El viejo Tòfol y la chicuela vivían esclavos de su huerto, fatigado por una incesante producción.
Eran dos árboles más, dos plantas de aquel pedazo de tierra—no mayor que un pañuelo, según decían los vecinos—, y del cual sacaban su pan a costa de fatigas.
Vivían como lombrices de tierra, siempre pegados al surco, y la chica, a pesar de su desmedrada figura, trabajaba como un peón.
La apodaban la Borda, porque la difunta mujer del tío Tòfol, en su afán de tener hijos que alegrasen su esterilidad, la había sacado de la Inclusa. En aquel huertecillo había llegado a los diez y siete años, que parecían once, a juzgar por lo enclenque de su cuerpo, afeado aun más por la estrechez de unos hombros puntiagudos, que se curvaban hacia fuera, hundiendo el pecho e hinchando la espalda.
Era fea: angustiaba a sus vecinas y compañeras de mercado con su tosecilla continua y molesta, pero todas la querían. ¡Criatura más trabajadora!... Horas antes de amanecer ya temblaba de frío en el huerto cogiendo fresas o cortando flores; era la primera que entraba en Valencia para ocupar su puesto en el mercado; en las noches que correspondía regar, agarraba valientemente el azadón, y con las faldas remangadas ayudaba al tío Tòfol a abrir bocas en los ribazos, por donde se derramaba el agua roja de la acequia, que la tierra sedienta y requemada engullía con un glu-glu de satisfacción, y los días que había remesa para Madrid, corría como loca por el huerto saqueando los bancales, trayendo a brazadas los claveles y rosas, que los embaladores iban colocando en cestos.
Todo se necesitaba para vivir con tan poca tierra. Había que estar siempre sobre ella, tratándola como bestia reacia que necesita del látigo para marchar. Era una parcela de un vasto jardín, en otro tiempo de los frailes, que la desamortización revolucionaria había subdivido. La ciudad, ensanchándose, amenazaba tragarse al huerto con su desbordamiento de casas, y el tío Tòfol, a pesar de hablar mal de sus terruños, temblaba ante la idea de que la codicia tentase al dueño y los vendiese como solares.
Allí estaba su sangre; sesenta años de trabajo. No había un pedazo de tierra inactiva, y aunque el huerto era pequeño, desde el centro no se veían las tapias, tal era la maraña de árboles y plantas: nispereros y magnolieros, bancales de claveles, bosquecillos de rosales, tupidas enredaderas de pasionarias y jazmines; todo cosas útiles que daban dinero y eran apreciadas por los tontos de la ciudad.
El viejo, insensible a las bellezas de su huerto, sólo ansiaba la cantidad. Quería segar, las flores en gavillas, como si fuesen hierba; cargar carros enteros de frutas delicadas; y este anhelo de viejo avaro e insaciable martirizaba a la pobre Borda, que, apenas descansaba un momento, vencida por la tos, oía amenazas o recibía como brutal advertencia un terronazo en los hombros.
Las vecinas de los inmediatos huertos protestaban. Estaba matando a la chica; cada vez tosía más. Pero el viejo contestaba siempre lo mismo. Había que trabajar mucho; el amo no atendía razones en San Juan y en Navidad, cuando correspondía entregarle las pagas del arrendamiento. Si la chica tosía era por vicio, pues no la faltaban su libra de pan y su rinconcito en la cazuela de arroz; algunos días hasta comía golosinas: morcilla de cebolla y sangre, por ejemplo. Los domingos la dejaba divertirse, enviándola a misa como una señora, y aún no hacía un año que le dio tres pesetas para una falda. Además, era su padre, y el tío Tòfol, como todos los labriegos de raza latina, entendía la paternidad cual los antiguos romanos: con derecho de vida y muerte sobre los hijos, sintiendo cariño en lo más hondo de su voluntad, pero demostrándolo con las cejas fruncidas y alguno que otro palo.
