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Eusebio Blasco

"La sepulturera"

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Música: Rodrigo - A la sombra de Torre Bermeja
 
La sepulturera
     

I

— ¡Ahí tienes la cena! Yo no tengo ganas.

—Pues están muy apetitosas las chuletas, y el arroz huele a gloria... ¿Qué tienes? Yo no sé si es la calor o tu convalecencia de las calenturas, pero estás que no te aguantas a tí misma. Aprende de mí, que hoy he enterrado a seis párvulos y cinco personas mayores y estoy reventado, y ahora, que son las ocho de la noche, acabo de abrir dos zanjas para huéspedes nuevos; y, sin embargo, vengo de buen humor, porque voy a verte, a cenar contigo, con mi Nicanora, que cada día está más buena moza.

— ¡Quita day!

— ¡Un abrazol

— ¡Que no! ¡Que estoy requemada y con la sangre ardiendo y no tengo humor de mimos! ¡Quién me sacó a mí de la plaza de los Mostenses! Allí, a lo menos en este mes de Agosto, sentada en la acera, delante de la fresquería de mi padre, hablaba con la gente, oía requiebros y buenas palabras, la servían a una la cena y no tenía uno que hacerla; tomaba una el aire...

— Pues vamos a sacar la mesa a la puerta: anda, hay una luna hermosa, cenaremos fuera, nadie nos ha de estorbar... vaya, coge de este lado...

— Sí, eso es; cenar delante de las tumbas, viendo esos fuegos que salen de las fosas y me siguen y me corren, que de eso cogí la enfermedad; cenar a la luna, rodeada de muertos... ¡Maldita sea la hora!

—¡¡Nicanora!!

Y Acisclo se levantó y echo mano al bolsillo izquierdo interior de la chaqueta.

—¡Qué! ¿Me vas a matar? ¡Pues y a tardasl Pa vivir aquí sola, siempre sola, condenada a no ver más que carros de muertos, cadáveres y más cadáveres, que al descubrirlos para decirles el último responso, están horribles... y luego no tratar con mi marido más que a las horas de comer, y tener que guisar cosas que para traerlas de Madrid es menester andar leguas...

¡Oh, qué aborrecida estoy y qué harta! No, no me mires así, ni te pongas descolorido; y a te lo he dicho, no le temo a la muerte...

¡Enterrarás un muerto más y yo habré descansao!

Acisclo sacó la mano del bolsillo interior y se echó a llorar.

Y era cosa de ver aquel mocetón de veintiséis años, fuerte, robusto, buen mozo, y aquella hermosa madrileña de veintitrés, blanca como la nieve, con los ojos negros como la mora, despechugada, la blusa abierta, los brazos al aire, la falda recogida a un lado, los blancos pies metidos en zapatos descotados, que fueron de noviazgo, y que ahora en chancleta servían de babuchas...

¡Oh, qué hermosa estaba! ¡Y él, qué enamorado!

Lloraba, lloraba como un niño, y ella no se conmovía; porque las mujeres lloran para enternecer y hacer sucumbir a los hombres, ¡pero cuando nosotros lloramos, nos resisten y luchan!

—¿Te engañé yo acaso cuando te casaste conmigo? ¿No te dije que mi oficio era vivir en el cementerio, vida tranquila, si se quiere, y de provecho, porque tienes la casa, tienes un jardinillo, tienes la seguridad del amor de tu marido?... ya, ya te conozco; a tí no te gusta esto, a los ocho meses de casada ya no quieres más soledad, te hace falta Madrid, y la plazuela, y las verbenas, y los piropos de los chulos, porque eres chula de sangre, porque lo eres.

Y lloraba, lloraba, y se daba con la cabeza contra el respaldo de la silla.

— ¡Y qué!—exclamaba la Nicanora desafiándole .— Yo tenía mis buenas alhajas, que me regalaron mis parientes cuando me casé, ya sabes que soy ciega por las alhajas, todas me las has empeñado y se han perdido...

— Las empeñé para pagar el médico y la botica, porque has estado enferma dos meses, y cada vez que venía el médico desde Madrid costaba dos duros, y la botica ha subido a más de tres mil reales... y gracias a Dios todo lo doy por muy bien empleado, porque ya estás buena, y tan buena moza y tan hermosa... Oye, Nicanora, no nos enfademos, ven, déjame que te abrace...

