Cuando ella entró en la alcoba, él, que estaba despierto desde hacía ya largo rato fingió un desperezo que le ahorraba el contestar a la dama. Estímulos de un orgullo infantil a que daba pábulo su dominio sobre aquella mujer, empujaban a José Luis a la descortesía y solamente cuando, pasado algún tiempo, ella, que era todo mansedumbre, se quejaba con sumisa ternura de su aspereza, forjaba el mozo el propósito formal de no reincidir. Intención vana que cedía a la menor contrariedad. Una alteración de la temperatura era bastante para echar por tierra el afán de enmienda de José Luis, restituyéndole su primitiva acritud.
—Bueno que no contestes a mi saludo —le dijo la dama aproximándose al lecho —pero, no te vuelvas del lado de la pared. (Pausa). Ni que fuese visita de acreedor...
Se expresaba Carmen con voz blanda y grave que tenía asonancias maternales. Era la dama de aventajado porte, gruesa y un tanto pálida, con esa palidez marfileña que da una dilatada clausura. Parecía una abadesa. No obstante haber traspuesto la cuarentena, conservaba una belleza y una distinción que ella sabía lucir con recatada mesura, sin aventurarse nunca a los riesgos de la coquetería frívola.
Sus palabras no iban en son de recriminar. Se quejaba de los caprichos zahareños de su amante sin esperanza de que se corrigiese y nada más que por decir algo que avivara la conversación.
Después de un silencio que se prolongó cinco minutos la dama optó por no insistir. Dejó sobre el velador de cabecera los libros devocionarios que traía en la mano, se quitó la mantilla para estar más holgada y anduvo unos pasos de largo a largo en la espaciosa alcoba como si se resolviese a esperar, sin impaciencia ostensible, que José Luis resollara. Al cabo, éste se volvió aparentando despertar:
— Carmencita, vida, ¿estabas ahí? —le dijo con voz melosa...
Ella, se echó a reír.
—No te das traza para fingir, y si te metieses a cómico, fracasarías...
Él, hizo una mueca que valía tanto como una aprobación, y porque Carmen no continuase la sarta de reproches, encendió un cigarro:
—¿Qué traes de la calle, beatita? —interrogaba con acento cariñoso...
La calificaba así porque, desde hacía poco tiempo mostraba ella decidida afición a la iglesia. Era un fervor el suyo que coincidía con el declinar de la juventud, ceremonioso, benévolo y limpio de intransigencias que encubrieran fanatismo. Pertenecía a la Asociación de San Vicente de Paul y su piedad de buen tono se resolvía en visitas y donativos semanales a las familias pobres que reclamasen socorro.
—Al salir de las Calatravas —decía Carmen—he dado una vueltecita por la calle de Alcalá. Quise hacer tiempo por no privarte de media hora de sueño... Ya ves, así y todo, cuando llegué...
José Luis no quiso advertir el retintín de la frase. Aparentando distracción puso la mirada en el techo y preguntó:
—¿A quién has visto?
—Persona conocida, nadie, fuera de Concha Soriano que salía de casa de Villasante con sus niños. Por lo que pude ver, acababa de comprarles sombreritos de paja. (Pausa). Y a propósito de Concha Soriano, ¿sabes que me saluda con un no sé qué de frialdad que me encocora?
—Aprensiones tuyas, mujer—replicó él sin desviar los ojos del techo.
—Después de todo, ella no es quién para ponerme la ceniza en la frente—añadió Carmen amoscada.— Reciente está su lío con el general y nadie ha olvidado el escándalo de los Viveros...
José Luis, en silencio, remozó el recuerdo de aquella aventura que mentaba su querida. Concha Soriano, mujer del marqués de Lancey, había sido sorprendida el verano último cenando con el general Zaraoz en un cuartito de los Viveros. El caso produjo un escándalo estrepitoso en Madrid, se habló de un divorcio y de un desafío y todo concluyó en que el marqués se sacrificaba por la dicha de sus hijos y en que el general se iba a Viena con una misión diplomática...
—La verdad es — exclamó José Luis con ironía despiadada —que si el ministro de Hacienda crease un impuesto sobre la entereza conyugal de los maridos, no tendría el erario grandes ingresos...
Carmen se mostró ofendida de aquella chuscada. Se le antojaba mortificante la menor frase que arguyera desdén para los maridos engañados, y en aquella salida de José Luis vio ella un asomo de alusión al suyo.
