— Haga usted entrar al doctor Verdunt.
El gendarme desapareció y un momento después el doctor Verdunt entró en el gabinete del señor procurador que ya se había puesto de nuevo a leer una horrible carta, sucia y grasienta, escrita sobre un papel ordinario, y cuyos extremos parecían escaparse de los dedos que la sostenían con verdadera repugnancia. El acusado tosió al entrar, sin atreverse a tomar asiento. Cuando el magistrado se dignó levantar la vista, encontróse frente a un hombrecillo que representaba hasta cincuenta años de edad, grueso, bien vestido, con corbata blanca, con la cara rojiza, con la barba entrecana, con el cráneo desnudo, con la mirada tímida y el aspecto humilde. Su mano derecha, en cuyo dedo mayor lucían dos sortijas de matrimonio, no cesaba de poner y de quitar los anteojos con un movimiento maquinal y nervioso.
— ¿Usted es el doctor Luis Verdunt... nacido en Tours el 20 de agosto de 1839... habiendo ejercido su profesión en Saint-Jean-de-l'Oise, del departamento de Seine-et-Oise... y domiciliado actualmente en Boutigny-sur-Essonne, Loiret?...
— Sí, señor Procurador, sí... perfectamente — contestó el hombrecillo.
— Usted ha sido llamado an e los tribunales en virtud de una acusación formal: usted está acusado como bigamo.
— ¿Yo, señor, yo?
Y el doctor dio tres pasos hacia atrás, dejó caer definitivamente los anteojos y se quedó perplejo, con los ojos extraviados y la boca abierta.
El magistrado tomó algunos de los papeles que llenaban su mesa de trabajo y continuó diciendo:
— Usted contrajo matrimonio, el 4 de julio de 1886, con la señorita Elisa Adoux ¿no es verdad'?
— Sí, señor Procurador, sí es verdad.
— La señorita Adoux, o sea la señora Verdunt, vive aún y ninguna sentencia de divorcio ha sido pronunciada contra ella...
— Perfectamente, señor, pero...
— ¿Por qué, entonces, ha contraído usted nuevo matrimonio con la señorita Elisa Achard, el 3 de junio de este mismo año 1888?
— Señor Pro... cu...
El pobre doctor no pudo acabar la frase; pálido y descompuesto, dejóse caer sobre una silla.
— Cálmese usted — dijo el procurador — y dígame...
Pero el hombrecillo estaba ya de pie. Muy encarnado, poniéndose de nuevo los anteojos, retiróse algo del buró por miedo de encontrarse frente a algún fiscal; miró si las puertas estaban bien cerradas, y tomando entre las suyas la mano del magistrado, continuó:
— Os lo ruego, señor... que no vaya a oírnos nadie... Voy a explicaros en seguida... Eso no es verdad... no... yo no soy culpable... yo soy un hombre honrado, conocido, estimado... Pero... esa acusación falsa... ese error... Si llegaran a saberlo, yo estaría perdido... Dejadme hablar y lo comprenderéis todo. Yo no me he casado sino una vez, sólo una vez, señor, porque en primer lugar el registro civil...
— Pero, señor mío.. . Estése usted quieto en ese sitio... Está bien, siéntese usted mas, no se mueva de ahí... sí, de ahí... Aquí tiene usted la tarjeta impresa por medio de la cual anunció usted su segundo matrimoni o el 2 de junio...
— Esa tarjeta es falsa, señor, enteramente falsa!... Yo mandé imprimir unas cien como esa para engañar a mi clientela... Pero yo no me he casado sino una vez... con mi mujer legítima... con mi única mujer... con Elisa Adoux.
— Sí — interrumpió el magistrado — ese es el nombre de la primera... ¿Y la señorita Elisa Achard?
— ¡Adoux-Achard! ¿No conocéis la casa Adoux-Achard comerciantes de Saint-Denis?...
— Caballero — gritó el procurador, — me parece que usted olvida en absoluto el respeto que se debe a la justicia!
