No se trata de alta sociedad sino de la
sociedad alta.
En un quinto piso, sóbrelos tejados,
con un panorama de chimeneas, bohardillas,
cúpulas de iglesias, campanarios, y alláa lo lejos San Jerónimo, y los altos del Retiro, contemplaba yo años há, desde mi azotea, mientras
regaba mis tiestos y admiraba al loro de enfren
te que cantaba muy bien la música de Chueca,
este mundo de los que viven, como decimos en
Madrid, el primer piso bajando del cielo.
Tan interesante es el estudio de las bohardillas, como el de los palacios. Habitantes de unos
y de otras, viven en las alturas. Gloría in excelsis. También es gente de arriba esta que no figura en las elegantes crónicas de Monte-Cristo, Gente feliz, a su manera o a mi modo de ver;
que tal vez ella no se crea dichosa.
— ¿Y por qué no?
La resignación es el secreto de la felicidad.
De mi madre lo aprendí y mi carácter no lo variaron ni la próspera ni la adversa fortuna.
Más de veinte bohardillas hay frentea mis balcones, exclamaba yo. En cada una de ellas
habrá, tal vez, un envidioso de quien viva mejor. ¡A mí me sucede lo contrario y les envidio a todos!
Desde luego viven con poco, no tienen grandes necesidades, no se parecena nosotros, los que vivimos como los ricos y somos pobres, desgracia común en la sociodad actuala las dos terceras partes de la gente. Ese carácter de celda que toda bohardilla tiene, hace querer- la más que al cuarto principal ó al hotel lleno de muebles, tapices, cuadros y criados. Todo rincón es adorado. Tiene algo de cuna, de confesionario, de camarote, de panteón de familia.
Todo está en un palmo de terreno en los interiores que puede ver de lejos.
La cama, la mesa de trabajo, el sofá, la cómoda con los jarrones de China, y el cuadro de
tal santo o tal personaje célebre.
Y es curioso observar que en las bohardillas
hay siempre señalen de devoción y amora las
flores, y Cristos y rosarios.
Tienen todas, como un parque de tejas, inclinado hacía adelante, que impide ver la calle.
Los ruidos del arroyo se oyen como si viniesen de otro mundo. El piano de manubrio que repite diariamente la canciones populares y los
walses franceses, la voz del que vende requesón o macetasde claveles, el ciego que canta la
jota y al son de la jota dice que mva el sol, viva la
luna, viva la Virgen del Carmen; los coches que pasan rodando y suenana truenos óa descargas
lejanas, las voces de las vecinas de las tiendas — ¡Ambrosia! ¿tiés hilo negro? ¡Aparte usté ese
coche, tió pesao, deje usté pasar el carro! — A este pobrecito ciego, una limosnita por Dios,
faltando la vista, falta too! ¡La Virgen Santísima se lo pagará...! ¡Y rábanos! ¡La lista gran
de! Todo esto llega como si se oyera desde un
globo, sin ver nada abajo.
Pero arriba se vive en calma. De vez en
cuando se ve una cabeza de mujer y una mano
que asoma con un jarro de agua y riega las clavellinas. Raro es el habitante de estas tumbas
eminentes que no tiene flores. ¡Las flores son
gran compañía, son el lujo de los pobres! Geranios, rosales, claveles, jacintos y pensamientos.
Y en la pared, en la parte de afuera, un canario, una cardelina, que son como de la famila,
porque sus dueñas les hablan y los pajaritos
responden. — ¿Qué es lo que tú quieres, monin,
tu hojita de lechuga, verdad? Toma tú, tómala
ya, rico de la casa... Y el canario pía. Todos
piamos por algo en este bajo mundo.
Allá en la otra vivienda aérea se oye constantemente el eterno pelear de la madre con los hijos, a quienes llama tunantes y arrastraos y les
quiere más quea su vida. — ¡Indino! ¡Baja de esa silla, que te vas matar! ¡Ay, si voy, ya verás infame, ya verás la tunda que te vasa llevar! ¡Ay, qué hijos, Dios mío, más valiera irá cavar que pelear con ellos! — ¿Qué es eso doña
Andrea? — dice la vecina de al lado, sacando medio cuerpo por el boquete de la bohardilla próxima. — Qué ha de ser, señor; estos hijos que me
quitan la vida. ¿Querrá usted creer que me han
rotoel San Isidro que me venía de mi madre, tirándose las almohadas? ¡Le digoa usted que llevo una vida de mártir con estas criaturas!
Afortunadamente dos horas después la oigo
cantar lo de la falda de percal planchaa, y repetir a voz en grito allá en el f mdo de su sarcófago
con tejas: — ¿Quién te quierea tí en este mundo,
sol de Madrid? ¡Ay, qué rico! — Y allá van besos,
y besos, y besos, mientras el sol se pone...
A esas horas bajan lentamente los gatos, mirana derecha e izquierda y andando casi de
puntas, como las bailarinas, se recogena sus
domicilos, deslizándose como sombras. La viudita del sexto salea recoger las enaguas que
estuvieron todo el día al sol, y arranca de la
maceta de la esquina del balcón el clavel que
vaa ser la perdición de los hombres en el café del barrio. En mangas de camisa, aparece el
hombre de las patillas blancas, que asoma la venerable calva entre dos tiestos de albahaca y
lee el Gedeón; y se ríea carcajadas solo en su palacio de seis duros al mes; los chiquillos de la
madre mártir lloran porque no les dan paná deshora; y allá abajo, en la ciudad ignorada en
estos planetas, venden el Tio Jindama con la revista de toros.
Antes de que caiga el sol, se ve un mundo de personas honradas y felices en su modestia, que cantan y preparan esa comida casera en la que dominan el azafrán y el aceite, y cuyos aromas suben al cielo como si fueran el incienso de los desheredados. De un tejadoa otro se miran
horas enteras un estudiante y una planchadora. ¡Qué miradas! Duran una hora. Apoyados uno
y otro en el borde de sus rejas, bañados por el último rayo del sol, él fumando despacio, ella
leyendo a tragos El cura de aldea y cada vez que
uno y otro levantan la cabeza, se envían el
alma de un tejadoa otro... no es posible traducir ni copiar lo que aquellos dos vecinos se dicen
sin decirse nada...
Y entonces recuerdo yo tantos viajes, tantas grandes capitales, tantas emociones, tanto mundo visto y recorrido... el gran Boulevar, el Prater de Viena, el Paseo de los Tilos, de Berlín, la
Plaza de Bruselas, el movimiento infernal de
Hamburgo, las fiestas fantásticas de San Petersburgo, el Vesubio, la corte de tal emperador,
las noches de París, la vida vertiginosa moderna... y mientras voy comparando, y siempre en
favor de la vida tranquila, vienea interrumpir
las reflexiones la voz de la vecina, que le dice al
niñoa quienacaba de acostar y arropar:
—Un Padre nuestro porque papá vuelva sano
y bueno de la guerra...
—Un Ave María para que Dios nos libre de enfermedades...
Cuatro esquinitas
tiene mi cama..,
cuatro angelitos
que me la guardan...
Y el niño repitea compás, y la sombra va cubriéndolo todo; y mientras riego mis flores,
me digo:
—¡Cuando se piensa que la felicidad puede consistir en tan poca cosa!
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