Las once de la noche. Es la hora en que cierran sus puertas los teatros de París. Media hora antes cafés y restaurantes han echado igualmente su público a la calle.
Nuestro grupo queda indeciso en una acera del bulevar, mientras se desliza en la penumbra la muchedumbre que sale de los espectáculos. Los faroles, escasos y encapuchados, derraman una luz fúnebre, rápidamente absorbida por la sombra. El cielo, negro, con parpadeos de fulgor sideral, atrae las miradas inquietas. Antes, la noche sólo tenía estrellas; ahora, puede ofrecer de pronto teatrales mangas de luz en cuyo extremo amarillea el zepelino como un cigarro de ámbar.
Sentimos el deseo de prolongar nuestra velada. Somos cuatro: un escritor francés, dos capitanes servios y yo. ¿Adónde ir en este París obscuro, que tiene cerradas todas sus puertas?... Uno de los servios nos habla del bar de cierto hotel elegante, que continúa abierto para los huéspedes del establecimiento. Todos los oficiales que quieren trasnochar se deslizan en él como si fuesen de la casa. Es un secreto que se comunican los hermanos de armas de diversas naciones cuando pasan unos días en París.
Entramos cautelosamente en el salón profusamente iluminado. El tránsito es brusco de la calle obscura a este hall que parece el interior de un enorme fanal, con sus innumerables espejos reflejando racimos de ampollas eléctricas. Creemos haber saltado en el tiempo, cayendo dos años atrás. Mujeres elegantes y pintadas, champán, violines que gimen las notas de una danza de negros con el temblor sentimental de las romanzas desgarradoras. Es un espectáculo de antes de la guerra. Pero en la concurrencia masculina no se ve un solo frac. Todos los hombres llevan uniformes—oficiales franceses, belgas, ingleses, rusos, servios—y estos uniformes son polvorientos y sombríos. Los violines los tocan unos militares británicos que contestan con sonrisa de brillante marfil a los aplausos y aclamaciones del público. Sustituyen a los antiguos zíngaros de casaca roja. Las mujeres señalan a uno de ellos, repitiéndose el nombre del padre, lord célebre por su nobleza y sus millones. «Gocemos locamente, hermanos, que mañana hemos de morir.» Y todos estos hombres, que han colgado su vida como ofrenda en el altar de la diosa Pálida, beben la existencia a grandes tragos, ríen, copean, cantan y besan con el entusiasmo exasperado de los marinos que pasan una noche en tierra y al romper el alba deben volver al encuentro de la tempestad.
* * *
Los dos servios son jóvenes y parecen satisfechos de que las aventuras de su patria los hayan arrastrado hasta París, ciudad de ensueño que tantas veces ocupó su pensamiento en la bárbara monotonía de una guarnición del interior.
Ambos «saben contar», habilidad no ordinaria en un país donde casi todos son poetas. Lamartine, al recorrer hace tres cuartos de siglo la Servia feudataria de los turcos, quedó asombrado de la importancia de la poesía en este pueblo de pastores y guerreros. Como muy pocos conocían el abecedario, emplearon el verso para guardar más estrechamente las ideas en su memoria. Los guzleros fueron los historiadores nacionales y todos prolongaron la Iliada servia, improvisando nuevos cantos.
Mientras beben champán los dos capitanes, evocan las miserias de su retirada hace unos meses; la lucha con el hambre y el frío; las batallas en la nieve, uno contra diez; el éxodo de las multitudes, personas y animales en pavorosa confusión, al mismo tiempo que a la cola de la columna crepitan incesantemente fusiles y ametralladoras; los pueblos que arden, los heridos y rezagados, aullando entre llamas; las mujeres con el vientre abierto viendo en su agonía una espiral de cuervos que ávidos descienden; la marcha del octogenario rey Pedro, sin más apoyo que una rama nudosa, agarrotado por el reumatismo, y continuando su calvario a través de los blancos desfiladeros, encorvado, silencioso, desafiando al destino, como un monarca shakespiriano.
