmen de Burgos y Segui en AlbaLearning

Carmen de Burgos y Seguí
"Colombine"

"Por las ánimas"

Biografía de Carmen de Burgos y Segui en AlbaLearning

 
 
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Música: Liszt - La Cloche Sonne
 
Por las ánimas
 

Había llegado sin saber cómo hasta la estación del Mediodía, después de vagar toda la noche por los desiertos paseos de la Castellana, Recoletos y el Prado.

Sentíase aún la impresión de las sombras barridas por la luz del nuevo día, el ambiente húmedo de la noche, entre el perezoso bostezar de Madrid. Los primeros rayos del sol, con su luz blanca y suave, esclarecían las copas de los árboles del Jardín Botánico y del Salón, haciéndoles brillar con reflejos cristalinos y esa tonalidad de verde tierno que recuerda el amarillo y el blanco, mientras el ramaje obscuro, negruzco, se mantenía envuelto en los desgarrones de la sombra y los troncos parecían las columnas de una loggetta con montera de hojas de cristal. Empezaban a llegar viajeros madrugadores; camiones y carros que paraban junto a la cerrada verja de la estación esperando que fuese hora de abrirla. Un hombre de blusa y pantalón de pana voceaba entre los grupos ofreciendo grotescas cabecitas de cartón: «Toribio, que saca la lengua y menea las orejitas.» Algunos viajeros aburridos compraban la antipática figurilla, la cual, merced a un tosco mecanismo, movía dos cuernecillos y una lengua roja, con el gesto procaz, desvergonzado de los chicuelos que se burlan.

Los trabajadores y hombres del pueblo se agrupaban en torno de una mesilla, cafetería ambulante, donde una buena moza con falda corta de percal y blusa de blancura deslumbradora, despachaba tazas del café o del té hirviente en vasijas colocadas a su derecha. Sobre la mesa la botella de aguardiente, el varrilito de vino, la fuente de buñuelos y de churros ofrecían por cinco o diez céntimos su rica variedad a los compradores. La vendedora, puestos sobre una tabla los pequeños pies para no manchar la albura de sus zapatos, acudía ligera a todas las demandas, incitante con su cabeza lustrosa de rizos negros, los brazos morenos y las caderas redondas y amplias. La manecita regordeta se hundía en el barreño de fregar los vasos, y los agitaba produciendo relampagueos de luces entre sus vidrios y los cristales del agua. Una sensación de frescura se unía a la de limpieza y olor sano, vaho de lienzos fuertes y jabón moreno escapados al cuerpo de jamona espléndida, incitante, acre y fuerte.

De vez en cuando se abría la puerta para facilitar la entrada a alguno de la casa, a algún empleado soñoliento que procuraría hacer pagar al público el malhumor causado por la necesidad de levantarse temprano.

La verja se abrió al fin, salió el ejército de barrenderos con los escobones de ramaje seco, sujetos al extremo de un largo palo, sobre el hombro, y los que esperaban pudieron penetrar en la estación. Aumentó el bullicio: vibrar de alambre, rechinar de ruedas, golpes de los frenos, tintineo de campanillas, voces y gritos poblaban el aire. El cercano ministerio de Fomento abrió sus puertas con el chirriar de goznes enmohecidos propio de todo lo inmovilizado, y los tranvías de Atocha y el Pacífico, los de Embajadores, los cangrejos de la Carrera de San Jerónimo, se cruzaban por todas partes.

Manuel seguía parado junto a la esquina de la verja, mirando sir ver todo aquello, como si su cuerpo sin voluntad estuviera retenido allí por la influencia de la imitación. Una mano que cayó sobre su hombro le produjo un estremecimiento de despertar. Detrás de él un hombre alto, moreno, de ojos dulces y rostro franco, sonreía afectuosamente:

— ¿Qué haces aquí a estas horas?

