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Vicente Blasco Ibáñez

"El último león"

Biografía de Vicente Blasco Ibáñez en Wikipedia

 
 
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Música: Clementi - Sonatina Op.36 No.1 in C major - 2: Andante
 
El último león
     

Apenas se reunió la junta del respetable gremio de los blanquers en su capilla, inmediata a las torres de Serranos, el señor Vicente pidió la palabra. Era el más viejo de los curtidores de Valencia. Muchos maestros, siendo aprendices, le habían conocido igual que era ahora, con su bigote blanco en forma de cepillo, la cara hecha un sol de arrugas, los ojos agresivos y una delgadez esquelética, como si todo el jugo de su vida se hubiese perdido en el diario remojón de los pies y los brazos en las tinas del curtido.

Él era el único representante de las glorias del gremio, el último superviviente de aquellos blanquers honra de la historia valenciana. Los nietos de sus antiguos camaradas se habían pervertido con el progreso de los tiempos: eran dueños de grandes fábricas con centenares de obreros, pero se verían apurados si les obligaban a curtir una piel con sus manos blandas de comerciantes. Solo él podía llamarse blanquer, trabajando diariamente en su casucha, cercana a la casa gremial; maestro y obrero a un tiempo, sin otros auxiliares que los hijos y los nietos; el taller a la antigua usanza, con un dulce ambiente de familia, sin amenazas de huelga ni disgustos por la cuantía del jornal.

Los siglos habían elevado el nivel de la calle, convirtiendo en cueva lóbrega la blanquearía del señor Vicente. La puerta por donde entraban sus abuelos se había empequeñecido por abajo, hasta convertirse poco menos que en una ventana. Cinco escalones descendentes comunicaban la calle con el piso húmedo de la tenería, y en lo alto, junto a un arco ojivo, vestigio de la Valencia medioeval, ondeaban como banderas las pieles puestas a secar, esparciendo el insoportable hedor del curtido. El viejo no envidiaba a los “modernos” en sus despachos de comerciantes ricos. De seguro que se avergonzaban al pasar por su callejón y verle, a la hora del almuerzo, tomando el sol, arremangado de brazos y piernas, mostrando sus flacos miembros tenidos de rojo, con el orgullo de una vejez fuerte que le permitía batallar diariamente con las pieles.

Valencia preparaba las fiestas del centenario de uno de sus santos famosos, y el gremio de los blanquers, como los otros gremios históricos, quería contribuir a ellas. El señor Vicente, con el prestigio de los años, impuso su voluntad a todos los maestros. Los blanquers debían quedar como lo que eran. Todas las glorias de su pasado arrinconadas en la capilla habían de figurar en la procesión. Ya era hora de que saliesen a luz, ¡cordons! Y su mirada, vagando por la capilla, parecía acariciar las reliquias del gremio: los atabales del siglo XVI, grandes como tinajas, que guardaban en sus parches los roncos clamores de la revolucionaria Germania; el gran farolón de madera tallada, arrancado de la popa de una galera; el pendón de la blanquearía, de seda roja, con bordados de un oro verdoso por los siglos.

Todo haba de salir en las fiestas, sacudiendo la polilla del olvido: ¡hasta el famoso Ieón de los blanquers!

Los “modernos” prorrumpieron en una risa impía. ¿El Ieón también?... Sí; también el león. Para el señor Vicente era una deshonra gremial tener olvidada a la gloriosa fiera. Los antiguos romances, las relaciones de fiestas que se guardaban en el archivo de la ciudad, los ancianos que habían alcanzado la buena época de los gremios con sus fraternales camaraderías, todos hablaban del león de los blanquers; pero nadie de ahora lo conocía, y esto significaba una vergüenza para el oficio, un robo a la ciudad.

Su Ieón era una gloria tan respetable como la Lonja de la Seda o el pozo de San Vicente. Bien adivinaba él la resistencia de los “modernos”. Temían cargar con el “papel” de león. ¡No tembléis, jóvenes! Él, con su fardo de años, que pasaban de setenta, reclamaba este honor. Le pertenecía de derecho: su padre, su abuelo, sus innumerables tatarabuelos, todos habían sido leones, y él sentíase capaz de ir a las manos con los que intentasen disputarle el cargo de fiera, tradicional en su familia.

