Había en el presidio de... donde sea, que el nombre de la ciudad no hace al caso; había, digo, gente muy mala. Verdad es que no suele abundar la gente buena en tales casas.
Pero entre los cuatrocientos y pico de penados, había uno que valía por todos.
El Lobo le llamaban.
Estaba preso hacía cuarenta y dos años y tenía sesenta.
Desde la edad más tierna fue corriendo de cárcel en cárcel y de presidio en presidio, por ladrón y asesino. No se sabe cómo se libró del cadalso; pero ello es que, condenado una vez a veinte años por un crimen espantoso, así que cumplió la condena fué ladrón en cuadrilla y secuestrador, y mató a una mujer y dos niños, y le condenaron a más años de cadena de los que pudiera vivir. Era hombre tan feroz y de carácter tan malo, que los demás presidiarios no se le acercaban nunca. Hacían un círculo al pasar cerca de él, porque su instinto natural le pedía sangre, y en más de una ocasión al que se le acercó, le hizo mucho daño con los dientes o a patadas o con las agujas de hacer media, porque su ocupación constante era hacer calceta. Sanguinario era como pocos. Carnicero, como las fieras más salvajes. Y los carniceros y sanguinarios no tienen término medio, o se llaman Napoleón I o se llaman El Lobo.
Sentado en el suelo, haciendo muy deprisa los puntos de las medias, con la cabeza metida en el pecho, se pasaba días y semanas sin hablar. Tenía una cabeza que no la soñó Goya. Hirsuta, cubierta de vellones negros, bosque espeso de piojos, la barba intrincada, que por miedo o tolerancia le dejaban llevar, los ojos negros y feroces, la mirada torva y amenazadora... ¡Qué hombre! Fuerte, a pesar de sus sesenta años de vida quieta, con unas manos como manojos de sarmientos gordos. El Lobo era el terror de la casa, pero el terror sordo, ese que no se traduce en comentarios ni en bromas de mal género, sino en un silencio convenido moralmente... Levantaba alguna vez les ojos para mirar a su alrededor, y los presos, en vez de contestar a sus miradas, se volvían de espaldas o miraban al cielo.
Vino al presidio un comandante nuevo, con fama de enérgico y de hombre con quien no se jugaba.
Por la misma razón, los presidiarios comenzaron a mirarle con malos ojos. Sus murmuraciones hubo y sus conatos de atreverse con él, pero no había en realidad motivo.
El jefe del presidio tenía una hija encantadora. Aurora se llamaba, y cuando su padre tomó posesión del destino, la niña no había cumplido cinco años.
Una tarde bajó con su padre al patio a la hora del rancho; de la mano del autor de sus días fue mirando uno por uno a los presidiarios, y con ese descaro infantil, que aun a los peores caracteres hace gracia, iba comentando lo que veía y hablando cara a cara con aquellos malvados. A éste le preguntaba cómo se llamaba, al otro si el rancho era bueno. A uno de ellos, matón condenado a diez años por una puñalada trapera, le dijo yo no sé cuántas monadas, y él le preguntó si quería rancho, y después de consultado el jefe, la niña comió dos cucharadas y los presos se rieron, y alguno le pidió recomendaciones para el papá. También los hubo que dijeron palabrotas y murmuraron del padre y de la hija, y renegaron de lo que comían; cosas naturales, porque al fin y al cabo, el patio de un presidio no es el salón de una duquesa.
Allá, lejos de todos, con el rancho abandonado a medio comer y las agujas en la mano, haciendo su calcetín con rapidez vertiginosa y la cabeza baja, estaba El Lobo, sentado en el suelo, con la espalda pegada a la pared. El padre y la hija se acercaron a unos tres metros de él, y no les hizo caso. De su garganta se escapaba una especie de graznido sordo mientras cruzaba las agujas. Con el rabillo del ojo les miró un instante, pero nada más. La niña fue a acercarse a él y el padre la detuvo.
— Voy a verle de cerca—dijo Aurora.
— No, hija mía, no, que éste es muy malo; tiene muy mala sangre y te puede dar una zarpada.
— ¡Mira, mira, papá, qué cara pone! ¡Ay! ¡Y está haciendo media!
— Así se pasa la vida, según me ha dicho mi antecesor. Es un hombre muy peligroso. Toda su vida la ha pasado en presidio; ¡ya ves, todavía tiene para treinta años!
—¡Treinta años! ¡pobrecitol
El Lobo, al oir pobrecito, levantó la cabeza y la miró con los ojos muy abiertos, sin dejar de mover las agujas. El jefe fue a decir algo a la niña; pero ésta, sin dejarle tiempo para contenerla, echó a correr, gritando:
— ¡ Voy a darle un beso!
