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Bruno Schulz

"La calle de los cocodrilos"

Biografía de Bruno Schulz en Wikipedia

 
 
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La calle de los cocodrilos
 

En el cajón inferior de su enorme escritorio mi padre guardaba un bello mapa antiguo de nuestra ciudad.

Era un volumen in folio con hojas de pergamino que unidas entre sí a base de listones formaban un enorme mapa de pared, semejante a un paisaje visto desde arriba.

Colgado en la pared ocupaba casi todo el cuarto y nos abría una lejana visión de la colina Tysmienica, la cual serpenteaba como una cinta dorada por entre los numerosos lagos, lagunas y estanques y por los ondulados valles que se alargaban hacía el sur, al principio escasamente y después con franjas cada vez más apretadas, como un fichero de redondos cerros cada vez menores y más pálidos a medida que se alejaban hacia la espesa y dorada niebla del horizonte.

De esa lejanía marchita de la periferia emergía la ciudad, avanzando hacia la parte delantera del plano. Al principio lo hacía bajo la forma de masas aún indiferenciadas, bloques compactos de casas que dejaban ver el corte profundo de las calles, y, aún más cerca, algunos edificios separados, trazados con la precisión de objetivos vistos a través de un catalejo. En esa parte, el grabador había sabido representar la tumultuosa profusión de calles y callejones, la nitidez de las cornisas, arquitrabes, arquivoltas y pilastras brillando en el oro viejo de un atardecer de tonos apagados, que sumía las hornacinas y los recodos en una penumbra de color sepia. Esos bloques y prismas umbrosos como panales de miel oscura se urdían entre las arterias de las calles, destilando la tibieza y abundancia de su néctar aquí y allá, ora en mitad de una calle, ora sobre un espacio entre dos casas, ponían un acento dramático y musical -con un lánguido y romántico claroscuro- en aquella polifonía arquitectónica.

En ese plano -levantado al estilo de los mapas barrocos- la calle de los Cocodrilos destacaba como una mancha blanca semejante a la que, en las cartas geográficas, señala las regiones polares, ignotas e inexploradas. Sólo algunas calles estaban señaladas con trazos negros, con sus nombres impresos en una grafía sencilla, carente de ornamentación, en tanto que las restantes inscripciones destacaban por la nobleza de sus caracteres góticos. Probablemente, el cartógrafo no quiso considerar aquel barrio como una parte integrante de la ciudad, y expresó su desacuerdo a través de un tratamiento tan informal.

Para comprender su desacuerdo nos sentimos obligados a desvelar, ahora mismo, el carácter ambiguo y equívoco de ese barrio, tan distinto al del resto de la ciudad.

Era un distrito comercial e industrial sumamente utilitario. El paso del tiempo y las nuevas exigencias económicas tampoco perdonaron a nuestra ciudad, enraizando vorazmente en su periferia, y dando lugar así al desarrollo de un barrio parásito. Mientras en la parte antigua de la ciudad aún reinaban los hábitos clandestinos y ceremoniosos de un comercio nocturno, aquí, en este nuevo barrio, se desarrollaron desde el primer momento unas formas comerciales audaces y modernas. El seudo-americanismo injertado en ese suelo deprimido brotó entonces como una vegetación incolora y sin savias, de pacotilla y pretenciosa vulgaridad. Se veían allí toscas edificaciones de fachadas caricaturescas, cubiertas de grotescos adornos de estuco que se iban desmoronando. A las viejas casuchas suburbiales les encajaron portales de prisa y corriendo, que, cuando se miraban de cerca, no eran más que una pésima imitación del estilo regio. Los cristales de los escaparates, defectuosos, turbios y cubiertos de suciedad, reflejaban distorsionadamente la oscura calle, la rugosa madera de los portales, el ambiente gris de los mustios interiores cuyos altos estantes y paredes desconchadas se cubrían de telarañas y polvo: eso marcaba a aquellas tiendas con la huella de una salvaje Klondike. Allí podían verse, una tras otra, las tiendas de confección y porcelana, droguerías, peluquerías, sastrerías. En los cristales de los escaparates -enormes y opacos- se habían colocado al sesgo o en semicírculo los nombres con letras doradas en relieve: CONFISERIE, MANUCURE, KING OF ENGLAND.

