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Vicente Blasco Ibáñez

"Un idilio nihilista"

Capítulo 1

Biografía de Vicente Blasco Ibáñez en Wikipedia

 
 
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Música: Clementi - Sonatina Op.36 No.1 in C major - 2: Andante
 
Un idilio nihilista
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I

Cuando Alejandro se despertó tuvo un ligero sobresalto.

Abrió los ojos, incorporóse sobre la cama y contempló con asombro aquella estancia que le era desconocida.

Poco a poco la realidad fué disipando las nieblas que el sueño había amontonado sobre su cerebro, y conoció que ya no se hallaba en el tren, sino en el cuarto de la modesta posada.

Su cuerpo se hallaba todavía resentido por el largo viaje, y en sus oídos zumbaban el ronco silbido de la locomotora, el trepidar de los vagones, los chasquidos de las ruedas y el murmullo producido por las insulsas conversaciones de los compañeros de viaje.

Su mirada soñolienta y nublada paseóse rápidamente por todos los rincones del mezquino cuarto.

Alejandro, la noche anterior, no había tenido tiempo para fijarse en aquél, pues apenas se encontró solo tendióse rendido sobre la cama, y a los. pocos momentos fué presa del sueño.

La habitación que ocupaba el joven no se diferenciaba en nada de las de todas las posadas rusas.

El techo, el pavimento y las paredes eran de madera reforzada con argamasa, y la estancia sólo recibía la luz a través de una irregular y mezquina ventana con vidrieras compuestas de cristales de diferentes colores. Los muebles eran escasos y malos: una cama de álamo vieja y desvencijada, dos taburetes de la misma madera, y un arcón lleno de remiendos y clavos, que lo mismo podía servir para guardar objetos que como mesa o confidente.

Las paredes estaban desnudas de todo adorno, y sólo en un rincón, pegado con engrudo, veíase el retrato del Czar grotescamente pintarrajeado y envuelto en el tradicional manto imperial.

Todo este aspecto que presentaba la habitación lo abarcó Alejandro de una sola ojeada.

Después permaneció inmóvil sobre la cama, hasta que comprendiendo por la luz que atravesaba las vidrieras que debía ser algo tarde, levontóse de aquélla de un salto.

El joven habíase acostado sin desnudarse la noche anterior, y presentaba un aspecto muy digno de descripción.

Vestía un traje que en Rusia podría llamarse mixto, pues se componía de prendas elegantes y prendas rústicas que parecían desdecir de su porte distinguido.

Usaba reloj, y su camisa era tan blanca y fina como la del primer elegante de San Petersburgo; pero en cambio su traje era de paño de tejido grosero, y sus pantalones se escondían dentro de unas altas botas claveteadas, de gruesas suelas y como hechas de encargo para pisar las nieves de los campos.

Sobre el arcón veíase una gorra felpuda y un abrigo de pieles de los que usan los campesinos y que reciben el nombre de tülupa.

La figura de Alejandro era también extraña y mixta.

Su cuerpo era robusto, su estatura más que regular; bajo los pliegues de su traje se delataban músculos rectos y poderosos, y toda su persona respiraba fuerza y energía.

A primera vista parecía vulgar, pero con una poca observación, se conocía que aquel cuerpo encerraba algo grande, algo superior.

Su vista producía el mismo efecto que una caja sencilla de cartón, dentro de la cual comprendemos existen ricas alhajas.

Aquella cabeza bien puesta sobre los hombros, y cuyos principales detalles eran una luenga barba rojiza, y esa nariz pequeña que parece patrimonio de la raza eslava, nada expresaba de continuo; era la cabeza de un hombre vulgar, pero en ciertos momentos sus ojos azules, que de continuo tenían una expresión fría e indiferente, dejaban escapar como fugaz relámpago una mirada sublime y avasalladora, de esas que sólo son propias de los vencedores o los mártires.

Era, generalmente, un joven severo, grave y de pocas palabras; pero en determinadas circunstancias se despojaba de su frialdad, y aparecía momentáneamente con la grandiosidad del apóstol y la firmeza del fanático.

Con esto creemos haber descripto a Alejandro.

Después que éste saltó de la cama al suelo, púsose a pasear pensativo por la estancia como aquel que procura orientarse por entre un dédalq de suposiciones y pensamientos.

Por algún tiempo permaneció abismado en sus meditaciones, hasta que dos golpes dados con alguna suavidad en la puerta le sacaron de su abstracción.

Alejandro, al oírlos, quedóse sorprendido, pero inmediatamente descorrió el cerrojo de la puerta, que se abrió, apareciendo en el dintel un hombre alto, casi hercúleo y de feo rostro, coronado por una crespa e inculta cabellera.

El joven le reconoció al momento; era el mozo de la posada que la noche anterior le había conducido al cuarto que ahora ocupaba.

—Señor —dijo con voz áspera que en vano intentaba dulcificar— son las once de la mañana, y como no os levantábate... .

Y mientras esto decía, el sirviente fijaba con insolencia su torcida mirada en Alejandro, como si pretendiera adivinarle sus más recónditos secretos.

—Gracias —contestó el joven—. Eres un buen muchacho; venías a despertarme, y te agradezco la intención.

—Indudablemente habréis dormido bien, señor Alejandro.

—¿Cómo sabéis mi nombre?

—La policía lo sabe todo. Esta mañana ha venido un comisario a inquirir si verdaderamente estáis aquí alojado.

—Se conoce que esto está muy vigilado.

—Bastante; y aun así, esos picaros nihilistas atenían a cada instante contra la vida del Czar, nuestro muy amado padre.

Alejandro, al escuchar esto, se inclinó con respeto, siguiendo la conducta del sirviente, y luego éste continuó:

—Aquí se sabe todo. ¿Creéis que no se os conoce? Hace algunas horas he sabido por la policía que os llamáis Alejandro Ischerkassy, que sois alumno de la escuela de ingenieros de Moscow y que habéis venido a San Petersburgo enviado por vuestros profesores para estudiar no sé qué adelantos mecánicos.

Alejandro, al oir esto, inmutóse por un momento, pero luego volvió a parecer sereno y frío, y sonriendo con benvolencia dijo a su interlocutor:

—¡Por vida del diablo que sabéis mucho!

—Ya os lo dije; aquí lo sabemos todo.

Después de estas palabras los dos quedaron silenciosos como aquel que no sabe qué decir. El sirviente aprovechó aquella pausa para examinar a Alejandro a su gusto, y después, como aquel que procura acabar con una situación enojosa, dijo por fin:

—¿Vais a salir?

—Inmediatamente.

—Pues abrigaos bien; desde muy temprano que está nevando.

Una vez dichas estas palabras el sirviente juzgó ya como terminada la conversación, e inclinándose, desapareció en el fondo de una obscura galería de madera.

Alejandro, al quedarse solo, se dirigió al arcón, y cogiendo la gorra se la caló hasta las cejas después de envolverse en su tulupa.

Al mismo tiempo que hacía esto, murmuraba con acento reconcentrado:

—¡En buen sitio estoy! Este criado indudablemente es de la policía y ha venido a verme sólo por examinarme y ver si podía inquirir algo de nuevo. Lo he conocido en su manera de mirar, y en sus palabras melosas en la forma, y amenazantes en el fondo. ¡Maldito país en el que cada sirviente es un espía! Pero... resignémonos. ¿A qué posada u hotel iré de San Petersburgo que no me suceda lo mismo?

Y Alejandro, diciendo esto, echó una última ojeada a la estancia y salió de ella cerrando la puerta cuidadosamente.

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