Veraneaba yo en Nazaret -dijo el amigo Orduña-, un pueblecito de pescadores cercano a Valencia. Las mujeres iban a la ciudad a vender el pescado; los hombres navegaban en sus barquitas de vela triangular o tiraban de las redes en la playa; los veraneantes pasábamos el día durmiendo y la noche en la puerta de nuestras casas, contemplando la fosforescencia de las olas o abofeteándonos al percibir el zumbido de los mosquitos, tormento de las horas de descanso.
El médico, un señor viejo, rudo y burlón, venía a sentarse bajo el emparrado de mi puerta, y juntos pasábamos la noche, con el botijo o la sandía al lado, hablando de su clientela, gente marítima o terral, crédula, ruidosa e insolente en sus expansiones dedicada a la pesca y al cultivo de los campos. A veces reíamos al recordar la enfermedad de Visanteta, la hija de la Soberana, vieja vendedora de pescado que justificaba su apodo por el volumen y la estatura, así como por la arrogancia con que trataba a las compañeras de mercado, imponiéndoles su voluntad a fuerza de peleas... La mejor muchacha del pueblo la tal Visanteta; pequeñita, maliciosa, de gran labia, sin otra belleza en su cara morena la de la juventud; pero con unos ojos punzantes y una gracia para mostrarse tímida, débil e interesante que enloquecía a los mozos del pueblo. Su novio era Carafosca, valeroso pescador, capaz de navegar sobre un madero. Olas adentro, le admiraban todos por su audacia; en tierra, metía miedo por su mutismo provocador y la facilidad con que desnudaba la faca acometedora. Feo, pesado y agresivo, como las enormes bestias que de tarde en tarde aparecían en las aguas de Nazaret devorando toda la pesca, iba las tardes de domingo al lado de su novia, camino de la iglesia, y cada vez que la muchacha alzaba la cabeza para hablarle entre remilgos y ceceos de niña mimada y doliente, Carafosca esparcía en torno de él los bizcos ojos con expresión de reto, como desafiando al pueblo entero, a los campos, a la playa y al mar, a que viniesen todos a disputarle su Visanteta.
Un día circuló por Nazaret la más estupenda noticia. La hija de la Soberana tenía un animal en el cuerpo. Se hinchaban sus entrañas; la lenta deformación revelábase al través de zagalejos y faldas; su cara perdía color, y unas bascas angustiosas, acompañadas de vómitos, ponían en conmoción su barraca, haciendo prorrumpir a la madre en desesperados lamentos y correr azoradas a las vecinas. Muchos sonrieron al hablar de esta dolencia. ¡Que se lo contasen a Carafosca! ... Pero los incrédulo cesaron en sus malicias y sospechas al ver a éste triste y desesperado por la enfermedad de su novia implorando su curación con el fervor de un alma simple, para lo cual entraba en la pequeña iglesia del pueblo, él, que había sido siempre un pagano blasfemador de Dios y de los santos.
Sí, era una enfermedad extraña y horrible. La gente, en su predisposición a creer en toda clase de dolencias extraordinarias y raras, sabía ya con certeza qué era aquello. Visanteta tenía un sapo en barriga. Había bebido agua en una charca del cercano río, y la mala bestia, pequeña, casi imperceptible, habíase colado en su estómago, creciendo desmesuradamente. Las buenas vecinas, trémulas de asombro, acudían a la barraca de la Soberana para examinar a la chica. Todas con cierta solemnidad, palpaban el hinchado abdomen, buscando en su tirante superficie el relieve de la oculta bestia. Algunas, más viejas y experimentadas, sonreían con expresión triunfante. Estaba allí, bajo su mano, sentían la palpitaciones de su vida, se movía... sí, ¡se movía! Y tras grave deliberación, acordaban los remedios para expulsar al incómodo huésped. Daban a la chica cucharadas de miel de romero para que la mala bestia acudiese golosa, y cuando más tranquila estaba en su regodeo, ¡cataplum! una inundación de jugo de cebolla con vinagre que la hiciese salir a todo galope. Al mismo tiempo le aplicaban al vientre milagrosos emplastos, para que el sapo, sin un momento de calma, escapase despavorido: estopas mojadas en aguardiente y saturadas de incienso; marañas de cáñamo embreado del calafateo de las barcas; hierbas del monte; simples pedazos de papel con números, cruces y el sello de Salomón, vendidos por un curandero de la ciudad. Visanteta creía morir con estos remedios que entraban por su boca. Estremecíase por los escalofríos del asco, se arqueaba en horribles náuseas, como si fuese a expeler las entrañas, pero el odioso sapo no se dignaba asomar una de sus patas; y la Soberana ponía el grito en el cielo. ¡Ay su hija!... Jamás lograrían tales remedios echar fuera al perverso animal; era mejor dejarlo tranquilo y que no martirizase a la chica; darle mucho de comer; que no se nutriera sólo con el jugo de su Visanteta, cada vez más paliducha y débil.