Y así lo hizo. Llegó junto a la fiera, y sin aprensión ni miedo, le besó en medio de la cara, diciendo:
—|Toma, hombre! ¡Y no seas malol
Y en seguida se volvió corriendo hacia su padre.
El Lobo se quedó como atontado; no dijo nada, prolongó su graznido como los paralíticos que quieren hablar y no pueden, y temblando visiblemente, volvió a meter la cabeza en el pecho y a hacer su labor nervioso, muy nervioso...
Y cuando el padre y la hija estaban ya en la puerta que conducía a la dirección y le daban la espalda, volvió el anciano criminal a levantar la cara y miró a la puerta largo rato.
Después se pasó la tarde, anocheció y cada fiera a su jaula.
Transcurrieron días y meses, y en el presidio bien dirigido, no ocurrió nada de particular. Pero un día... un día de Julio, lloviendo estaba a mares y los presidiarios en las galerías del patio haciendo concurrencia a la tempestad... Cundió la voz de rebelión, se negó la gente a comer el rancho; la conspiración, que había tardado un mes en fraguarse, estalló de pronto... ¡Corriendo! ¡Baje usted! ¡El presidio está sublevadol
Y el comandante saltó como una pantera de la cama donde dormía la siesta, cerró por fuera su cuarto, para que la niña no le siguiera, y cuando llegó al patio se encontró con trescientos hombres enfrente de él, armados con las cucharas de palo afiladas y convertidas en cuchillos.
No era hombre de ceder ni de acobardarse. Sabría morir si era preciso. Arengó y no le hicieron caso; quiso atacar y le atacaron; su vida estaba en las manos de aquellos bandidos desenfrenados. Le echaron atrás y le tiraron más de cien viajes, sin contar las pedradas y las tarteras que iban volando derechas a su cabeza... ¿Qué iba a pasar? ¿Qué podía hacer solo contra tanta gente? La batalla había comenzado, ya había disparado él los seis tiros de su revólver... pero en el momento de disparar el último, vio venir hacia él un monstruo, un hombre con cabeza de oso, El Lobo, que gritaba:
—¡No hay cuidado, que aquí estoy yo! Y cogiendo al jefe por la cintura con !a mano izquierda y colocándoselo a la espalda para cubrirle con su propio cuerpo, enarboló con la derecha una enorme navaja, que no supo nadie nunca de donde salió, y comenzó a recibir enemigos, y a dar puñaladas tan certeras, que hombre que llegaba a su alcance, caía a sus pies muerto del primer golpe.
Y todo esto pasaba ya en silencio; el jefe, resguardado detrás de su preso, pensando (hasta donde se puede pensar en momentos tales) por qué el presidiario le defendía así y cómo acabaría aquel horrible lío. Y El Lobo, entre tanto, recibía pedradas en la cabeza y cuchilladas de palo tan graves como las de hierro, y por fin acudió la fuerza armada llamada por los dependientes, y hubo descargas en el patio, y muertos y heridos en todos los rincones, y a la hora y media de refriega, quedó todo en calma y el jefe estaba sano y salvo y El Lobo con dos navajazos en el vientre, la cabeza deshecha de heridas y muñéndose por la posta.
Le llevaron a la dirección, por orden del jefe. Allí, acostado en la primera cama blanda que había tenido en su vida, espiraba retorciendo los ojos y repitiendo aquel graznido del asma, tan suyo. Le dieron la Unción y tiró patadas al cura; pero entre la vida y la muerte pudo romper a hablar, y dijo, abriendo desmesuradamente los ojos y mirando a aquél a quien había salvado la vida:
—¡La... niña!
El jefe adivinó en seguida lo que pensaba su defensor. Recordó y comprendió por qué le había defendido... ¡Oh, sí, eso era! Corrió a la dirección, donde había dejado encerrada a su hija, sin acordarse de volver para abrirle la puerta. La niña estaba aterrada, llorando... La cogió en brazos, volvió con ella a toda prisa al cuarto del moribundo y le halló ya en las postrimerías de aquella existencia de presidio y de sanguinarios deseos de cuarenta años de fiera... Y el tío Lobo con ojos extraviados, tuvo todavía tiempo de ver y de decir a la única amiga de su vida:
—¡Otro!... iOtro!
El padre levantó a la niña en brazos y se oyó el chasquido de un beso sonoro, estampado por unos labios de ángel en el rostro curtido del viejo...
Y mientras el cura se alejaba rezando y con los santos óleos en las cruzadas manos, quedaron allí arrodillados ante el cadáver, el jefe, los empleados, los guardias, en religioso silencio; y la niña, a una indicación de su padre, comenzó a decir, con su vocecita dulce y cariñosa:
—Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea el tu nombre... venga a nos el tu Reino... |