— Perdón, señor, perdón... Lo que sucede es que yo me explico mal... pero voy a deciros... Esto es un a historia... una historia muy delicada... una falsa posición...
Y decidiéndose de pronto, le contó toda su historia al magistrado, después de haber dejado caer una segunda vez sus anteojos, sin duda para no ver.
— He aquí, señor Procurador, la verdad verdadera:
El 4 de julio de 1886, contraje, en efecto, matrimonio con la señorita Elisa Adoux, de la familia.. Adoux-Achard. Yo ejercía entonces mi profesión de médico y cirujano en Boutigny-sur-Essonne y al mismo tiempo hacía algunos estudios de numismática... Es una ciencia que me encanta y el Supremo Gobierno ha premiado algunos de mis trabajos dándome las palmas académicas... Durante el primer año de mi casamiento, la dicha fue completa en mi casa: mi mujer era muy afectuosa y muy bonita; yo la quería con toda el alma... Luego he llegado a comprender que desgraciadamente mi mujer era no sólo muy bonita sino hasta demasiado bonita...
Sí, demasiado... demasiado... Hacía ya dos años que nosotros estábamos casados, cuando llegó a Boutigny un nuevo sub-prefecto que Mr. Walson, nuestro diputado, había hecho nombrar. Llamábase Víctor Terrier... ¡Ah señor Procurador, usted no sabe cuan cruel es obligar a un hombre a contar ciertas cosas y a desgarrarse en público el corazón!... ¿Creéis que tardo mucho en decirlo? Más tiempo, mucho más, empleé para llegarlo a descubrir. En todo caso trataré de ser lacónico hasta donde me sea posible... Ese subprefecto vino un día a casa, cuando yo acababa de recibir las palmas académicas, para felicitarme. Yo estaba ausente; mi mujer lo recibió; él la encontró encantadora y volvió al día siguiente. Al fin fuimos amigos... Mi jardín lindaba con el jardín de la prefectura; la vecindad nos obligaba a encontrarnos a menudo; yo no detestaba a Mr. Terrier, ni mucho menos; él era simpático y tenía, como yo, el amor de las colecciones de curiosidades. Además estaba algo enfermo; la vida llena de agitación y de placeres de este gran París, lo había debilitado y lo había fatigado; yo lo curé. El comenzó a mandar ramilletes de flores a mi mujer y luego, cuando tuvimos más confianza, le dio también lecciones de natación en el Esona... Sí, señor Procurador, tenéis razón de sonreír... Yo era un imbécil entonces ¿no es verdad? Pero amaba tanto a Elisa, que no hubiera querido contrariarla en nada... Luego mi clientela, la ciencia y mis estudios, me ocupaban durante muchas horas del día, de modo que ella estaba casi siempre sola... En seguida... ¡qué demonio!... lo que tení a que suceder sucedió...
¿Cómo lo supe? Por la criada que me advirtió un día... Yo los sorprendí juntos tomando un alegre baño en el Esona... Al principio quise matarlo y grité desaforadamente, pero mi mujer tuvo un ataque de nervios mientras él salía corriendo enteramente desnudo. Figuraos, señor, el escándalo que se armaría en el pueblo al mirar al señor subprefecto en traje de Apolo... pero sin hoja de parra... Para mi el golpe fué terrible y cuando volví a casa por la noche — ¿no es verdad que estaba idiota? — Elisa se había ya escapado en compañía de su Terrier a quien yo había escrito anunciándole que iba a hacerlo despojar de su empleo por medio de Mr. Watson!...