¡Con qué entusiasmo narraba el señor Vicente la historia del león y de los heroicos blanquers! Un día, los piratas berberiscos de Bujía desembarcaban en Torreblanca, más allá de Castellón, y robaban la iglesia, llevándose la Custodia. Era esto poco antes de los tiempos de San Vicente Ferrer, pues el entusiasta curtidor no tenía otro medio de explicar la historia que dividiéndola en dos periodos: antes y después del Santo... La gente, que apenas si se conmovía con los frecuentes desembarcos de piratas, enterándose como de una desgracia inevitable del rapto de muchachas pálidas de negros ojazos y de chicuelos rollizos, con destino al harén, prorrumpió en un alarido de dolor al conocer el sacrilegio de Torreblanca.

Las iglesias de la ciudad se cubrieron de paños negros; las gentes andaban por las calles aullando de dolor, golpeándose con disciplinas. ¿Qué estarían haciendo aquellos perros con la hostia bendita? ¿Qué sería de la pobre e indefensa Custodia?... Entonces fue cuando los valientes blanquers entraron en escena. ¿No estaba la Custodia en Bujía? ¡Pues a Bujía por ella! Razonaban como héroes acostumbrados a zurrar diariamente las pieles, y no veían inconveniente en zurrar a los enemigos de Dios. Armaron por su cuenta una galera, metióse en ella todo el oficio, con su vistoso pendón, y los otros gremios, y la ciudad entera, siguieron el ejemplo, fletando otros buques.

El señor Justicia despojóse de la gramalla roja para cubrirse de hierro de pies a cabeza; los señores regidores abandonaron los bancos de la “Cámara dorada”, abroquelando sus panzas con escamas relucientes como las de los pescados del golfo; los cien ballesteros de la Pluma que escoltaban a la Señera llenaron de flechas sus aljabas, y los judíos del barrio de la Xedrea hicieron magníficos negocios vendiendo todo su hierro viejo, sin perdonar lanza roma, espada mellada o coselete herrumbroso, a cambio de buenas y sonoras piezas de plata.

¡Y allá van las galeras valencianas, con las velas gibosas por el viento, escoltadas por un tropel de delfines que jugueteaban en la espuma de sus proas!... Cuando los moros las vieron de cerca echáronse a temblar, arrepentidos de su irreverencia con la Custodia, y eso que eran unos perros de entraña dura. ¿Valencianos y llevando al frente a los animosos blanquers? ¡Cualquiera les hacía cara!

La batalla duró varios días con sus noches, según el relato del señor Vicente. Llegaban nuevas remesas de moros; pero los valencianos, devotos y fieros, ¡mata que mata! Y comenzaban ya a sentirse fatigados de tanto despanzurrar infieles, cuando cátate que de una montana vecina baja un león andando sobre sus patas traseras, como una persona decente, y llevando con gran reverencia en las delanteras la ansiada Custodia, la Custodia robada de Torreblanca. La fiera la entregó ceremoniosamente a uno de los blanquers, seguramente a un abuelo del señor Vicente, y así se explicaba éste que su familia guardase durante siglos el honor de representar al amable animal en las procesiones de Valencia.

Después sacudió la melena, dio un rugido, y a este quiero y al otro también, a zarpadas y mordiscos, en un instante limpió el campo de morisma.

Los valencianos volvieron a embarcarse, llevando la Custodia como un trofeo. El “prior” de los blanquers saludó al Ieón, ofreciéndole cortésmente la casa gremial, junto a las torres de serranos, que podía considerar como suya. Muchas gracias; la fiera estaba acostumbrada al sol de África y temía los cambios de temperatura.

Pero el oficio no era ingrato, y para perpetuar el buen recuerdo del amigo con melenas que tenía al otro lado del mar, siempre que en las fiestas de Valencia salía la bandera de los blanquers, marchaba tras ella un abuelo del señor Vicente, al son de los tambores, cubierto de pellejos, con una carátula que era el “vivo retrato” del respetable león, y llevando en las manos una Custodia de madera, pobre y mezquina, que hacía dudar del valor intrínseco de la de Torreblanca.

