Hubo, en otra época, en Rímini, un comerciante, muy rico en tierras y en metálico, con mujer bonita y de primaverales años, que se volvió en extremo celoso. ¿Cuál era el motivo? No tenía otro sino que amaba hasta la locura a su mujer, encontrándola perfectamente bonita y bien hecha, y como el anhelo de ella era agradarle, se imaginaba que trataba, a la par, de agradar a los demás, ya que todos la hallaban amable y no cesaban de prodigar elogios a su belleza. Idea original, que sólo podía salir de un cerebro estrecho y enfermizo. Hostigado incesantemente por sus celos, no la perdía un instante de vista; de suerte que aquella infortunada era vigilada con más ahínco que lo son algunos criminales sentenciados a la última pena. Para ella no había ni bodas, ni festines, ni paseos: sólo le era permitido ir a la iglesia los días de gran solemnidad, pasando todo el tiempo en su casa, sin tener libertad de asomar la cabeza a las ventanas de la calle, bajo ningún pretexto. En una palabra, su situación era de las más desdichadas, y la soportaba con tanta mayor impaciencia cuanto que no tenía cosa que reprocharse. Nada más capaz de conducirnos al mal que la torcida opinión que se haya formado de nosotros. Así, pues, aquella mujer, viéndose, sin motivo alguno, mártir de los celos de su marido, creyó que no sería un crimen mayor si estaba celoso con fundamento. Mas ¿cómo obrar para vengarse de la injuria hecha a su discreción? Las ventanas permanecían continuamente cerradas, y el celoso se guardaba de introducir en la casa quienquiera que fuese que hubiese podido enamorarse de su mujer. No teniendo, pues, la libertad de elección, y sabiendo que en la casa contigua a la suya vivía un joven gallardo y bien educado, deseaba que hubiese alguna hendidura en la pared que dividía sus habitaciones, desde la cual pudiese hablarle y entregarle su corazón, si quería aceptarlo, segura de que más tarde le sería fácil encontrar un medio para verse de más cerca y distraerse un tanto de la tiranía de su marido, hasta que este celoso se hubiese curado de su frenética pasión.
De consiguiente, mientras estuvo ausente su marido, no tuvo otra ocupación que inspeccionar la pared por todos lados, levantando con frecuencia la tapicería que la cubría. A fuerza de mirar y remirar, divisó una pequeña hendidura, y, aplicando los ojos en ella, vio un poco de luz al través. Si bien no le fue posible distinguir los objetos, no obstante, pudo juzgar con facilidad que aquello debía ser una habitación. “Si por casualidad fuese la de Felipe, decía para sí, mi empresa estaría en vías de ejecución. ¡Dios lo quiera!” Su criada, que pusiera de su parte, y que estaba apiadada de su suerte, recibió el encargo de informarse discretamente de lo que le convenía saber. Aquella fiel confidente descubrió que la hendidura daba precisamente al cuarto del joven, y que éste dormía en él sin compañía. Desde aquel momento, no cesó la joven de escudriñar por el agujero, sobre todo cuando sospechaba que Felipe podía estar en la habitación. Un día que le oyó toser, empezó a rascar la hendidura con un bastoncito, y tanto hizo, que el joven se aproximó para ver lo que aquello significaba. Entonces ella le llamó por su nombre suavemente, y, habiéndola reconocido Felipe al timbre de su voz, y contestándole con cariño, apresúrase a declararle la pasión que le inspiraba. Contentísimo el joven por tan feliz coyuntura, trabajó, por su parte, para ensanchar el agujero, teniendo especial cuidado en cubrirlo con la tapicería cada vez que abandonaba la habitación. Al poco tiempo, la hendidura fue bastante grande para verse y tocarse las manos; empero, los dos amantes no podían hacer otra cosa, a causa de la vigilancia del celoso, que raras veces salía de casa, y encerraba a su mujer bajo llave, si se veía obligado a ausentarse por algún tiempo.
Acercábanse las fiestas de Navidad, cuando, una mañana, la mujer dijo a su marido que deseaba confesarse y ponerse en estado de cumplir con sus deberes religiosos el día de la Natividad del Salvador, según práctica entre buenos cristianos.