Los naturales de la ciudad guardaban sus distancias con respecto a ese barrio, ocupado por la peor calaña: una chusma sin carácter, despersonalizada y de dudosa moralidad, especie de ser humano que suele darse en esos efímeros ambientes. Aunque, en ocasiones, ora bien éste, ora bien aquél de los naturales del lugar se perdía como azarosamente -en sus días de flaqueza, en los momentos de debilidad- en aquel barrio dudoso. Ni los más íntegros se salvaban de caer en la tentación de degradarse, de promiscuirse y enfangarse en aquel sumidero de engañosa intimidad. Aquel barrio era como un eldorado para los que desertaban de su moralidad, para los que traicionaban el estandarte de su propia estima. Allí todo parecía dudoso y ambiguo, todo invitaba con mirada indulgente, con gesto cínicamente marcado; con un evidente guiño de ojos alimentaba impúdicas ilusiones, y todo desataba los bajos instintos.

Pocos eran los que sin estar prevenidos se daban cuenta de la peculiaridad de aquel barrio: carecía de colorido; como si en aquel lugar de pacotilla que había sido levantado deprisa y corriendo no quedase sitio para el refinamiento de los colores. Todo era ceniciento, como en las fotografías antiguas o como en los folletos ilustrados a una sola tinta. Ese parecido era algo más que una sencilla metáfora puesto que, por momentos, al deambular por ese barrio se tenía realmente la impresión de hojear un folleto, entre cuyas aburridas secciones comerciales anidaban parasitariamente dudosos anuncios, noticias obscenas, ilustraciones equívocas; y esos paseos venían a ser tan inútiles y sin objetivo como la excitación de la fantasía ante las imágenes de las publicaciones pornográficas.

Imaginemos por un momento, paciente lector, que nos decidimos a entrar en una sastrería para encargar un traje: un traje de barata elegancia, tan característica de ese barrio.

Nos encontraremos entonces en un local grande y vacío, muy alto y carente de color. Un ringlero de enormes estantes superpuestos llega hasta las partes más altas de la tienda. La mirada recorre entonces esos escalonados estantes vacíos hasta que se encuentra ante el techo, que hubiese podido ser el cielo: cielo de pacotilla -apagado y desconchado- de ese barrio. Mientras que las demás dependencias, que podían verse a través de la puerta abierta, estaban saturadas de cajas y cartones superpuestos - inmenso fichero que se perdía en las alturas, bajo el desmadejado cielo del techo- conformando una geometría del vacío, una imposible construcción de la nada. A través de las grandes y opacas ventanas -divididas en numerosas cuadrículas como hojas de papel escolar- no penetraba la luz del día, pues todo el espacio de la tienda estaba absorbido por una luz macilenta y anodina, que no proyectaba ninguna sombra ni acentuaba nada. Al punto vemos aparecer a un joven inusitadamente servicial, esbelto, flexible y de carácter débil, dispuesto a satisfacer todos nuestros deseos y abrumarnos con su fácil elocuencia. Y así, a la vez que sigue charlando, despliega las largas piezas de paño, mide, ajusta los pliegues, y vuelve a doblar el inabarcable flujo que se desliza entre sus manos, con el que forma levitas y pantalones imaginarios, y toda esa manipulación parece no tener importancia, parece ser sólo una apariencia, una bufonada, un irónico velo que oculta el verdadero meollo de la cuestión.

Las señoritas de la tienda -morenas, esbeltas-, de belleza marcada con un estigma (tan característico de ese barrio de pacotilla) entran y salen, se detienen ante la puerta de la trastienda observando con atención si la cosa (confiada a las expertas manos del dependiente) está a punto de llevarse a cabo. El joven gesticula y se muestra amanerado, dando por momentos la impresión de ser un travestido. Quisiéramos entonces pasar nuestros dedos bajo su suave mentón o bien pellizcar sus mejillas pálidas y empolvadas, cuando con una mirada significativa llama discretamente nuestra atención sobre la etiqueta de la mercancía, etiqueta de un transparente simbolismo. Poco a poco la elección del traje pasa a un segundo plano. Aquel joven, débil hasta el afeminamiento y depravado, lleno de comprensión hacia los más íntimos deseos del cliente, pone ante sus ojos unas insólitas etiquetas, toda una biblioteca de marcas registradas, gabinete de un refinado coleccionista. De ese modo se ponía en evidencia que la tienda de confección no era más que una fachada tras la que se guardaban los fondos de un anticuario, una colección de ediciones de muy acusada ambigüedad, y publicaciones no venales. El servicial dependiente nos muestra las reservas colmadas de libros hasta el techo, de grabados y fotografías. Aquellas viñetas y grabados iban más allá que nuestros sueños más atrevidos: nunca hubiésemos podido imaginar tal grado de depravación, una perversidad tan refinada.