La pobre Borda no se quejaba. Ella también quería trabajar mucho, para que nunca les quitasen el pedazo de tierra en cuyos senderos aún creía ver el zagalejo remendado de aquella vieja hortelana a la que llamaba madre cuando sentía la caricia de sus manos callosas.
Allí estaba cuanto quería en el mundo: los árboles que la conocieron de pequeña y las flores que en su pensamiento inocente hacían surgir una vaga idea de maternidad. Eran sus hijas, las únicas muñecas de su infancia, y todas las mañanas experimentaba la misma sorpresa viendo las flores nuevas que surgían de sus capullos, siguiéndolas paso a paso en su crecimiento, desde que, tímidas, apretaban sus pétalos como si quisieran retroceder y ocultarse, hasta que, con repentina audacia, estallaban como bombas de colores y perfumes.
El huerto entonaba para ella una sinfonía interminable, en la cual la armonía de los colores confundíase con el rumor de los árboles y el monótono canturreo de aquella acequia fangosa y poblada de renacuajos, que, oculta por el follaje, sonaba como arroyuelo bucólico.
En las horas de fuerte sol, mientras el viejo descansaba, iba la Borda de un lado a otro, mirando las bellezas de su familia, vestida de gala para celebrar la estación. ¡Qué hermosa primavera! Sin duda Dios cambiaba de sitio en las alturas, aproximándose a la tierra.
Las azucenas de blanco raso erguíanse con cierto desmayo, como las señoritas en traje de baile que la pobre Borda había admirado muchas veces en las estampas; las camelias de color carnoso hacían pensar en tibias desnudeces, en grandes señoras indolentemente tendidas, mostrando los misterios de su piel de seda; las violetas coqueteaban ocultándose entre las hojas para denunciarse con su perfume; las margaritas destacábanse como botones de oro mate; los claveles, cual avalancha revolucionaria de gorros rojos, cubrían los bancales y asaltaban los senderos; arriba, las magnolias balanceaban su blanco cogollo como un incensario de marfil que esparcía incienso más grato que el de las iglesias; y los pensamientos, maliciosos duendes, sacaban por entre el follaje sus gorras de terciopelo morado, y guiñando las caritas barbadas, parecían decir a la chica:
—Borda, Bordeta... nos asamos. ¡Por Dios! ¡Un poquito de agua!
Lo decían, sí: oíalo ella, no con los oídos, sino con los ojos, y aunque los huesos le dolían de cansada, corría a la acequia a llenar la regadera y bautizaba a aquellos pilluelos, que bajo la ducha saludaban agradecidos.
Sus manos temblaban muchas veces al cortar el tallo de las flores. Por su gusto, allí se quedarían hasta secarse; pero era preciso ganar dinero llenando los cestos que se enviaban a Madrid.
Envidiaba a las flores viéndolas emprender su viaje. ¡Madrid!... ¿Cómo sería aquello? Veía una ciudad fantástica, con suntuosos palacios como los de los cuentos, brillantes salones de porcelana con espejos que reflejaban millares de luces, hermosas señoras que lucían sus flores; y tal era la intensidad de la imagen, que hasta creía haber visto todo aquello en otros tiempos, tal vez antes de nacer.
En aquel Madrid estaba el señorito, el hijo de los amos, con el cual había jugado muchas veces siendo niña, y de cuya presencia huyó avergonzada el verano anterior, cuando hecho un arrogante mozo visitó el huerto. ¡Pícaros recuerdos! Ruborizábase pensando en las horas que pasaban, siendo niños, sentados en un ribazo, oyendo ella la historia de Cenicienta, la niña despreciada convertida repentinamente en arrogante princesa.
La eterna quimera de todas las niñas abandonadas venía entonces a tocarle en la frente con sus alas de oro. Veía detenerse un soberbio carruaje en la puerta del huerto; una hermosa señora la llamaba. «¡Hija mía... por fin te encuentro!», ni más ni menos que en la leyenda; después los trajes magníficos; un palacio por casa, y al final, como no hay príncipes disponibles a todas horas para casarse, contentábase modestamente con hacer su marido al señorito.