Gentes aviesas e irrespetuosas osaban afirmar que todo era mentira en aquel suceso, con gran indignación del señor Vicente. ¡Envidias! ¡Mala voluntad de los otros oficios, que no podían ostentar una historia tan gloriosa! Allí estaba como prueba la capilla gremial, y en ella el farol de popa de la nave, que los maliciosos sin conciencia afirmaban que era de muchos siglos después y los atabales del gremio, y la gloriosa bandera, y las pieles apolilladas del león de los blanquers, en las que se habían enfundado todos sus antecesores, olvidadas ahora detrás del altar, bajo las telarañas y el polvo, pero que no por esto dejaban de ser tan respetables y verídicas como los sillares del Miguelete.

Y sobre todo estaba su fe, ardiente, incontradecible, capaz de acoger como una ofensa de familia la más leve irreverencia contra el león africano, ilustre amigo del gremio.

* * *

La procesión se verificó en una tarde de Junio. Los hijos, las nueras y los nietos del señor Vicente le ayudaron a embutirse en el “traje” de león, sudando angustiados con solo el contacto de aquellas lanas teñidas de rojo. – “Padre, que se va usted a asar”. – “Abuelo, que se derretirá dentro de ese uniforme”.

Pero el viejo, insensible a las advertencias de la familia, agitaba con orgullo las apolilladas melenas, pensando en sus ascendientes, y se probaba la terrorífica carátula, un embudo de cartón que imitaba, con un parecido remoto, las mandíbulas de la fiera.

iQué tarde de triunfos! Las calles repletas de gente; los balcones adornados con tapices, y sobre ellos filas de sombrillas multicolores defendiendo del sol las caras bonitas; el suelo cubierto de mirto y arrayan, una alfombra verde y olorosa, cuyo perfume parecía ensanchar los pulmones.

Abrían la marcha los banderolas, con barbas de cáñamo, corona mural y dalmáticas listadas, llevando en alto los valencianos estandartes con enormes murciélagos y tamañas L L junto al escudo; después, al son de las dulzainas, trotaban las comparsas de indios bravos, pastorcillos de Belén, catalanes y mallorquines; luego pasaban los enanos, con monstruosas cabezotas, repiqueteando las castañuelas al compás de una marcha morisca; tras ellos los gigantones del Corpus, y por fin, las banderas de los gremios: una fila interminable de banderas rojas, obscurecidas por los años, y tan altas, que los sus remates sobrepasaban los primeros pisos.

¡Plom! ¡Rotoplom!, gruñían los tambores de los blanquers, instrumentos de una sonoridad bárbara, tan grandes, que con su peso hacían marchar encorvados a los que golpeaban sus parches. ¡Plom! ¡Rotoplom!, sonaban roncos, amenazadores, con salvaje gravedad, como si aun marcasen el paso de los tercios revolucionarios de las Germanías saliendo al encuentro del joven caudillo del Emperador, aquel don Juan de Aragón, duque de Segorbe, que sirvió a Victor Hugo de modelo para el romántico personaje de Hernani. ¡Plom! ¡Rotoplom! La gente corría, se empujaba para ver mejor el paso de los blanquers, prorrumpiendo en risas y gritos. ¿Qué era aquello?... ¿Un mono?... ¿Un salvaje?... ¡Ay! La fe del pasado hacía reir.

Los jóvenes del oficio, despechugados y en mangas de camisa, llevaban por turno la pesada bandera, haciendo suertes de equilibrio, sosteniéndola en la palma de una mano o sobre los dientes, al compás de los redobles.

Los maestros ricos llevaban los cordones de honor, las bridas de la bandera, y detrás de ellos marchaba el león, el glorioso león de los blanquers, que ya nadie conocía; y no marchaba de cualquier modo, sino dignamente, como lo aconsejaban las venerables tradiciones, como el señor Vicente había visto marchar a su padre, y éste al abuelo: siguiendo el ritmo de los tambores, haciendo una reverencia a cada paso, tan pronto a la derecha como a la izquierda, agitando la Custodia a guisa de abanico, como una fiera cortés y bien criada que sabe los respetos debidos al público.

Los labriegos venidos a la fiesta abrían los ojos con asombro; las madres le señalaban con un dedo para que se fijasen en sus chiquitines; pero éstos, enfurruñados, se abrazaban a sus cuellos, ocultando la cabeza para soltar lagrimones de terror.