Manuel quiso responderle, pero ni su cerebro coordinó la idea ni los órganos, tantas horas en reposo, hallaron fuerza para modular el sonido. Su amigo lo miró fijamente: caía el elegante traje gris en descuidados pliegues, como si el cuerpo flácido no tuviese fuerza para sostenerlo; hondas ojeras violeta rodeaban los ojos de azul intenso: el matiz pálido esclarecía el color moreno del rostro; el fino bigote castaño, descuidado, cubría los rasaos fatigados v tristes de la boca correcta y del semblante simpático; un mechón de cabellos revueltos y rebeldes escapaba bajo el sombrero de paja y caía sobre la frente noble acusando la falta de atención en su tocado. Álvaro apreció todos los detalles de un dolor sin ostentaciones, de una desesperación honda, muda, callada, que pretendía dominar.

Le apretó la diestra con interés cariñoso, preguntándole:

— ¿Qué es esto? ¿Qué te pasa?

Fue como un sollozo la voz escapada a la garganta de Manuel; estrechó con presión poderosa la mano de su amigo; se abrió el corazón a la fuente de ternura; ablandóse la rigidez de los músculos contraídos; un rocío de lágrimas iluminó el intenso azul de los ojos, rodeados de círculo violeta, y suspiró apenas:

— ¡Álvaro, amigo mío, soy muy desgraciado!...

La inquietud de un afecto sincero se extendió sobre el semblante de Álvaro.

—Renuncio—dijo—a las cosas que hoy me ocupaban; es preciso que yo sepa lo que te sucede. ¿Dónde quieres que vayamos?

Un encogimiento de hombros fue la respuesta... Álvaro le hizo subir en el tranvía de Atocha, y al llegar a la plaza de Antón Martín, entraron en el café de Zaragoza. La sala, casi desierta, con las persianas caídas y el suelo recién fregado, blancas las mesas, rezumantes de agua las botellas de barro rojo colocadas encima de ellas, ofrecía un aspecto de limpieza y frescura. Dos o tres camareros dormitaban, emperezados por el descanso, jauto al mostrador.

Media hora después, ante las copas llenas de dorada cerveza, entre las mutuas protestas de amistad, vencedoras del pudor de hablar de los afectos íntimos, Manuel daba principio al relato de sus dolores, mientras sus ojos grandes, obscuros y sombríos, miraban distraídos el cristalino burbujeo de las ampollas de espuma que se rompían bulliciosas en la copa.

***

—Sí, amigo mío, sí; la culpa de mi desgracia la tienen las ánimas benditas. ¡No te asombres! Escúchame. Tú sabes cuánto amaba a mi mujer: mi fe absoluta en ella. Yo, Álvaro, creo la fe la condición indispensable del amor. Por eso sin duda las religiones se basan en la fe, en la creencia de lo eterno...

He de decírtelo todo. Los hombres estamos hechos del peor barro, del lodo más impuro... A pesar de mi amor a Amparo... yo tenía una amante...

El sagrado de mis afectos, de mi consideración, de mi aprecio, eran para el hogar, para la esposa... las locuras de la fantasía iban a satisfacerse al lado de la otra, aristócrata, elegante, espiritual. El secreto, la posición social de Matildita (permíteme que oculte su verdadero nombre), su belleza, todo era un encanto para mí. Sentía placer al verla en el mundo rodeada de admiradores, respetada, con pretendientes a su mano; te confesaré que es soltera, hija de un general...

No me creía culpable por tener estos amores; era un rato empleado agradablemente, que en nada perjudicaba a mi esposa... Al contrario, redoblaba mis atenciones para con ella. La infidelidad del marido es siempre provechosa para la mujer, con tal de que ella no lo sepa. EL remordimiento de traicionarla nos hace más tiernos, más amantes; la comparación o el recuerdo encienden la pasión, y luego, amigo mío, la mujer propia, protegida por las leyes y las costumbres, tiene en su favor el elemento principal para dominarnos, el invencible: el hábito. Hasta los más rebeldes caen en la celada, final que la costumbre establece en el matrimonio. Se reposa en la casa de las borrascas pasadas; la mujer que no brinda amor, ofrece paz, y ¡somos tan egoístas!... ¡El egoísmo es la fuente de las virtudes de la humanidad!