— ¡Quita day, te he dicho! ique estoy para echar a correr de aquí y no volver en mi vida! Pensar que o lo pasaba tan bien, que tenía un novio rico...

—¡No lo nombres!

— Sí, aun tienes celos de él, de Isidro el matutero... Matutero o no, y diga mi padre lo que quiera, valía más que tú, que no haees nada por tener a tu mujer contenta... contenta... ¡No te acerques, que hueles a muertol

—Nicanora, por Dios, por la Virgen Santísima de la Paloma que nos está oyendo (y señalaba a la imagen que tenía en la pared, sobre la cama), no me tientes, no me pongas en un precipicio... mira que te quiero cada día más, que esta noche, así, tan descuidada como estás, te veo más hermosa que el día en que nos casamos... ¿Qué es lo que tú quieres? ¿Qué quejas tienes de mí? ¿Qué puedo yo hacer para que me niegues esos brazos que son mi descanso, mi alegría, mi felicidad?

La Nicanora pareció ablandarse.

Se acercó a él, se arremangó hasta los hombros, y dándole un cariñoso codazo...

— ¡Yo te daré más abrazos que muertos hay por ahí fuera; pero dame gusto alguna vez, dime que harás lo que yo te pida!

— ¡Todo lo que se te antoje!

—Júramelo.

—¡Si no hace falta!

— Júralo delante de la Virgen!

— ¡Te lo juro; pide por esa boca!

— ¡Vaya, hombre, que siempre se ha de hacer lo que tú quieras!

II

¡Oh, pálida luna, que presides en la soledad de la noche a los más íntimos amoresf ¡Muertos que dormís el eterno, sueño en el fondo de vuestras tumbas!... ¡fosforescentes luces de los huesos humanos que revoloteáis en torno de la humilde vivienda; ruiseñores de la pradera que cantáis en la callada noche de verano!... ¡emblemas y símbolos de la temida muerte, respetad y arrullad en silencioso coro los éxtasis mudos de exhuberantes vidas!

III

El reloj del cementerio dio las tres. La luna comenzaba a descender, y sus rayos últimos, penetrando por las entreabiertas ventanas, alumbraron la sombría y trágica escena...

— Oye — dijo la Nicanora.—Esta tarde habéis enterrado a la mujer del joyero de la calle de la Luna. Se conoce que su marido la quería mucho, porque al abrir el féretro en el patio, delante de todos aquellos señores que vinieron con el duelo, la vi cubierta de brillantes, esmeraldas, rubíes; la muerta lleva brazaletes de oro, pendientes de perlas, un collar que vale lo que tú no sabes... Coge la piqueta y tráeme todo eso...

Acisclo saltó del lecho al suelo como un tigre herido.

—¡Qué es lo que me pides!

—¡Lo que me has prometido! ¡Lo que me has jurado!

— ¡No, por Dios! ¡Por la Virgen Santísima!... ¡Eso no puede ser, eso no se ha hecho nunca!

— ¡Y eres tú el que me quieres tanto! ¡Quita day, cobarde!

Y de un empujón de sus robustos brazos, le arrojó lejos de ella.

Acisclo se puso de rodillas:

—¡Nicanora, vida mía, ten compasión de mi!... ¡no me pidas cosa tan horrible!

—Ni tú me pidas a mí que viva más contigo. A las cuatro y media amanece, y a las cuatro y media me voy, ¿lo oyes? Porque eres un nadie, porque no eres hombre de hacer nada por una mujer, ni aun por la tuya... ¿Y yo te he abierto los brazos?... ¡Quita, quítate de en medio, cualquier cosa!

El hombre se levantó, miró fijamente al cuadro de la Virgen, descolgó de la pared la piqueta y la pala, se volvió a contemplar a su hermosísima mujer que desmelenada y perezosa, estaba tendida en la cama con el mayor descuido y en todo el esplendor de su juventud, y le dijo por última vez:

—¿Pero por qué tienes esa ambición de cosas ricas? ¿No eres feliz aquí a mi lado?

— Tengo que ir a la verbena de San Andrés, lo he prometido: todo aquel barrio me conoce; mis alhajas se han perdido; no me queda más que el mantón porque lo salvé de tus uñas... quiero que me vean como me han visto siempre, quiero que digan que tu mujer, la sepulturera, ha hecho raya, ¿lo oyes? L a muerta no necesita perlas y diamantes, y cuando tú veas como yo sé ponerme...