—¿Qué necesidad tenéis de confesaros —preguntó el marido—, y qué pecados habéis cometido?
—¿Creéis, acaso, que soy una santa —replicó la mujer— y que no peco lo mismo que las demás? Mas no es a vos a quien debo confesarme, ya que ni sois sacerdote ni tenéis facultades para absolverme.
No se necesitaba más para hacer nacer mil sospechas en el ánimo del celoso y para que le entraran ganas de saber qué pecados hubiese podido cometer su mujer. Creyendo haber hallado un medio seguro para lograr sus fines, le contestó que no tenía inconveniente en que fuera a confesarse, pero a condición de que lo haría en su capilla y con su padre capellán, o con cualquier otro sacerdote que éste le indicase; entendiéndose que iría muy temprano y regresaría a su casa una vez terminada la confesión. La joven, que no era lerda, creyó entrever algún proyecto en aquella respuesta; empero, sin despertar sus sospechas, díjole que estaba conforme con lo que le exigía.
Llegado el día de la festividad, se levanta al despuntar el alba, vístese y se encamina a la iglesia que su marido le había señalado, a la que llegó él antes que ella, por otro camino. El capellán estaba de su parte, habiéndose concertado los dos sobre lo que se proponía hacer. Vístese en seguida con una sotana y un capuchón o muceta que le cubría el rostro, y se sienta en el coro, así engalanado. Apenas hubo penetrado en la iglesia la señora, cuando preguntó por el padre capellán, rogándole se dignase confesarla. Este la dijo que en aquel momento no le era posible acceder a sus ruegos, mas que le mandaría uno de sus colegas, que no se encontraba tan ocupado como él y que tendría mucho gusto en confesarla. Poco después vio llegar a su marido, con el disfraz de que os he hablado; por más precauciones que tomó para ocultarse, como la señora recelaba de él, lo conoció en seguida, y se dijo en su interior: “¡Alabado sea Dios! De marido celoso, helo aquí convertido en sacerdote. Veremos cuál de los dos será el burlado. Le prometo que encontrará lo que busca: micer Cornamenta va a visitarlo, o yo me equivoco mucho.”
El celoso había tenido la precaución de meterse algunas piedrecitas en la boca para que su mujer no le conociera la voz. La joven, fingiendo tomarle por un clérigo verdadero, se echó a sus pies, y, después de recibir la bendición, empieza a comunicarle sus pecados. Luego le dice ser casada, y acúsase de estar enamorada de un sacerdote que todas las noches dormía con ella. Cada palabra de éstas fue una puñalada para el marido confesor, quien habría estallado, a no detenerlo el deseo de saber nuevas cosas.
—Pero ¿cómo es eso? —dice a la señora—. ¿Acaso vuestro marido no duerme a vuestro lado?
—Sí, padre mío.
—Y, entonces, ¿cómo puede dormir con vos un sacerdote?
—Ignoro qué secreto emplea —repuso la penitente—; pero no hay puerta de nuestra casa, por cerrada que esté, que no se abra a su presencia. Más me ha dicho, y es que, antes de entrar en mi dormitorio, tiene costumbre de pronunciar ciertas palabras para adormecer a mi marido, y que sólo cuando queda dormido abre la puerta y se acuesta a mi lado.
—Esto es muy mal hecho, señora mía; y, si queréis obrar bien, no debéis recibir más a ese infeliz sacerdote.
—No puede ser lo que pedís; le quiero tanto, que me fuera imposible renunciar a sus caricias.
—Si es así, siento tener que deciros que no puedo absolveros.
—¡Cómo ha de ser! Mas yo no he venido aquí para decir mentiras. Si me sintiese con fuerzas para seguir vuestro consejo, os lo prometería con mil amores.
—En verdad, señora, que siento os condenéis de esta suerte; no hay salvación para vuestra alma, si no renunciáis a ese comercio criminal. Lo único que puedo hacer en vuestro servicio es rogar al Señor para que os convierta, y espero que atenderá a mis fervientes oraciones. Os mandaré de vez en cuanto un clérigo para saber si éstas se han aprovechado. Si producen buen efecto, adelantaremos un poquito más y podré daros la absolución.