Un día, Matilde me exigió que todos los domingos primeros de cada mes fuese a verla a las siete de la mañana en el hotelito alquilado para nuestras citas. Estaba cerca de su casa, pero muy lejos de la mía, en la calle de Don Ramón de la Cruz. Tenía necesidad, para ser galante con Matilde, de levantarme a las cinco de la mañana, dejar el lecho suave, perfumado por la piel de mi esposa, romper la cadena de los brazos de Amparo, sin saber qué responder a sus preguntas acerca de mi intempestiva salida; cruzar tan gran distancia; llegar dormitando en un coche, con el estómago disgustado del ayuno, y encontrarla a ella también lánguida, soñolienta, cansada.

EL pasado domingo, entre bostezo y bostezo, me atreví a preguntarle el por qué de este capricho.

—Cada vez te amo más y deseo aprovechar las ocasiones de verte—respondió.

—También yo—le dije—-, pero podemos elegir otra hora.

— ¡Oh! es que vengo de confesar por las mañanas todos los primeros domingos de mes. Soy Hija de María—objetó con coquetería encantadora, mientras desprendía el velo de la mantilla de encaje ante el espejo, mostrando, al arquear los brazos sobre la cabeza, un talle esbelto y redondo, que no acusaba, seguramente, virginidad.

— ¡De confesar! ¿y después de confesar vienes aquí?—pregunté con asombro.

Revoloteaban las manecitas desenguantadas como dos mariposillas blancas, buscando éntrelos encajes los alfileres que sujetaban el velo. Se detuvieron un instante, y volviendo a medias la cabeza hacia mí, contestó con naturalidad:

— ¿Por qué no? El confesor lo sabe...

Sentí un movimiento de repugnancia hacia aquel cinismo, y un deseo de curiosidad por penetrar en los misterios de una religión con la que siempre fui tolerante por indiferencia.

Matildita acababa de dejar la mantilla sobre una butaca y su cabeza brillaba con la corona de oro de sus trenzas rubias.

La atraje hacia mí.

— ¡Cómo! ¡El confesor sabe esto! ¿Y te lo permite?

—Sí, ya ves... una pasión... no siendo más que una... y sin escándalo... sin mal ejemplo... El padre jesuita sabe que la carne es flaca, débil... ya lo dijo Cristo... y... ¡se hace cargo de todo!...

—Sí, ¿eh?

— ¡Oh! Tú no sabes qué experiencia tienen del mundo esos santos padres jesuitas...

— ¡Ya veo, ya veo!... Pero tu padre nada sabe... le engañas...

— Yo no engaño a mi padre-—dijo con altivez Matilde—; el confesor me ha dado la fórmula de conciliarlo todo.

Mi curiosidad, despierta por aquellos misterios del confesonario, deseaba ya saberlo todo. Aprisioné entre las mías las mane citas blancas que acababan de plegarse ante el altar de las Hijas de María, y con un beso en las uñas rosadas, le pregunté:

— ¿Cómo es eso?

—Muy sencillo... Cuando salgo de casa digo a papá que he de ir a ver a mi tía, a oír misa a San Luis; a comprar a casa de Herce... a varias partes... Ya sabes que vengo aquí... pero también voy a todos los sitios que he indicado... Yo no engaño a mi padre.

— ¿Le cuentas que me has visto?—dije inquieto.

—No, pero le cuento todo lo demás... esto no es un engaño, es una omisión...

— ¡Ya!—exclamé admirado de la sutileza frailuna.

Y como me quedase silencioso, ella añadió con adorable misticismo:

— ¡Dios ve los corazones!... Dios ve que te amo y no puedo hacer otra cosa... Dios ve que me sacrifico para alcanzar el perdón de mi culpa...