Y como la Soberana era pobre, todas las amigas, a impulsos de la compasiva solidaridad de la gente popular, se dedicaron al sustento de Visanteta para que el sapo no la molestase. Las pescadoras, al volver de la plaza, le traían pastelillos comprados en establecimientos de la ciudad donde sólo entran señores; en la playa, al repartirse la pesca, apartaban alguna pieza jugosa de las que sirven para una sopa suculenta; las vecinas con puchero a la lumbre sacaban en tazas la flor del caldo, llevándolas lentamente, para que no se derramase, a la barraca de la Soberana: las jícaras de chocolate presentábanse en la tarde una tras otra.
Visanteta resistíase ante el enorme obsequio. ¡No podía más! ¡Estaba harta! Pero la madre avanzaba el peludo hocico con expresión imperiosa. «¡A comer he dicho!» Debía pensar en lo que llevaba dentro... Y sentía un afecto oscuro e indefinible por aquella bestia misteriosa albergada en las entrañas de su hija. Se la imaginaba, la veía; era su orgullo.
Gracias a ella, el pueblo tenía los ojos puestos en la barraca, la tertulia de vecinas era continua, y la Soberana no encontraba mujer en su camino que no la detuviese para pedirle noticias.
Sólo una vez había llamado al médico, viéndole pasar ante la puerta, pero sin deseo, sin espera alguna. ¿Qué podía hacer aquel pobre señor contra un animal tan tenaz?... Y al oír que, no contento con las explicaciones de ella y de su hija y los audaces toqueteos por encima de las ropas, hablaba una reconocimiento interior; la fiera matrona lo puso en la puerta. ¡Descarado! En seguida iba a darse el gusto de ver a su chica de este modo; la pobrecita, tan vergonzosa y tan buena, que enrojecía sólo al pensar en tales proposiciones!...
Los domingos por la tarde iba Visanteta a la iglesia figurando a la cabeza de las Hijas de María. Su vientre voluminoso era mirado con admiración por las muchachas. Todas le preguntaban ávidamente por el sapo, y Visanteta respondía con languidez. Ahora la dejaba tranquila. Había crecido mucho al comer bien; se agitaba algunas veces, pero le hacía menos daño. Unas tras otra ponían sus manos todas ellas para sentir los movimientos de la bestia invisible, y admiraban la superioridad de su amiga. El cura, santo varón de piadosa sencillez, fingía no enterarse de la femenil curiosidad, y pensaba con asombro en las cosas que hace Dios para poner a prueba a sus criaturas. Después, al finalizar la tarde, cuando el coro entonaba con voces suaves los gozos en loor de Nuestra Señora del Mar, cada una de aquellas vírgenes ponía su pensamiento en la misteriosa bestia, pidiendo fervorosamente que la pobre Visanteta se viese libre de ella cuanto antes.
Carafosca también gozaba de cierta popularidad por las dolencias de su novia. Le llamaban las mujeres, le detenían los pescadores viejos para preguntarle por el animal que martirizaba a la muchacha. «Pobreta!, pobreta!», mugía con acento de amorosa conmiseración. No decía más; pero sus ojos revelaban un deseo vehemente de cargar cuanto antes con Visanteta y su sapo, pues éste le inspiraba cierto afecto por ser cosa de ella.
Una noche, estando el médico en mi puerta, vino a buscarle una mujer con dramáticos aspavientos. La hija de la Soberana estaba muy enferma; debía ir corriendo en su auxilio. El médico levantó los hombros: «¡Ah, sí; el sapo!». Y no mostraba deseos de moverse. Inmediatamente llegó otra con gestos más vehementes aún. ¡La pobre Visanteta! ¡Iba a morir! Sus gritos se oían en toda la calle. La mala bestia se la estaba comiendo las entrañas...
Seguí al doctor arrastrado por la curiosidad que ponía en conmoción a todo el pueblo. Al llegar a la barraca de la Soberana, tuvimos que abrirnos paso a través de un compacto grupo de mujeres que obstruía la puerta, derramándose por el interior. Un grito angustioso, un alarido de desgarramiento, venía de lo más hondo de la vivienda por encima de las cabezas curiosas o aterradas. El vozarrón de la Soberana contestaba con aclamaciones suplicantes. ¡Su hija! ¡Ay, Señor, su pobre hija!...
La llegada del médico fue acogida con un coro de exigencias de las comadres. La pobre Visanteta revolvíase furiosa, no pudiendo sufrir tanto tormento, con los ojos extraviados y las facciones desencajadas. Había que operarla, abrir sus entrañas, echar fuera cuanto antes aquel demonio verde y viscoso que la estaba devorando.
El médico siguió adelante, sin hacer caso, y antes de que yo llegase junto a él sonó su voz en el repentino silencio, con brusquedad malhumorada:
-¡Pero, Señor, si lo que tiene esta chica es que va a ...!