—¡Que Dios os libre, padre mío, de mandar quienquiera que sea a mi casa!: mi marido es tan celoso, que, si llegara a saberlo, nadie le quitaría de la cabeza que hay un mal en ello, y no me dejaría sosegar. Harto sufro ya ahora.
—No os dé cuidado eso, señora, pues arreglaré las cosas de suerte que él no tendrá de qué quejarse.
—Siendo así —repuso la penitente—, consiento de todo corazón lo que me proponéis.
Terminada la confesión, y dada la penitencia, la señora se levantó de los pies del confesor y fue a oír misa. El celoso despojóse de su disfraz, y luego regresó a su casa, con el corazón lacerado y ardiendo de impaciencia para sorprender al sacerdote y darle un mal rato.
La joven no tardó en apercibirse, al ver la cara de vinagre de su marido, que le había herido en lo vivo. Estaba el buen hombre de un humor insoportable. Aunque fingió cuanto pudo para no demostrar lo que pasaba en su interior, resolvió hacer centinela la noche siguiente en un cuartito inmediato a la puerta de la calle, para ver si acudía el sacerdote.
—Esta noche —dijo a su mujer— no vendré a cenar, ni a dormir; de consiguiente, te ruego cierres bien las puertas, y sobre todo la de la escalera y la de tu habitación. En cuanto a la de la calle, yo me encargo de cerrarla, y me llevaré la llave.
—Está muy bien —contestó la mujer—; puedes quedar tan tranquilo como si no te ausentases de casa.
Viendo que las cosas seguían el camino que ella deseaba, espió el momento favorable para dirigirse al agujero de comunicación, e hizo la señal convenida. Al momento se acerca Felipe, y la señora le cuenta lo que hizo por la mañana y lo que le dijo su marido, después de comer.
—No creo ni una palabra —prosiguió— de su pretendido proyecto; hasta estoy segura que no saldrá de casa; mas ¿qué importa, con tal que se esté junto a la puerta de la calle, donde, no me cabe duda, permanecerá de centinela toda la noche? Así, pues, querido amigo, tratad de introduciros en nuestra casa por el tejado, y venid a reuniros conmigo cuanto haya oscurecido. Encontraréis abierta la ventana del desván; pero tened cuidado de no caer, al pasar del uno al otro tejado.
—Nada temáis, querida amiga —contestó el joven, en el colmo de su alegría—; la pendiente del tejado no es muy rápida; por lo tanto, no hay peligro alguno.
Llegada la noche, el celoso se despidió de su mujer, fingió salir afuera, y, habiéndose armado, fue a apostarse en el cuarto inmediato a la calle. Por su parte, la mujer hizo como que se encerraba bajo siete llaves, si bien se contentó con cerrar la puerta de la escalera, para que el marido no pudiese acercarse, y en seguida corre en busca de Felipe, que se introduce en su dormitorio, donde emplearon las horas muy agradablemente. No se separaron hasta que comenzó a despuntar la aurora, y eso con pena.
El celoso, armado de pies a cabeza, estaba muriéndose de despecho, de frío y de hambre, pues no había cenado, y se mantuvo en acecho hasta que se hizo de día. Como el sacerdote no compareciera, se acostó sobre un catre que había en aquella especie de covacha, y, después de dormir dos o tres horas, abrió la puerta de la calle, fingiendo llegar de fuera. El siguiente día, un muchacho, que dijo venir de parte de cierto confesor, preguntó por la mujer, informándose sobre si el hombre en cuestión había acudido la noche pasada. La joven, que estaba sobre aviso, contestó negativamente, y que, si su confesor quería seguir auxiliándola durante algún tiempo, creía poder olvidar la persona por quien sentía todavía inclinación.
Difícil será creerlo, pero no deja de ser cierto que el marido, cegado siempre por los celos, continuó acechando por espacio de algunas noches, esperanzado de sorprender al sacerdote. Ya comprenderá el lector que la mujer aprovecharía todas sus ausencias para recibir las caricias de su amante y entretenerse con él de lo agradable que es engañar a un celoso.
