Capítulo 6
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Biografía de Vicente Blasco Ibáñez en Wikipedia | |
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Música: Clementi - Sonatina Op.36 No.1 in C major - 2: Andante |
Un idilio nihilista |
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VI ¡Cuán tristes son las llanuras de Siberia! La mano de Dios parece que ha trazado sobre ellas el signo de la esterilidad para proporcionar a Rusia un infierno en el que pueda hacer sufrir eternamente a los desterrados moscovitas y polacos. El cielo de continuo deja caer sobre gran parte de ellas una nube de nieve. No narece sino oue los esoíritus de los infelices cuvos esaueletos vacen sobre las frías estepas siberianas, derraman sin cesar lágrimas, escondidos tras las brumas del espacio, sobre el teatro de su martirio. En Siberia todo es simbólico, hasta la noche. Su eternidad tiene semeianza con las ilusiones del desterrado y sus auroras boreales roías y encendidas, recuerdan la sangre oue arrancan de las espaldas de los condenados los golpes del cosaco. En una dilatada llanura del departamento de Irkustk. el más estéril v miserable de Siberia, álzase un grupo de cabalas mezquinas y ruinosas, que habitan un corto número de denortados de ambos sexos. Es una verdadera madriguera de seres olvidados del mundo y embrutecidos por el aislamiento, que en algunos instantes, recordando su vida pasada, lloran lágrimas de desesperación o profieren palabras de rabia y venganza. Una tarde en que por rara casualidad el cielo estaba despejado, la tierra seca y lucía en el espacio un sol débil y amarillento, una mujer sentada a la puerta de una de las chozas dejaba vagar sus miradas por la amplia llanura cuyos límites se confundían allá lejos con el horizonte. Era joven, y sin embargo su rostro estaba envejecido prematuramente por el dolor y la fatiga. Sus ojos, de un azul obscuro y hermoso, brillaban con la luz de una fiebre inferior; sus miembros estaban sumamente enflaquecidos, y a pesar del viejo traje de piel con que se cubría, su cuerpo tiritaba continuamente. La mujer permanecía inmóvil, y al ver su mirada distraída podía asegurarse que su espíritu no estaba en Siberia, sino que en alas del recuerdo volaba hacia la querida patria. De pronto la joven dejó de pasear sus ojos vagamente por el espacio, y los fijó en un punto negro que apareció en el horizonte y fué poco a poco creciendo hasta convertirse en una mancha que se destacó sobre el cielo envuelta en nubes de polvo. Aquello debía ser una caravana que marchaba a paso bastante acelerado. Al mismo tiempo que la mujer, apercibiéronse de la novedad los demás habitantes de las cabañas, y en las puertas de éstas aparecieron algunos seres desarrapados y con el sello indeleble de la miseria marcado en todo su cuerpo. Cuando transcurrió un buen espacio de tiempo, la caravana acercóse hasta el punto de que pudiera verse el aspecto de los que la componían. Era una conducción de presos que atados unos con otros marchaban bajo la vigilancia de un escuadroncillo de cosacos que hacían caracolear en derredor de ellos sus feos y velludos caballos. La vista de la caravana produjo un penoso efecto en los habitantes de las chozas. Eran infelices deportados que iban a sufrir una suerte tan terrible como la de ellos. A los pocos instantes la comitiva llegó a la miserable colonia y continuó su marcha sin descansar. La mujer fijaba su vista con ansiedad en aquellos infelices que por entre las largas lanzas de los cosacos desfilaron junto a ella. Vió jóvenes y viejos que a pesar de las fatigas de la marcha y de las cadenas que arrastraban tenían un continente noble, firme y decisivo como queriendo demostrar que no les arredraba la sentencia del Czar. La joven de repente dió un grito. Acababa de fijarse en un hombre que a pesar de no ser viejo tenía la cabellera y barba casi blanca, y que la miraba con ternura y cariño. —¡Alejandro! — gritó la mujer con alegría. —¡Catya querida! — contestó aquél en el mismo tono. Y los dos, al hablar así, hicieron un movimiento como para abalanzarse el uno sobre los brazos de la otra. Alejandro intentó separarse de la caravana arrastrando al compañero al cual iba unido por fuerte cadena, pero en el mismo instante un cosaco le dió en la cabeza dos fuertes golpes con el regatón de su lanza, y el joven, con ademán resignado, continuó marchando entre los presos, no sin antes dirigir a Catya una tierna mirada de despedida. Esta, sin fuerzas para sostenerse, tuvo que apoyarse en su compañera para no caer. —¿Adonde van? — le preguntó con ansioso acento. —Creo que a trabajar en las minas de azogue. Catya entonces se puso a llorar contemplando la caravana que ya se alejaba de la colonia. La infeliz comprendía el misterio terrible contenido en aquellas palabras. Son tantas las fatigas que se sufren, y tal la naturaleza del trabajo en dichas minas, que ninguno de los infelices a quienes se condena a funcionar en ellas, vive más allá de dos años. |
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