Antes de que terminase, todos adivinaron en la brutalidad de su acento lo que iba a decir. Conmovióse la aglomeración de mujeres con el empuje de la Soberana, como las olas del mar bajo el vientre de una ballena. Avanzó sus manos hinchadas, de uñas amenazantes, barbotando injurias, mirando al médico con ojos homicidas. ¡Ladrón! ¡Borracho! ¡Fuera de su casa!... La culpa era del pueblo, que mantenía a un hombre sin religión. ¡Iba a comérselo! ¡Debían dejarla!... Y se debatía furiosa entre las amigas, pugnando por librarse de ellas y arañar al médico. A sus alaridos vengativos unía el balido débil de Visanteta protestando entre ayes que le arrancaba el dolor. ¡Mentira! ¡Que fuese aquel mal hombre! ¡Boca de infierno! ¡Todo mentira!...
Pero el médico iba de un lado a otro pidiendo agua, pidiendo trapos, arrebatado e imperioso en sus órdenes, sin prestar atención a las amenazas de la madre y a los lamentos de la hija, cada vez más fuertes y desgarradores. De pronto rugió como si la matasen, y hubo un remolino de curiosidad en torno del médico, invisible para mí. ¡Mentira! ¡Mentira! ¡Mala persona! ¡Calumniador!... Pero las protestas de Visanteta ya no sonaban aisladas. A su voz de víctima inocente, que parecía pedir justicia al Cielo unióse el vagido de unos pulmones que aspiraban el aire por vez primera.
Ahora las amigas de la Soberana tuvieron que ¡contenerla para que no cayese sobre su hija. ¡Iba a ¡matarla! ¡Perra! ¿De quién era aquello?... Y bajo el terror de las amenazas, la enferma que aún suspiraba «¡mentira!, ¡mentira!», acabó por hablar. Un mozo de la huerta, al que no había visto más...; un descuido al anochecer...; ella ya no se acordaba. ¡No se acordaba!... E insistía en esta falta de memoria como si fuese una excusa irrebatible.
Se aclaró el gentío. Todas las mujeres sentían el ansia de propalar la noticia. Al salir nosotros, la Soberana, avergonzada y llorosa, pretendió arrodillarse ante el médico, queriendo besar una de sus manos. «¡Ay don Antòni!... ¡Don Antòni!» Le pedía perdón por sus insultos; desesperábase al pensar en los comentarios del pueblo. ¡Lo que a ellas les aguardaba!...
Al día siguiente, los muchachos que cantaban tirando de las redes inventarían nuevas coplas. ¡la canción del sapo! Su vida iba a ser imposible.. Pero más le aterraba aún el recuerdo de Carafosca. Conocía bien a aquel bruto. A la pobre Visanteta la mataría apenas saliese a la calle; ella tendría igual suerte, por ser su madre y no haberla vigilado «¡Ay Don Antòni!» Le pedía de rodillas que viese a Carafosca. Él, que era tan bueno y sabía tanto, debía convencerle con sus palabras, hacerle jurar que no las molestaría, que se olvidaría de ellas.
El médico acogió estas súplicas con la misma indifererencia que las amenazas, y contestó con brusquedad. Ya decidiría; era asunto delicado. Pero una vez en la calle, levantó los hombros con resignación: «Vamos a ver a ese animal».
Lo sacamos de la taberna y comenzamos a pasear los tres por la oscura playa. El pescador parecía intimidado al verse entre dos personas tan importantes. Don Antonio le habló de la superioridad indiscutible de los hombres desde los primeros días de la Creación; del desprecio con que deben ser miradas las hembras por su falta de formalidad; de su inmenso número y lo fácil que resulta escoger otra cuando la que tenemos nos da un disgusto..., y acabó por contar rudamente lo ocurrido.
Carafosca dudaba, como si no comprendiese bien las palabras. Poco a poco, en su espesa inteligencia, iba abriéndose camino la certidumbre. Redéu, redéu! Y se daba furiosos rasguñones por debajo de la gorra, y se llevaba después las manos a la cintura como si buscase la temible faca.
El médico quiso consolarlo. Debía olvidar a Visanteta: nada de hacer el guapo queriendo matarla. Encontraría otras mejores. Aquella mosquita muerta no merecía que un buen mozo como él fuese a presidio. El verdadero culpable era ciertamente aquel labrador desconocido; pero... ¡y ella! ¡Y la facilidad con que... se descuidaba, no acordándose después!...
Paseamos mucho rato en penoso silencio, sin otra novedad que los rasguñones que Carafosca daba en la cabeza y la faja. De pronto nos sorprendió con el bramido de su voz, hablándonos en castellano, para mayor solemnidad:
-¿Quieren que les diga una cosa?... ¿Quieren que les diga una cosa?
Nos miraba con ojos agresivos, lo mismo que si tuviera enfrente al odiado y desconocido mozo de la huerta y fuese a caer sobre él. Adivinábase que su torpe pensamiento acababa de adoptar una resolución firmísima... ¿Qué cosa era aquélla? Podía hablar:
-Pues les digo -articuló con lentitud, como si fuéramos enemigos a los que deseaba confundir- les digo... que ahora la quiero más.
En nuestro asombro, no sabiendo qué contestar le dimos la mano. |