¿Quién sabe?... Y cuando más esperanzas ponía en el porvenir, la realidad la despertaba en forma de brutal terronazo, mientras el viejo decía con voz áspera:
—Arre, que ya es hora.
Y otra vez al trabajo, a dar tormento a la tierra, que se quejaba cubriéndose de flores.
El sol caldeaba el huerto, haciendo estallar las cortezas de los árboles; en las tibias madrugadas sudaba al trabajar, como si fuese mediodía, y a pesar de esto, la Borda cada vez más delgada y tosiendo más.
Parecía que el color y la vida que faltaban en su rostro se lo arrebataban las flores, a las que besaba con inexplicable tristeza.
Nadie pensó en llamar al médico. ¿Para qué? Los médicos cuestan dinero, y el tío Tòfol no creía en ellos. Los animales saben menos que las personas, y lo pasan tan ricamente sin médicos ni boticas.
Una mañana, en el mercado, las compañeras de la Borda cuchicheaban mirándola compasivamente. Su fino oído de enferma lo escuchó todo. Caería cuando cayesen las hojas.
Estas palabras fueron su obsesión. Morir... ¡Bueno, se resignaba!; por el pobre viejo lo sentía, falto de ayuda. Pero al menos que muriese como su madre, en plena primavera, cuando todo el huerto lanzaba risueño su loca carcajada de colores; no cuando se despuebla la tierra, cuando los árboles parecen escobas y las apagadas flores de invierno se alzan tristes en los bancales.
¡Al caer las hojas!... Aborrecía los árboles cuyos ramajes se desnudaban como esqueletos del otoño; huía de ellos como si su sombra fuese maléfica, y adoraba una palmera que el siglo anterior plantaron los frailes, esbelto gigante con la cabeza coronada de un surtidor de ondulantes plumas.
Aquellas hojas no caían nunca. Sospechaba que tal vez fuese una tontería, pero su afán por lo maravilloso la hacía sentir esperanzas, y como el que busca la curación al pie de imagen milagrosa, la pobre Borda pasaba los ratos de descanso al pie de la palmera, que la protegía con la sombra de sus punzantes ramas.
Allí pasó el verano, viendo cómo el sol, que no la calentaba, hacía humear la tierra, cual si de sus entrañas fuese a sacar un volcán; allí la sorprendieron los primeros vientos de otoño, que arrastraban las hojas secas. Cada vez estaba más delgada, más triste, con una finura tal de percepción, que oía los sonidos más lejanos. Las mariposas blancas que revoloteaban en torno de su cabeza pegaban las alas en el sudor frío de su frente, como si quisieran tirar de ella arrastrándola a otros mundos donde las flores nacen espontáneamente, sin llevarse en sus colores y perfumes algo de la vida de quien las cuida.
Las lluvias de invierno no encontraron ya a la Borda. Cayeron sobre el encorvado espinazo del viejo, que estaba, como siempre, con la azada en las manos y la vista en el surco.
Cumplía su destino con la indiferencia y el valor de un disciplinado soldado de la miseria. Trabajar, trabajar mucho, para que no faltase la cazuela de arroz y la paga al amo.
Estaba solo; la chica había seguido a su madre; lo único que le quedaba era aquella tierra traidora que se chupaba a las personas y acabaría con él, cubierta siempre de flores, perfumada y fecunda, como si sobre ella no hubiese soplado la muerte. Ni siquiera se había secado un rosal para acompañar a la pobre Borda en su viaje.
Con sus setenta años tenía que hacer el trabajo de dos; removía la tierra con más tenacidad que antes, sin levantar la cabeza, insensible a la engañosa belleza que le rodeaba, sabiendo que era el producto de su esclavitud, animado únicamente por el deseo de vender bien la hermosura de la Naturaleza, y segando las flores con el mismo entusiasmo que si segara hierba. |