Estaba próxima a sollozar. La senté sobre mis rodillas y acariciando sus manos marfileñas le dije con forzado acento de amor:

— Vamos, rica, no me ocultes nada. ¿Qué sacrificio te impones para que el confesor te absuelva?...

Coloreó el rubor su delicada piel de rubia y me dijo:

—Papá me da todos los meses doce duros para alfileres; no es mucho para nuestro círculo... y aun he de dar la mitad a las ánimas benditas.

— ¡Cómo!...

—Sí; todos los meses, al ir a las Hijas de María, llevo las treinta pesetas para las ánimas, al padre... Ya ves, rico, es justo... Puesto que Dios misericordioso nos perdona por su intercesión... debemos hacer algo por corresponder a su bondad... por el culto... por las pobres ánimas...

La aparté suavemente de mí. Ella, sin fijarse prosiguió:

—Mi sacrificio es relativamente pequeño, mi falta no es grande... Soy libre... soltera... ¡Oh! Si tú vieras las casadas, las que engañan a los maridos... esas no tienen bastante con lo que pueden economizar de su toilette... necesitan pedir dinero al amante... y hasta al marido mismo...

¿Qué sentí? No sé explicarlo aún. Repugnancia, asco, desprecio de aquella comedia en que la astucia y la ignorancia legitiman el vicio. Pretexté el mal estado de salud y me despedí de Matilde.

Al llegar a mi casa pregunté a Rosina, la doncella, por Amparo.

— La señora ha ido a los Luises, para comulgar con la congregación del Sagrado Corazón. —me contestó.

Sentí como un latigazo frío en la médula. ¡Mi mujer también iba todos los meses a comulgar en una iglesia de jesuitas! Sin saber por qué, pensaba en la inocencia del padre de Matilde y me sentí molesto...

Entré en el tocador de Amparo; cada minuto de espera se me hacía más angustioso. ¡Tardaba demasiado! Al fin escuché el ruido del coche en el patio, un ligero cuchicheo y el frou-frou de una falda de seda sobre la alfombra.

Amparo pareció sorprendida al verme allí, ¡Era natural! ¡No tenía costumbre de que viniese tan temprano!... Yo era un infame que arrojaba sobre ella el reflejo de mi propia culpa. No tenía derecho a sospechar de la casta compañera de mi vida.

La estreché entre mis brazos; estaba algo pálida de la madrugada y el ayuno, y (preciso es confesarlo) me pareció más bonita que nunca, quizás por el vago temor de perderla. Se colocó delante del espejo y se quitó con lentitud los guantes; después sus manos plateadas empezaron a desprender el velo. Vestía como la otra: de negro y con mantilla. Volví a sentir la mordedura de la desconfianza. Amparo me miraba en el espejo, y en su boca fresca había para mí una sonrisa de ternura. ¿Con qué derecho dudaba de ella?

La enlacé por el talle y la besé apasionadamente... Pero en el fondo de mi cerebro había cristalizado una idea.

— ¿Dónde has estado?—interrogué a pesar mío.

—En los Luises.

— ¿Nada más?

—Y en casa de tía Pepita.

— ¿Y después?...

—Aquí...

— ¿Nada más?

Me pareció que vacilaba al responder.

—Nada más...

—Recuerda bien...

—Sí; aquí nada más...

— ¿A qué hora saliste de casa de tía Pepa?

—A las once.

—Mira... son las doce y cuarto.

— ¿Me pides cuenta del empleo de raí tiempo? —dijo altanera y disgustada.

En otra ocasión hubiera desistido, avergonzado de mi interrogatorio; pero los celos me mordían, impulsándome a continuar.

—No—le respondí con amabilidad—; bien sabes que no tengo esa costumbre; pero me llama la atención lo que tú misma dices. ¿Cómo has tardado hora v cuarto desde casa de tía Pepa aquí?

—Porque di la vuelta en el coche por la Castellana y entré un momento casa de Luisita...

— ¿Y por qué no me lo has dicho?

—Temí que te disgustara que te hubiera hecho esperar.

— ¿Y por eso me mentías?

