Existe en Lombardía un monasterio, famoso por su santidad y la austera regla que en él se observa. Una mujer, llamada Isabel, bella y de elevada estirpe, lo habitaba algún tiempo hacía, cuando cierto día fue a verla, desde la reja del locutorio, un pariente suyo, acompañado de un amigo, joven y arrogante mozo. Al verlo, la monjita se enamoró perdidamente de él, sucediendo otro tanto al joven; mas durante mucho tiempo no obtuvieron otro fruto de su mutuo amor que los tormentos de la privación. No obstante, como ambos amantes sólo pensaban en el modo de verse y estar juntos, el joven, más fecundo en inventiva, encontró un expediente infalible para deslizarse furtivamente en la celda de su querida. Contentísimos entrambos de tan afortunado descubrimiento, se resarcieron del pasado ayuno, disfrutando largo tiempo de su felicidad, sin contratiempo. Al fin y al cabo, la fortuna les volvió la espalda; muy grandes eran los encantos de Isabel, y demasiada la gallardía de su amante, para que aquélla no estuviese expuesta a los celos de las otras religiosas. Varias espiaban todos sus actos, y, sospechando lo que había, apenas la perdían de vista. Cierta noche, una de las religiosas vio salir a su amante de la celda, y en el acto participa su descubrimiento a algunas de sus compañeras, las cuales resolvieron poner el hecho en conocimiento de la abadesa, llamada Usimbalda, y que a los ojos de sus monjas y de cuantos la conocían pasaba por las mismas bondad y santidad. A fin de que se creyera su acusación y de que Isabel no pudiese negarla, concertáronse de modo que la abadesa cogiese a la monja en brazos de su amante. Adoptado el plan, todas se pusieron en acecho para sorprender a la pobre paloma, que vivía enteramente descuidada. Una noche que había citado a su galán, las pérfidas centinelas venle entrar en la celda, y convienen en que vale más dejarlo gozar de los placeres del amor, antes de mover el alboroto; luego forman dos secciones, una de las cuales vigila la celda, y la otra corre en busca de la abadesa. Llaman a la puerta de su celda, y le dicen.
—Venid, señora; venid pronto: hermana Isabel está encerrada con un joven en su dormitorio.
Al oír tal gritería, la abadesa, toda atemorizada, y para evitar que, en su precipitación, las monjas echasen abajo la puerta y encontrasen en su lecho a un clérigo que con ella le compartía, y que la buena señora introducía en el convento dentro de un cofre, levántase apresuradamente, vístese lo mejor que puede, y, pensando cubrir su cabeza con velo monjil, encasquétase los calzones del cura. En tan grotesco equipo, que en su precipitación no notaron las monjas, y gritando la abadesa: “¿Dónde está esa hija maldita de Dios?”, llegan a la celda de Isabel, derriban la puerta y encuentran a los dos amantes acariciándose. Ante aquella invasión, la sorpresa y el encogimiento los deja estáticos; pero las furiosas monjas se apoderan de su hermana y, por orden de la abadesa, la conducen al capítulo. El joven se quedó en la celda, se vistió y se propuso aguardar el desenlace de la aventura, bien resuelto a vengarse sobre las monjas que cayesen en sus manos de los malos tratamientos de que fuese víctima su querida, si no se la respetaba, y hasta robarla y huir con ella.
La superiora llega al capítulo y ocupa su asiento; los ojos de todas las monjas están fijos en la pobre Isabel. Empieza la madre abadesa su reprimenda, sazonándola con las injurias más picantes; trata a la infeliz culpable como a una mujer que en sus actos abominables ha manchado y empañado la reputación y santidad de que gozaba el convento. Isabel, avergonzada y tímida, no osa hablar ni levantar los ojos, y su conmovedor embarazo mueve a compasión hasta a sus mismas enemigas. La abadesa prosigue sus invectivas, y la monja, cual si recobrara el ánimo ante las intemperancias de la superiora, se atreve a levantar los ojos, fíjalos en la cabeza de aquella que le está reprimiendo, y ve los calzones del cura, que le sirven de toca, lo cual la serena un tanto.
—Señora, que Dios os asista; libre sois de decirme cuánto queráis; pero, por favor, componeos vuestro tocado.
La abadesa, que no entendió el significado de estas palabras.
—¿De qué tocado estás hablando, descaradilla? ¿Llega tu audacia al extremo de querer chancearte conmigo? ¿Te parece que tus hechos son cosa de risa?
—Señora, os repito que sois libre de decirme cuanto queráis; pero, por favor, componed vuestro tocado.
Tan extraña súplica, repetida con énfasis, atrajo todos los ojos sobre la superiora, al propio tiempo que impelió a ésta a llevar la mano a su cabeza. Entonces se comprendió por qué Isabel se había expresado de tal suerte. Desconcertada la abadesa, y conociendo que era imposible disfrazar su aventura, cambió de tono, concluyendo por demostrar cuán difícil era oponer continua resistencia al aguijón de la carne. Tan dulce en aquellos momentos como severa pareciera ha poco, permitió a sus ovejas que siguieran divirtiéndose en secreto (lo cual no había dejado de hacerse ni un momento), cuando se les presentara la ocasión, y, después de perdonar a Isabel, se volvió a su celda. Se reunió la monjita con su amigo, y le introdujo otras veces en su habitación, sin que la envidia la impidiera ser dichosa. |