Aburrido el marido de tanta fatiga inútil, y perdida la esperanza de poder declarar infiel a su mujer, no lograba, sin embargo, retener los ímpetus de sus celos; por lo tanto, tomó el partido de preguntarle lo que había dicho a su confesor, puesto que le mandaba recados con tanta frecuencia. La señora contestó que no estaba obligada a decírselo. Insistió el marido, y viendo que todo era inútil:
—¡Pérfida, bribonaza! —añadió con acento furioso—. A pesar de tus negativas, ya sé lo que le dijiste, y quiero saber irremisiblemente quién es el sacerdote temerario que, merced a sus sortilegios, ha logrado dormir contigo, y del que estás tan enamorada; ¡o me dices su nombre, o te estrangulo!
Entonces, la mujer negó que estuviese enamorada de ningún sacerdote.
—¿Cómo es eso, desdichada? ¿Acaso no dijiste a tu confesor, el día de Navidad, que amabas a un cura y que casi todas las noches se acostaba a tu lado, mientras yo dormía? Desmiénteme, si te atreves.
—No tengo necesidad de ello —repuso la mujer—; mas reportaos, por favor, y os lo confesaré todo. ¿Es posible —añadió la joven, sonriendo— que un hombre experto, como sois vos, se deje embaucar por una mujer tan sencilla como yo? Lo más extraño del caso es que nunca habéis sido menos prudente que desde que entregasteis vuestra alma al demonio de los celos, sin saber fijamente por qué. Así, pues, cuanto más torpe y estúpido os habéis vuelto, menos debo vanagloriarme de haberos engañado. ¿Creéis de buena fe que esté yo tan ciega de los ojos del cuerpo como hace algún tiempo lo estáis vos de los del ánimo? Desengañaos, que yo veo muy claro; tan claro, que reconocí perfectamente al sacerdote que me confesó la última vez; sí, vi que erais vos mismo en persona; mas, para castigaros de vuestros curiosos celos, quise haceros pasar un mal rato, y lo sucedido después responde al éxito de mi empresa. No obstante, si hubieseis tenido alguna inteligencia, si los espantosos celos que os atormentan no os hubieran quitado la penetración que antes poseíais, no formaríais tan mala opinión de vuestra esposa, ni creyerais que era verdad lo que os decía, sin suponerla, por esto, culpable de infidelidad. Os dije que amaba a un cura: ¿acaso no lo erais en aquel momento? Añadí que todas las puertas de mi casa se abrían a su paso, si quería dormir conmigo: ¿qué puertas os he cerrado, cuando habéis venido a buscarme? Además, os dije que el susodicho cura se acostaba conmigo todas las noches: ¿acaso habéis faltado de mi lado alguna vez? Y cuando me habéis acompañado y me ha visitado, de parte vuestra, el pretendido clérigo, ¿no he contestado que el cura no había comparecido? ¿Era tan difícil desembrollar este misterio? Sólo un hombre cegado por los celos ha podido no ver claro en el asunto. Y, en efecto, ¿no se necesita ser tonto, y muy tonto, para pasar las noches en acecho y quererme dar a entender que habíais ido a cenar y dormir fuera de casa? En lo sucesivo, no os deis tan inútil trabajo; razonad un poco más, y desechad, como en otras ocasiones, celos y sospechas. No os expongáis a ser el juguete de aquellos que pueden hallarse al tanto de vuestras locuras. Estad persuadido de que, si me encontrara de humor de engañaros y de trataros cual se merece un celoso de vuestra especie, no seríais vos quien me lo impidiese, y, aunque tuvieseis cien ojos, os juro que nada veríais. Sí, amigo mío: os pondría los cuernos, sin que abrigaseis la menor sospecha, si me diese la gana; así, pues, desechad unos celos tan deshonrosos para vuestra mujer como injurioso para vos mismo.
El imbécil del celoso, que, por medio de una treta, creía haber descubierto el secreto de su mujer, encontrándose él mismo cogido en el garlito, no supo qué contestar; y, por lo tanto, dio gracias al cielo de haberse equivocado; consideró a su mitad como un modelo de discreción y virtud, y abandonó sus celos, precisamente en el momento que hubiera podido tenerlos con razón. Su conversión dio una mayor libertad a la señora, que ya no tuvo necesidad de hacer penetrar al amante por el tejado, como los gatos, para solazarse con él. Le hacía entrar por la puerta de la calle, con alguna precaución, y disfrutaba momentos muy felices en su compañía, sin que nada sospechara el marido. |