—No, no era una mentira; es sólo una omisión.

¡La misma frase de la otra!

— ¿Es jesuita tu confesor?—pregunté.

—Sí, sí; el padre Gorzones.

Y sin dejarme tiempo de responder, como si deseara variar de conversación, empezó con volubilidad encantadora a hablarme de la esplendidez de la función celebrada aquella mañana. Toda la aristocracia había asistido. Me iba citando nombres ilustres: marquesas, condesas... Yo iba mientras recordando las historias escandalosas unidas a aquellos nombres y que ella, en su pureza, ignoraba.

— ¡Y el sermón! ¡Oh! ¡Qué boca de padre! ¡Cómo lloraban todos! Lo interrumpían los sollozos; hasta los hombres gemían condolidos de los dolores que traspasaron los corazones de Jesús y de María...

Les había aconsejado que no leyeran la mala prensa; ella lo había prometido... y acariciándome mimosa añadía:

—Deja la suscripción de La Correspondencia de España y toma en su lugar El Universo.

Para eludir el compromiso le besé los ojos, que palpitaron con aleteo de palomas asustadas.

—Tengo que hacerte una petición—añadió coqueta y satisfecha.

— ¿Qué deseas?

—Necesito... doscientas pesetas...

Las peticiones de este género son frecuentes, y yo las he satisfecho siempre sin titubear y contento de poder hacerlo. Los dispendios de una mujer hermosa que se engalana para nosotros recaen en provecho nuestro.

— ¿Para qué las quieres?

Algo confusa por dar cuenta de una cosa a la que no estaba acostumbrada, Amparo me contó que había tenido gastos extraordinarios aquel mes, y no le bastaban las trescientas pesetas asignadas para su tocador.

— ¿No das nada para el culto?—le dije.

Y como la viera vacilar, añadí sereno:

—Deseo saberlo todo, no omitas nada.

—Doy a las ánimas...

— ¡A las ánimas!...

—Sí; a las benditas almas del purgatorio...

Pasó por mi cerebro una ola de sangre. Vi un hotel semejante al de la calle de Don Ramón de la Cruz, en otra calle cuyo nombre ignoraba, y en aquel hotel otro hombre desconocido que tenía en los brazos a mi Amparo, mientras yo, tranquilo como el padre de Matilde, trabajaba para ella sin sospechar de su pureza.

Ciego, loco, como si fuera cierta la visión que la imaginación me fingía, rechacé a Amparo con brutalidad, arrojándola contra el ángulo del sofá.

— ¡Infame! ¡Infame! — exclamé apretándole los brazos loco de furor—. ¡Tú también!... ¡Tú también pagas a un jesuita, con el dinero del trabajo del hombre a quien traicionas, la absolución de tu pecado!

No puedo describirte la expresión de aquel rostro y de aquellos ojos: terror, sorpresa, miedo... La hubiera matado a no entrar los criados y quitarla de mis manos. ¡Qué escena!...

Calló, fatigado de la larga y penosa revelación. Su amigo, convencido de que en caracteres como el de Manuel todo consuelo es inútil, murmuró, sin embargo:

—No seas niño; todo eso son quimeras; ninguna prueba cierta acusa a tu esposa. Su conducta es perfectamente natural.

—No te esfuerces en convencerme, amigo mío; todo eso me lo he dicho yo cien veces, pero la duda existe. Sin fe no son posibles el amor y la felicidad... Prefiero el alejamiento a la continua mentira, al disimulo constante, al espionaje de la desconfianza. Mi situación es la del enfermo que prefiere la operación que mata o salva, al sufrimiento de la enfermedad crónica...

Y como si cruel consigo mismo quisiera negarse todo consuelo, añadió con acento desesperado:

— ¡Oh! ¡Aquella mirada! ¡Aquella mirada de terror que cuajó en sus ojos! ¿Era de la inocencia sorprendida? ¿Era del criminal descubierto? ¡Quien pudiera ver el fondo del alma al través de unas pupilas!
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