Acisclo echó a correr, exclamando:

—¡Espera! ¡No hablemos más! ¡Ya está hecho! ¡ya está hecho!

IV

Le vio marcharse corriendo, a la luz de la moribunda luna... Y entonces metió la mano por entre los, dos colchones y sacó la carta que desde dos semanas antes tenía escondida. La carta decía:

Si eres una mujer de veras, vente, que conmigo no te faltará nada.—Isidro.

La rompió en mil pedazos y se puso a la ventana a contemplar, allá a lo lejos, en el fondo del primer patio, a su marido, que levantaba la blanca losa, y daba fúnebres y sordos golpes con la piqueta... Operación larga, muy larga, que ella presenciaba a distancia, allí, sola, recogiéndose y echándose atrás la mata de pelo que le caía por los hombros y la sofocaba, porque la impaciencia y el miedo a la soledad del santo lugar le daban fríos sudores...

Comenzaba a amanecer. La tenue claridad del nuevo día se dibujaba por cima de las tapias, y allá, en el fondo del árido paisaje madrileño, sobre las cumbres del blanco Guadarrama, rosados tintes anunciaban un día estival, rico de luz y de calor sofocante.

Ya la tremenda faena estaba por lo visto acabada, Acisclo volvía.

Entró en su vivienda y arrojó sobre la mesa donde aún estaba intacta la cena de ambos cónyuges olvidada, dos brazaletes, unos pendientes, un collar, sortijas, broches, una verdadera riqueza, que aun a la débil luz matinal deslumhraba con la irradiación de las piedras preciosas.

—Toma... ahí lo tienes todo... todo... La muerta tiene los ojos abiertos... me miraba de un modo espantoso, le he arrancado cuanto llevaba encima... estoy aterrado, estoy rendido de cansancio, de hambre, de insultos y de caricias... mañana tal vez... el presidio... pero a gusto tuyo, todo por tí, todo para tí, tú mandas, tú eres la reina, tú eres mi vida, mi alma, mi voluntad...

Cayó sobre la cama desplomado, como muerto...

—Duerme, hijo mío, duerme...—dijo ella besándole en la frente...

V

Y así que le vio rendido a la fatiga y a las emociones de la noche, salió al patio, llenó un cubo de agua en la fuente, volvió a su caseta, se lavó y se relavó, sacó de la cómoda las medias negras de los días de lujo, las enaguas crujientes de puro almidonadas, el vestido de percal rosa pálido con motitas obscuras, y sobre todo esto, el pañolón negro de sesenta duros con media vara de fleco. Y en seguida la peina del día de la boda, y así que toda la ropa cuidadosamente guardada con premeditación y alevosía, estuvo sobre el hermoso cuerpo, lo adornó con las alhajas tiradas sobre la mesa: brazaletes, pendientes, sortijas, broches...

Se contempló un instante en el modesto espejo que sobre la cómoda había. Sacó adelante el pie derecho para vérsele bien calzado con los descotados zapatos amarillos, y después de apretarse con ambas manos las caderas y tornar a mirarse, dando media vuelta y volviendo la cara, apoyó la mano en la puerta, lanzó una larga mirada sobre el sepulturero, tendido boca arriba y respirando con fuerza profundamente dormido... levantó a la vez los dos hombros y arqueó los ojos, y adelantó el labio inferior con un gesto de suprema y fatal resolución, y salió al campo respirando con ansia el aire fresco de la mañana.

VI

Los periódicos lo anunciaron al día siguiente por la tarde:

«...El señor cura del cementerio halló esta mañana profanada la tumba de la inolvidable y virtuosa señora de Orioste, enterrada anteayer tarde. Todas las alhajas que el cadáver llevaba, han sido robadas. El sepulturero Acisclo Gómez se ha declarado autor de este infame robo, y ha sido inmediatamente detenido. Al ser conducido desde el cementerio a la cárcel, aprovechando un instante de descuido de los guardias, se ha dado la muerte degollándose con una navaja de afeitar que, no se sabe cómo, había sin duda conseguido ocultar para llevar a caba el suicidio...»

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Misterio y Terror