Después de aquello, señor Procurador, yo no podía seguir viviendo en Boutigny. Así, pues, cedí mi clientela a un joven compañero y me marché a París. Considero inútil deciros cómo viví en mi antiguo hotel de estudiante. Desde luego pedí informes, en la Prefectura de Policía, sobre el paradero de mi mujer y al fin de algunas semanas llegué a averiguar que su amante la había abandonado ya, y que se encontraba sola y pobre en una casa de huéspedes del barrio de la Estrella. Pagué lo que ella debía y sin querer volver a verla, hice que la condujesen a la casa de su familia, a la honorable casa Adoux-Achard. Luego me puse a buscar un a clientela en los alrededores de París. La casualidad y los anuncios de los periódicos especiales me condujeron a San Jean-de-l'Oise donde me encuentro desde entonces. Para que las directoras de los colegios semi-parisienses allí establecidos tuvieran confianza en mí, me hice desde luego pasar por viudo. E hice mal; porque muchas señoras que tenían hijas casaderas, comenzaron desde luego a mirarme y a hacerme proposiciones llenas de delicadeza y de disimulo. Eso me hacía mucho daño; mi corazón pertenecía aún a Elisa.
Muchos meses transcurrieron sin que yo tuviese noticias de ella, hasta que al fin, cierto día, recibí una carta en la cual me anunciaban la muerte de su padre. Elisa vivía entonces en casa de su tío. Ahí fue donde volví a verla, por primer a vez desde la mañana del escándalo, cuando un negocio de interés me obligó a buscarla.
Se trataba de asuntos de dinero, de una repartición de bienes. Elisa vino sola conmigo al estudio de su notario. Tuvimos que esperar muchas horas en la antesala y las firmas se pusieron tan tarde que ella perdió el tren. Yo me vi, pues, obligado a convidarla a comer, y la casualidad nos condujo al mismo restaurante donde algunos años antes, en tiempo de nuestra luna de miel, habíamos almorzado juntos durante un mes... En fin ¿qué queréis que os diga? Ella supo emborracharme sin hacerme beber... Luego la conduje a mi casa y ella me pidió perdón... Yo la perdoné, agradeciendo con toda el alma su delicadeza.
Al día siguiente su buen tío vino a vernos y nos dijo: «Es necesario reconciliarse y vivir juntos». Nosotros hicimos su voluntad... ¡Y con cuánto gusto por mi parte! Sólo una cosa me preocupaba: ¿Cómo iba yo a hacer para presentarme ante mi clientela de San-Jean-de-l'Oise acompañado de un a mujer joven y bonita? Después de mucho cavilar, me decidí a fingir un nuevo matrimonio y mandé hacer esas tarjetas en las cuales puse su nombre de bautismo y el apellido de su madre; de manera que habiéndome casado en 1886 con Elisa Adoux — de la familia Adoux-Achard — pude casarme en 1888 con Elisa Achard sin ser por eso bígamo... Ahora, señor Procurador, que ya he tenido el gusto de explicároslo todo ¿querríais decirme quien me ha denunciado? Perdonad mi indiscreción, pero es necesario, absolutamente necesario, que yo lo sepa, pues si la denuncia viene de Saint-Jean-de-l'Oise no me queda sino el recurso de abandonar el país...
El magistrado respondió:
— ¿En qué fecha tomó usted a su servicio la criada que acusó de adúltera a Mme Verdun?... ¿No trató usted nunca de...
El doctor se puso colorado como una amapola y dijo:
Sí, señor Procurador, en efecto yo... mas sólo una vez, mientras mi mujer se encontraba ausente por algunos días... Pero os aseguro que sólo una vez... Estaba arreglando las medallas de mi colección... ella se inclinó para recoger una que se había caído... yo también me incliné... pero no fue más que un a vez, señor Procurador...
— Está hien — terminó diciendo el magistrado — no insista usted. Voy a tomar informes para terminar la instrucción, pero usted queda desde ahor a en libertad.
El doctor desapareció haciendo mil cortesías...
Luego se dirigió a la estación y tomó el primer tren. Cuando por la noche llegó a Saint-Jean-de-l'Oise, no pudo encontrar a su mujer sino al cabo de una hora. ¿Y sabéis en dónde? En la casa del teniente de gendarmes...
Por eso, sin duda, el pobre doctor va a cambiar nuevament e de residencia .
Cuentos escogidos de los mejores autores franceses contemporáneos. París: Garnier Hermanos, Libreros-Editores 1893. Traducción española de Enrique Gómez Carrillo |