Examino a mis dos servios mientras hablan. Son mocetes carnosos, esbeltos, duros, con la nariz extremadamente aguileña, un verdadero pico de ave de combate. Llevan erguidos bigotes. Por debajo de la gorra, que tiene la forma de una casita con tejado de doble vertiente, se escapa una media melena de peluquero heroico. Son el hombre ideal, el «artista», tal como lo veían las señoritas sentimentales de hace cuarenta años, pero con uniforme color de mostaza y el aire tranquilo y audaz de los que viven en continuo roce con la muerte.
Siguen hablando. Relatan cosas ocurridas hace unos meses y parece que recitan las remotas hazañas de Marko Kraliovitch, el Cid servio, que peleaba con las Wilas, vampiros de los bosques, armados de una serpiente a guisa de lanza. Estos hombres que evocan sus recuerdos en un bar de París han vivido hace unas semanas la existencia bárbara e implacable de la humanidad en su más cruel infancia.
El amigo francés se ha marchado. Uno de los capitanes interrumpe su relato para lanzar ojeadas a una mesa próxima. Le interesan, sin duda, dos pupilas circundadas de negro que se fijan en él, entre el ala de un gran sombrero empenachado y la pluma sedosa de una boa blanca. Al fin, con irresistible atracción, se traslada de nuestra mesa a la otra. Poco después desaparece, y con él se borran el sombrero y la boa.
Me veo a solas con el capitán más joven, que es el que menos ha hablado. Bebe; mira el reloj que está sobre el mostrador. Vuelve a beber. Me examina un momento con esa mirada que precede siempre a una confidencia grave. Adivino su necesidad de comunicar algo penoso que le atormenta la memoria con gravitación de suplicio. Mira otra vez el reloj. La una.
—Fue a esta misma hora—dice sin preámbulo, saltando del pensamiento a la palabra para continuar un monólogo mudo.—Hoy hace cuatro meses.
Y mientras sigue hablando, yo veo la noche obscura, el valle cubierto de nieve, las montañas blancas de las que emergen hayas y pinos, sacudiendo al viento las vedijas algodonadas de su ramaje. Veo también las ruinas de un caserío, y en estas ruinas el extremo de la retaguardia de una división servia que se retira hacia la costa del Adriático.
Mi amigo manda el extremo de esta retaguardia, una masa de hombres que fue una compañía y ahora es una muchedumbre. A la unidad militar se han adherido campesinos embrutecidos por la persecución y la desgracia, que se mueven como autómatas y a los que hay que impelir a golpes; mujeres que aullan arrastrando rosarios de pequeñuelos; otras mujeres, morenas, altas y huesudas, que callan con trágico silencio, e inclinándose sobre los muertos les toman el fusil y la cartuchera. La sombra se colora con la pincelada roja y fugaz del disparo, surgiendo de las ruinas. De las profundidades de la noche contestan otros fulgores mortales. En el ambiente negro zumban los proyectiles, invisibles insectos de la noche.
Al amanecer será el ataque arrollador, irresistible. Ignoran quién es el enemigo que se va amasando en la sombra. ¿Alemanes, austriacos, búlgaros, turcos?... ¡Son tantos contra ellos!
—Debíamos retroceder—continúa el servio,—abandonando lo que nos estorbase. Necesitábamos ganar la montaña antes de que viniese el día.
Los largos cordones de mujeres, niños y viejos, se habían sumido ya en la noche, revueltos con las bestias portadoras de fardos. Sólo quedaban en la aldea los hombres útiles que hacían fuego al amparo de los escombros. Una parte de ellos emprendió a su vez la retirada. De pronto el capitán sufrió la angustia de un mal recuerdo: «¡Los heridos! ¿Qué hacer de ellos?...» En un granero de techo agujereado, tendidos en la paja, había más de cincuenta cuerpos humanos, sumidos en doloroso sopor o revolviéndose entre lamentos. Eran heridos de los días anteriores que habían logrado arrastrarse hasta allí; heridos de la misma noche que restañaban la sangre fresca con vendajes improvisados; mujeres alcanzadas por las salpicaduras del combate. El capitán entró en este refugio que olía a carne descompuesta, sangre seca, ropas sucias y alientos agrios. A sus primeras palabras, todos los que conservaban alguna energía se agitaron bajo la luz humosa del único farol. Cesaron los quejidos. Se hizo un silencio de sorpresa, de pavor, como si estos moribundos pudiesen temer algo más grave que la muerte.