—Me duele que se te vaya el ingenio en palabras de mal gusto—le dijo sin disimular su contrariedad...
La extraña viveza con que se expresó Carmen, irritó a José Luis. Más por afán de mortificarla que por celos efectivos, solía deslizar alguna vez en la conversación alusiones a su marido, a quien, la verdad sea dicha, ni quería ni detestaba. En lo tocante a la mujer, casi le sucedía lo mismo. Aquellas relaciones clandestinas que databan de cuatro años atrás, carecían ya para él de incentivo sentimental. Estaba, pues, firmemente resuelto a desligar de su vida a aquella mujer, que ni era su amor, ni su madre, ni su amiga, sino un amasijo de esos tres afectos, prudentemente dosificados. ¿Va a durar esto una eternidad? Se preguntaba a veces José Luis, mirando de soslayo a Carmen cuya belleza, si no estaba marchita, andaba lejos de la lozanía.
¿Voy a resignarme a vivir apareado secretamente a esta mujer que no amo, que no amaré ya más, aunque haya sido para mí un dulcísimo y pasajero capricho? A todo conceder—pensaba el mozo— un amor puede durar, lo que dura un buen gabán, un par de inviernos...
—¿Sabes Carmencita que con eso de la beatería se te va agriando el carácter? Estás, de veras, insoportable...
La dama, sorprendida de aquella respuesta, le miró en los ojos, que eran para ella, el barómetro que señalaba la temperatura espiritual de su amante. No hallaba relación entre sus anteriores palabras y aquella calculada agresividad de José Luis. Calló, pues, por no exacerbar su enojo. Aturdida por el dolor, dejó que fluyese su pena en lágrimas silenciosas, que, lejos de compadecer al mozo, le irritaron. No me inspira nada —pensaba mirándola llorar —nada más que una sensación de cansancio opresor. No hay reciprocidad en las pasiones. Antes, hace ya tiempo, cuando yo quise a esta mujer que llora a los pies de mi cama, apenas si me otorgaba una palabra de afectuoso aliento. Ahora, soy yo el que no ama. Es triste que esto sea así. No hay más que un sentimiento pasajero, calor fugitivo que se trasvasa de un corazón a otro, sin residir a un tiempo en los dos...
—No sé a qué viene ahora esa llorera—dijo él con dureza.
—De algún modo se ha de desahogar una—contestó ella con apagado acento... En ésto, sonaron dos golpecitos a la puerta de la alcoba, como si alguien demandase la venia para entrar. Carmen, embebecida en su congoja, no se movió.
— Ten la bondad de abrir, le dijo urbanamente José Luis. Ella obedeció como quien ejecuta una acción en sueños. Una anciana asomó por el umbral.
— Han traído esto para el señorito—dijo entregando un sobre voluminoso a Carmen...
— Trae acá — que son pruebas de imprenta. Se alejó la anciana y José Luis rompió el sobre escrito.
Carmen no pudo excusar su curiosidad y miró los papeles impresos. El olor de tinta de imprenta le agradaba.
— Es un cuento que te gustará—dijo él con naturalidad.
Ella requirió las hojas impresas, largas tiras de papel, todavía rezumantes. El título del cuento le chocó: «El Pasado». ¿Qué podrá ser? A medida que iba leyendo crecía su emoción. José Luis no vacilaba en difundir públicamente la recatada historia de sus amores, sin omisión de ternuras íntimas, ni de incidentes menudos, de esos que suelen ser la alegría de las relaciones clandestinas. Todo su cariño, la inmolación de su nombre y de su tranquilidad, no habían servido en definitiva más que para que un literato, un ser sin entrañas escribiese unas páginas. Al rematar la lectura del cuento, Carmen tuvo la explicación de la agresividad de José Luis. El final de la novelita, era el final de su amor.
Su orgullo herido, su ternura hollada, su vida hecha pedazos, no acobardaron, sin embargo, a la dama. Serena en apariencia, sin formular una queja y como quien cede a la fatalidad de lo inexorable, se adelantó hacia su amante, le miró un momento en los ojos, y tomando la cabeza de José Luis entre sus manos, lo besó en la boca. Fue un beso suave, limpio de voluptuosidad, casto y amoroso. Fue el último. Al salir Carmen, José Luis musitaba entristecido la rima de Shelley—Kiss me my love for the last time.
MANUEL BUENO
La Vida literaria (Madrid). 1-6-1899, n.º 21, páginas 11 y 12 |