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María Luisa Bombal

"Las islas nuevas"

Biografía de María Luisa Bombal en wikipedia

 
 
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Música: Mendelssohn — Lied ohne Worte Op.62 No.l (Andante espressivo)
 
Las islas nuevas
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Por fin a las tres de la mañana Juan Manuel se decide a levantarse del sillón junto a la chimenea, donde con desgano fumaba y bebía medio atontado por el calor del fuego. Salta por encima de los perros dormidos contra la puerta y echa a andar por el largo corredor abierto. Se siente flojo y cansado, tan cansado. “¡Anteanoche Silvestre, y esta noche yo! Estoy completamente borracho” —piensa. Silvestre duerme. El sueño debió haberlo sorprendido de repente porque ha dejado la lámpara encendida sobre el velador.

La carta de su madre está todavia alli, semiabierta. Una larga postdata escrita de puño y letra de su hijo lo hace sonreir un poco. Trata de leer. Sus ojos se nublan en el esfuerzo. Porfía y descifra al fin: Papá. La abuelita me permite escribirte aquí. Aprendí tres palabras más en la geografía nueva que me regalaste. Tres palabras con la explicación y todo, que te voy a escribir aqui de meemoria.

AEROLITO: Nombre dado a masas minerales que caen de las profundidades del espacio celeste a la superficie de la tierra. Los aerolitos son fragmentos planetarios que circulan por el espacio y que...”.

¡Ay! murmura Juan Manuel, y sintiéndose tambalear se arranca de la explicación, emerge de la explicación deslumbrado y cegado como si hubieran agitado ante sus ojos una cantidad de pequellos soles.

HURACAN: Viento violento e impetuoso hecho de varios vientos opuestos que forman torbellinos.

iEste niño! - rezonga Juan Manuel. Y se sienta transido de frío, mientras grandes ruidos le azotan el cerebro como colazos de una ola que vuelve y se revuelve batiendo su flanco poderoso y helado contra él.

HALO: Cerco luminoso que rodea a veces la luna.

Una ligera neblina se interpone de pronto entre Juan Manuel y la palabra anterior, una neblina azul que flota y lo envuelve blandamente. iHalo! -murmura-, ¡halo! Y algo así como una inmensa ternura empieza a infiltrarse en todo su ser con la seguridad, con la suavidad de un gas. ¡Yolanda! ¡Si pudiera verla, hablarla! Quisiera, aunque más no fuese, oirla respirar a través de la puerta cerrada de su alcoba. Todos, todo duerme. ¡Qué de puertas, sigiloso y protegiendo con la mano la llama de su lámpara, debió forzar o abrir para atravesar el ala del viejo caserón! ¡Cuántas habitaciones desocupadas y polvorientas donde los muebles se amontonaban en los rincones, y cuántas otras donde, a su paso, gentes irreconocibles suspiran y se revuelven entre las sábanas! Había elegido el camino de los fantasmas y de los asesinos. Y ahora que ha logrado pegar el oído a la puerta de Yolanda no oye sino el latir de su propio corazón. Un mueble debe sin duda alguna obstruir aquella puerta por el otro lado; un mueble muy liviano puesto que ya consiguió apartarlo de un empellón. ¿Quién gime? Juan Manuel levanta la lámpara; el cuarto da primero un vuelco y se sitúa ante sus ojo, ordenado y tranquilo.

Velada por los tules de un mosquitero advierte una cama estrecha donde Yolanda duerme caída sobre el hombro izquierdo, sobre el corazón; duerme envuelta en una cabellera oscura, frondosa y crespa, entre la que gime y se debate. Juan Manuel deposita la lámpara en el suelo, aparta los tules del mostquitero y la toma de la mano. Ella se aferra de sus dedos, y él la ayuda entonces a incorporarse sobre las almohadas, a refluir de sus sueño, a vencer el peso de esa cabellera inhumana que debe atraerla hacia quien sabe qué tenebrosas regiones.

Por fin abre los ojos, suspira aliviada y muermura: Gracias.

— Gracias, — repite. Y fijando delante de ella unas pupulas sonámbulas explica: —¡Oh, era atroz! Estaba en un lugar atroz. En un parque al que a menudo bajo en mis sueños. Un parque. Plantas gigantes. Helechos altos y abiertos como árboles. Y un silencio atroz. Un silencio verde como el del croroformo. Un silencio desde el fondo del cual se aproxima un ronco zumbido que crece y se acerca. La muerte, es la muerte. Y entonces trato de huir, de despertar. Porque si no despertara, si me alcanzara la muerte en ese parque, tal vez me vería condenada a quedarme allí para siempre. Es atros ¿verdad?

Juan Manuel no contesta, temeroso de romper aquella intimidad con el sonido de su voz. Yolanda respira hondo y continúa:

— Dicen que durante el sueño volvemos a los itios donde hemos vivido antes de la existencia que estamos viviendo ahora. Yo suelo también volver a cierta casa criolla. Un cuarto, un patio, un cuarto y otro patio con una fuente en el centro. Voy y...

Enmudece bruscamente y lo mira.

Ha llegado el momento que él tanto temía. El momento en que lúcida, al fin, y libre de odo pavor, se pregunta cómo y por qué está aquel hombre sentado a la orilla de su lecho. Aguarda resignado el: "¡Fuera!" imperiosos y el ademán solemne con el cual se dice que las mujeres indican la puerta en esos casos. Y no. Siente de golpe un peso sobre el corazón. Yolanda ha echado la cabeza sobre su pecho.

Atónito, Juan Manuel permanece inmóvil. ¡Oh, es sien delicada, y el olor a madreselvas vivas que se desprende de aquella impetuosa mata de pelo que le acaricia los labios! Largo rato permanece inmóvil. Inmóvil, enternecido, maravillado, como si sobre su pecho se hubiera estrellado, al pasar, un inesperado y asustadizo tesoro.

¡Yolanda! Ávidamente la estrecha contra sí. Pero ella entonces grita, un gritito ronco, extraño, y le sujeta los brazos. Él lucha enredándose entre los largos cabellos perfumados y ásperos. Lucha hasta que logra asirla por la nuca y tumbarla brutalmente hacia atrás.

Jadeante, ella revuelca la cabeza de un lado a otro y llora. LLora mientras Juan Manuel la besa en la boca, mientras le acaricia un seno pequeño y duro como las camelias que ella cultiva. ¡Tantas lágrimas! ¡Cómo se escurren por sus mejillas, apresuradas y silenciosas! ¡Tantas lágrimas! Ahora corren hasta el hueco de la almohada y hasta el hueco de su ruda mano de varón crispada bajo el cuello sometido.

Desembriagado, avergonzado casi, Juan Manuel relaja la violencia de su abrazo.

— ¿Me odia, Yolanda?

Ella permanece muda, inerte.

— Yolanda. ¡Quiere que me vaya?

Ella cierra los ojos como si se desmayara de pronto. "Váyase", murmura.

Ya lúcido, se siente enrojecer y un relámpago de vehemencia lo traspasa nuevamente de pies a cabeza. Pero su pasión se ha convertido en ira, en desagrado. Las maderas del piso crujen bajo sus pasos mientras toma la lámpara y se va, dejándola hundida en la sombra.

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