Las señoritas de la tienda merodeaban entre los libros como lánguidas hojas de papel; sus rostros depravados tenían esa pigmentación brillante y oscuramente grasa, característica de las morenas, que, agazapada en el fondo de sus ojos, salta en ocasiones con el zigzagueo apresurado de la cucaracha. En el subido rubor que coloreaba sus mejillas, en las ardientes pecas, en su sombrío bozo se desvelaba su estirpe de sangre caliente. Esa coloración, demasiado intensa, esa moka densa y aromática parecía impregnar los libros que cogían entre sus olivinas manos, teñía el papel y dejaba en el aire una lluvia de pecas oscuras, un fogonazo sombrío con olor a tabaco, como un bejín de aroma excitante y animal. Entretanto, el libertinaje dejaba ver cada vez más su verdadero rostro. El dependiente, que ya había agotado su gama de recursos, poco a poco caía en una pasividad femenina. Ahora se encontraba tumbado sobre uno de los sofás que se veían aquí o allá, en el mismo espacio que ocupaban los libros, luciendo un pijama de seda que descubría un escote femenino. Algunas señoritas hacían demostración entre ellas de las imágenes y posturas de las ilustraciones, otras, a su vez, lo ensayaban sobre provisionales lechos. El acoso sobre el cliente había disminuido. Ahora ya no era pretendido por nadie y se le dejaba a su aire. Las dependientas, que mantenían una animada charla, ya no le prestaban atención. Manteniendo una pose altiva, de espaldas o de perfil, balanceaban su cuerpo ora sobre una pierna ora sobre la otra, poniendo un énfasis provocativo en el sinuoso vaivén de sus zapatos, hasta que despertaban así nuestra excitación, y, finalmente, con un indolente desaire acababan por ignorarnos. De esa manera, retrocedían con estudiado cálculo en su insinuada provocación, dejando un espacio libre para la elección del cliente. Pero aprovechemos esa pausa que nos conceden para evitar las posibles y graves consecuencias que pudieran derivarse de aquella inocente visita, y salgamos de nuevo a la calle.

Nadie nos lo impide. A través de ringleras de libros, entre largas baldas de revistas y publicaciones, conseguimos abandonar la tienda y entonces nos encontramos en el punto más alto de la calle de los Cocodrilos, desde donde puede contemplarse todo el trazado hasta las construcciones inacabadas de la estación de ferrocarril. El día es ceniciento, como lo es siempre en este barrio, y, por momentos, el escenario parece una fotografía de un periódico: pues las casas, los vehículos y las personas son planas y sombrías. Esa realidad, fina como el papel, revela a través de todos sus poros su imitativa naturaleza. Por momentos nos da la impresión de que, a simple vista, todo se parece a un bulevar de la gran ciudad, aunque, si observamos más atentamente, veremos cómo esa bufa construcción se raja y descompone por las costuras, y así, incapaz de representar su rol hasta el final, se desmorona tras nuestras espaldas convirtiéndose en un montón de escayola y arpillera, en escombros de un teatro inmenso y vacío. La tensa pose artificial, la falsa gravedad de la máscara y un irónico pathos tiemblan sobre su fachada. Estamos muy lejos de querer desenmascarar ese espectáculo. Asumimos el hecho inevitable de haber quedado atrapados por el encanto de pacotilla del barrio. Además, en el decorado de la ciudad no faltan atisbos de autoparodia. Las pequeñas casas suburbiales alternan con construcciones más altas que parecen hechas de cartón, exhibiendo infinidad de rótulos, simuladas ventanas de oficina, de escaparates opacos, de números y carteles. Al pie de esas casas pulula una riada de gente. La calle guarda un parecido con el bulevar de una gran ciudad, no obstante la calzada -igual que las plazas de los pueblos-, está hecha de greda apisonada, llena de baches, charcos y malas hierbas. El tráfago del barrio supone un tema de primordial interés, y sirve para que los ciudadanos puedan establecer comparaciones y hablen con orgullo del mismo, entre miradas de entendimiento. La muchedumbre, gris e impersonal, se ha tomado su papel al pie de la letra, y pone todo su empeño en crear la ilusión de que se trata de una gran ciudad. Mas, a pesar de su aire ajetreado, da la impresión de un deambular equívoco, monótono y sin objetivo: como un letárgico y sonambúlico vaivén de marionetas. Toda esa escena está impregnada de una atmósfera de curiosa banalidad. La multitud fluye monótonamente, y, cosa extraña, se la ve siempre como de manera imprecisa, las figuras se desplazan en medio del tumulto, sin llegar a verse nunca con total claridad. Tan sólo de vez en cuando se puede distinguir entre ese abigarrado flujo alguna mirada viva y sombría, algún sombrero hongo muy calado, medio rostro partido por una sonrisa, unos labios que acaban de pronunciar algo, un pie en el momento de dar un paso y que se queda coagulado para siempre en ese gesto.