Al oír que iban a quedar abandonados a la clemencia del enemigo, todos intentaron un movimiento para incorporarse; pero los más volvieron a caer.
Un coro de súplicas desesperadas, de ruegos dolorosos, fue hasta el capitán y los soldados que le seguían...
—¡Hermanos, no nos dejéis!... ¡Hermanos, por Jesús!
Luego reconocieron lentamente la necesidad del abandono, aceptando su suerte con resignación. ¿Pero caer en manos de los adversarios? ¿Quedar a merced del búlgaro o el turco, enemigos de largos siglos?... Los ojos completaron lo que las bocas no se atrevían a proferir. Ser servio equivale a una maldición cuando se cae prisionero. Muchos que estaban próximos a morir temblaban ante la idea de perder su libertad.
La venganza balkánica es algo más temible que la muerte.
«¡Hermano! ¡Hermano!» El capitán, adivinando los deseos ocultos en estas súplicas, evitaba el mirarles. «¿Lo queréis?», preguntó varias veces. Y todos movían la cabeza afirmativamente. Ya que era preciso su abandono, no debía alejarse dejando a sus espaldas un servio con vida.
¿No habría suplicado él lo mismo al verse en igual situación?...
La retirada, con sus dificultades de aprovisionamientos, hacía escasear las municiones. Los combatientes guardaban avaramente sus cartuchos.
El capitán desenvainó el sable. Algunos soldados habían empezado ya el trabajo empleando las bayonetas, pero su labor era torpe, desmañada, ruidosa; cuchilladas a ciegas, agonías interminables, arroyos de sangre. Todos los heridos se arrastraban hacia el capitán, atraídos por su categoría, que representaba un honor, admirados de su hábil prontitud.
—¡A mí, hermano!... ¡A mí!
Teniendo hacia fuera el filo del sable, los hería con la punta en el cuello, buscando partir la yugular del primer golpe.
—¡Tac!... ¡Tac!...—marcaba el capitán, evocando ante mí esta escena de horror.
Acudían arrastrándose sobre manos y pies; surgían como larvas de las sombras de los rincones; se apelotonaban contra sus piernas. El había intentado volver la cara para no presenciar su obra; los ojos se le llenaban de lágrimas; pero este desfallecimiento sólo servía para herir torpemente, repitiendo los golpes y prolongando el dolor. ¡Serenidad! ¡Mano fuerte y corazón duro!... Tac..., tac...
—¡Hermano, a mí!... ¡A mí!
Se disputaban el sitio como si temieran la llegada del enemigo antes de que el fraternal sacrificador finalizase su tarea. Habían aprendido instintivamente la postura favorable. Ladeaban la cabeza para que el cuello en tensión ofreciese la arteria rígida y visible a la picadura mortal. «¡Hermano, a mí!» Y expeliendo un caño de sangre se recostaban sobre los otros cuerpos que iban vaciándose lo mismo que odres rojos.
***
El bar empieza a despoblarse. Salen mujeres apoyadas en brazos con galones, dejando detrás de ellas una estela de perfumes y polvos de arroz. Los violines de los ingleses lanzan sus últimos lamentos entre risas de alegría infantil.
El servio tiene en la mano un pequeño cuchillo sucio de crema, y con el gesto de un hombre que no puede olvidar, que no olvidará nunca, sigue golpeando maquinalmente la mesa...¡Tac!... ¡Tac!... |