Cuando la bandera hacía un alto, el glorioso león defendíase con las patas traseras de la nube irrespetuosa de pilletes que le rodeaba, intentando arrancar algunas guedejas de su apolillada melena. Otras veces la fiera miraba a los balcones para saludar con la Custodia a las muchachas bonitas, que se reían del mamarracho. Hacía bien el señor Vicente: por muy león que se sea, hay que mostrarse galante con el bello sexo.

El público abanicábase para encontrar una frescura momentánea en la ardorosa atmósfera; los horchateros iban entre la muchedumbre profiriendo gritos, llamados de todas partes y sin saber adónde acudir; los portadores de la bandera y los tamborileros se limpiaban el sudor a la puerta de todos los cafetines y acababan por meterse en ellos para refrescar.

Pero el león siempre en su puesto. Se le reblandecía el cartón de las mandíbulas; caminaba con cierta pereza, apoyando la Custodia en las lanas del vientre, sin ganas ya de hacer la reverencia al público.

Los del oficio aproximábanse a él con gesto zumbón:

¿Cóm va aixó, so Visènt?

Y el so Visènt rugía indignado desde el fondo de su embudo de cartón. ¿Cómo había de ir? Muy bien; él era capaz de seguir dentro de sus lanas, sin faltar al papel, aunque la procesión durase tres días. Eso de cansarse era para los jóvenes. E irguiéndose a impulsos del orgullo, continuaba haciendo la reverencia y marcando el paso con el vaivén de su Custodia de palo.

Tres horas duró el desfile. Cuando el pendón del oficio volvió a la Catedral, comenzaba a anochecer. ¡Plom! ¡Rotoplom! La gloriosa bandera de los blanquers volvía a su casa gremial detrás de los tambores. El arrayan de las calles había desaparecido bajo el paso de la procesión. Ahora el suelo estaba cubierto de gotas de cera, hojas de rosa y chispas de talco. El litúrgico perfume de incienso flotaba en el ambiente. ¡Plom! ¡Rotoplom! Los tambores estaban cansados; los chavales, forzudos portadores de la bandera, jadeaban, sin ganas ya de intentar proezas de equilibrio; los respetables maestros agarrábanse a los cordones del pendón, como si éste les remolcase, quejándose de las botas nuevas y de sus juanetes; pero el león, el fatigado Ieón (¡ah, fiera fanfarrona!), que a veces parecía próximo a tenderse en el suelo, todavía se encabritaba para asustar al paso con un rugido a los matrimonios burgueses que tiraban de una ristra de chiquillos deslumbrados por la procesión.

¡Mentira! ¡Pura fachenda! El señor Vicente sabía cómo se encontraba dentro de sus pieles. Pero a nadie obligan a “hacer” de fiera, y el que se presta a ser león debe serlo hasta el fin.

En su casa, al caer sobre el sofá como un fardo de lanas, le rodearon hijos, nueras y nietos, apresurándose a despojarle de la carátula. Apenas reconocieron su cara, congestionada y roja, que parecía manar agua por todos los surcos de sus arrugas.

Intentaron quitarle las lanas; pero otra cosa le urgía a la fiera, pidiéndola con voz sofocada. Quería beber; se asfixiaba de calor. Inútil fue que la familia protestase, hablando de enfermedades. ¡Cordones!  Él necesitaba beber en seguida. ¿Y quién osa resistir a un Ieón enfurecido?...

Le trajeron del café más cercano mantecado en copita azul; un mantecado valenciano, de melosa dulzura e intenso perfume, destilando gotas de zumo blanco de su torcida caperuza.

Pero ¡mantecaditos a un Ieón! ¡Haaam! Se lo tragó de golpe, ¡y como si nada! La sed, el calor, le agobiaban de nuevo, y rugía pidiendo otros refrescos.

La familia, por economía, pensó en la horchata de un cafetín cercano. A ver, que le trajesen un jarro lleno. Y el señor Vicente bebió y bebió, hasta que fue innecesario quitarle las pieles. ¿Para qué? Una pulmonía doble acabó con él en pocas horas. El glorioso y peludo “uniforme” de la familia le sirvió de mortaja.

Así murió el león de los blanquers; el último león de Valencia.

Y es que la horchata resulta mortal para las fieras. ¡Veneno puro!

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