Una de las peculiaridades del barrio son los carruajes sin cochero que ruedan solos por las calles. Y no porque no haya cocheros, sino porque éstos, mezclados entre la muchedumbre y ocupados en mil cosas, apenas atienden sus carruajes. En ese barrio ilusorio y de vacuos gestos, carece de importancia el destino final del recorrido, y los pasajeros se confían a esos carruajes de errática trayectoria con la frivolidad que reina aquí por todas partes. En las curvas que entrañan riesgo se les ve en ocasiones con su cuerpo ladeado, casi fuera de los desvencijados carruajes, efectuando con dificultad - con las riendas en la mano-, una complicada maniobra.

En este barrio también hay tranvías. Y eso representa el mayor logro que habían ambicionado los consejeros de la ciudad. No obstante el aspecto de esos tranvías hechos de papier maché, con los lados de la carcasa abombados y arrugados por el paso del tiempo, es penoso. A veces incluso les falta la plataforma delantera, de modo que puede verse a los pasajeros sentados, rígidos y con aire solemne. Esos tranvías son empujados por los mozos de carga municipales.

Aunque quizá lo más insólito son las comunicaciones ferroviarias de la calle de los Cocodrilos. En ocasiones, puede verse durante los fines de semana, a las horas más insospechadas, una muchedumbre que espera el tren en una esquina de la calle. Nadie está seguro de si va a llegar ni dónde se detendrá, y ocurre con frecuencia que la gente se sitúa en dos puntos diferentes, sin saber con certeza cuál será el lugar de su parada. Una multitud sombría y silenciosa espera, durante largo tiempo, cerca de unas vías apenas visibles: contempladas de perfil, sus caras diseñan una hilera de pálidas máscaras de papel, y sus expectantes miradas conforman una ilusoria línea de esperanza. Súbitamente, el tren llega por sorpresa: vedlo ahí que sale de una callejuela lateral en la que no se le esperaba -aplastado como una serpiente, como en miniatura- arrastrado por una pequeña, achaparrada y jadeante locomotora. Poco a poco se adentra entre las oscuras filas de gente y la calle ennegrece bajo el polvo carbonoso que desprenden los vagones. Después, la locomotora jadea sombríamente: un soplo de extraña gravedad pleno de tristeza; la muchedumbre se desplaza agitada y con nerviosismo, todo eso transforma la calle, por un momento, en el vestíbulo de una estación ferroviaria a la hora de un precoz atardecer invernal.

La corrupción y el mercado negro de los billetes de ferrocarril constituyen la mayor plaga de nuestra ciudad.

Cuando el tren está a punto de salir de la estación, tienen lugar -en el último momento-, los tratos apresurados y rodeados de nerviosismo con los corruptos empleados del ferrocarril. Antes de que esos regateos se den por concluidos, el tren se pone en marcha, ante la mirada de una multitud silenciosa y desencantada que lo sigue unos pasos antes de dispersarse.

La calle, que por momentos se transformó en esa improvisada estación, invadida por el crepúsculo y atravesada por el hálito de los lejanos caminos, de nuevo se ve envuelta en la claridad y ahora parece más grande, dejando sitio a la muchedumbre abúlica y despreocupada de paseantes que, entre apagados murmullos, deambula ante los escaparates, esos sucios y opacos rectángulos llenos de pacotilla, de grandes maniquíes de cera y bustos de peluquería.

Las prostitutas, provocativamente ataviadas con largos vestidos de encaje, se pasean arriba y abajo. Quizá se trate de las esposas de los peluqueros o de los músicos del café-cantante. Caminan con un paso depredador, decidido, y llevan sobre sus malvados y depravados rostros un pequeño estigma delator: a su sombría mirada asoma el estrabismo, tienen los labios desgarrados o les falta la punta de la nariz.

Los habitantes de la ciudad se sienten orgullosos de ese peculiar olor de depravación que emana la calle de los Cocodrilos. No tenemos por qué privarnos de nada -piensan, satisfechos-, podemos permitirnos el verdadero libertinaje de la gran ciudad. Opinan, además, que cada mujer de este barrio es una cocotte. Efectivamente, basta con fijarse en cualquiera para descubrir en ella esa mirada insistente y viscosa, que nos estremece con un escalofrío de voluptuosidad. Incluso aquí las colegialas atan sus trenzas de una manera muy peculiar, el andar de sus esbeltas piernas es de un manierismo sensual, y en su oferente y nada ingenua mirada parece larvarse la depravación futura.

Y sin embargo..., y sin embargo, ¿acaso deberíamos desvelar el último misterio de este barrio, el secreto tan cuidadosamente guardado de la calle de los Cocodrilos? En más de una ocasión, a lo largo de este relato hemos ido dejando, aquí o allá, algunos signos de advertencia y, sutilmente, hemos manifestado nuestras dudas. Así, pues, un lector atento no se sorprenderá del sesgo final que tomará esta historia. Hemos hablado del carácter imitativo e ilusorio de ese barrio, pero tales palabras, sin embargo, tienen un significado demasiado rotundo y categórico y no alcanzan a definir el ambiguo carácter de esa incierta realidad. Nuestro lenguaje carece de las palabras que permiten dosificar el grado de esa realidad y desentrañar su exacta equivalencia.

Digámoslo de una vez: la fatalidad de ese barrio consiste en que nada se lleva a sus consecuencias finales, nada llega a su definitivum y todos los movimientos se quedan como suspendidos en el aire, todos los gestos esbozados acaban muriendo entre el deseo y la realidad, y no pueden ir más allá de su punto muerto. Ya el lector habrá advertido la exuberancia y riqueza de intenciones, proyectos y ensayos que caracterizan a ese barrio. Todo eso no es más que una fermentación de deseos, raudamente crecida, y, por lo mismo, vacía y frágil. En ambiente tan propicio puede germinar incluso el deseo apenas insinuado, la pasión más fugaz crece y se desarrolla como una vana excrecencia, se expande vorazmente una gris vegetación sin consistencia alguna, malas hierbas y adormideras febriles: un tejido ilusorio nacido del hachís y las alucinaciones. Mas, ese barrio está imbuido de un aura de perversidad y pecaminosidad; allí, todo -casas, tiendas y personas- provoca en su piel afiebrada un escalofrío que atraviesa sus sueños temblorosos. En ninguna otra parte como aquí nos sentimos tan al filo de lo posible, tan conmovidos por la proximidad de la realización, tan pálidos y sobrecogidos ante la consumación inminente. Mas, todo se queda en eso. Una vez alcanzada la pulsión extrema, el flujo se detiene y retrocede, el aura se apaga y marchita, las posibilidades vuelven a caer en la nada, las oscuras adormideras de la locura y la excitación se desvanecen en cenizas.

Nos arrepentiremos toda la vida por haber abandonado entonces esa equívoca tienda de confección. Jamás volveremos a dar con ella. Nuestra errancia nos llevará de un rótulo a otro, y nos equivocaremos siempre. Entraremos a numerosas tiendas, algunas serán muy parecidas, nos moveremos entre filas de libros, hojearemos diversas publicaciones, mantendremos extensas y poco esclarecedoras charlas con señoritas de excesivo pigmento y de una maculada belleza, que no comprenderán nuestros deseos. Nos perderemos en un sin fin de malentendidos hasta que nuestra fiebre y excitación se agoten en un inútil esfuerzo, en una búsqueda vana. Comoquiera que fuese, nuestras esperanzas se habían urdido sobre un equívoco: el aspecto ambiguo del local y los dependientes era tan sólo una apariencia, la tienda era auténtica y el dependiente no tenía ocultas intenciones. Por lo que se refiere a las mujeres de la calle de los Cocodrilos, diremos que su depravación era de corto vuelo, sofocada por prejuicios morales de toda índole, y de una simple vulgaridad.

En ese barrio de personajes de pacotilla no hay lugar para los instintos arrebatados, ni tampoco para las pasiones oscuras y desacostumbradas.

La calle de los Cocodrilos vino a ser una concesión de nuestra ciudad al progreso y la corrupción modernos. Aunque, probablemente, no podíamos pretender más que una imitación de papel, un fotomontaje hecho con recortes de mustios periódicos del año pasado.

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