Las tardes de Caracas son lindas. Los crepúsculos duran largo tiempo; el cielo y las cosas atenúan su brillo hiriente; los tintes, amortiguándose con lentitud, bañan la atmósfera de tonos suaves. El sol de ocaso pincela de áureos matices la frente de las montañas vecinas; el aire se endulza; el cielo viste un bello y tenue azul.
En ventanas y balcones se apiñan hermosuras, ávidas de ver y de ser vistas. Las feas, por de contado, también se asoman a sus ventanas de balaustres. Por entre las rejas salen volando, a veces, ráfagas de música. La música del país es muelle, enamorada y voluptuosa; pero no tan voluptuosa, tan enamorada, ni tan muelle como esa otra armonía que se desprende silenciosa, de los contornos del seno, de las caderas lascivas, de los brazos y gargantas de casi todas las caraqueñas.
Como la gente es perezosa, a las mujeres les gusta poco salir; los hombres mismos, en vez de irse, ya a pie, ya en carruaje, a tomar el aire fresco a los vecinos campos, o siquiera al bello jardín de El calvario, se pasean por las polvorientas calles, en coche los que pueden, no bien declina el sol, hacia las seis. Los enamorados, más o menos platónicos, son los primeros. Casi todas las mujeres están en las ventanas. A esa hora, pues, aunque de lejos y al paso, pueden ver a la que aman. Otros se paran en las esquinas. Otros en las ventanas, a pelar la pava.
Una mujer había, la más bella de todas, que encastillada en su hermosura y orgullosa de sí, no quiso rendir a nadie su corazón.
Admirarla era casi un deber. Cierto poetilla, que la echaba de picaflor o, como dicen en otras partes, de Tenorio, compuso un tomo de madrigales para ella: madrigales a sus ojos, madrigales a sus manos, madrigales a su boca. Ella, aunque lisonjeada, no le hizo caso, porque ni el poeta ni los versos valían la pena.
Sinnúmero de amadores hacía la ronda a su puerta; o pasaban de tarde por frente a su ventana.
Pero uno se distinguía entre los fieles de aquella diosa de carne y hueso.
Éste no corría en carretela, ni pasaba a pie, sino que se plantaba, en una silla rodante, en toda la esquina. Era un joven paralítico. Se decía de él, sin razón, que era fatuo; y ninguno ignoraba el amor del infeliz.
Yo ardí en deseos de saber qué pasaba en el corazón de aquel mísero, a quien el infortunio baldó el cuerpo y no el alma.
El tullido, el pobre, tenía el pudor de su afecto; mas, a la postre, un día estuvo en vena de confidencias y me abrió su corazón.
« Es cierto, me dijo, estuve y creo que aun estoy enamorado. No es mía la culpa. Ella es hermosa; y yo tengo alma, porque no soy, según han dado en la flor de creer y aun decir, un idiota. Yo sé que haberme enamorado de esta señorita es, dada mi invalidez, algo ridículo; pero no puedo pasarme sin verla. Aquí me encontrará usted casi todas las tardes. Antes, ella no se mostraba cruel; sino más bien benévola conmigo. Yo le mandaba ramos de flores, rosas, jazmines, violetas, lo mejor que podía encontrar. Siempre aceptaba con una sonrisa de bondad mis presentes; y yo empecé a sentirme, en medio de mi infortunio, algo feliz. Luego supe que su benevolencia fue mofada; se hizo burla de su piedad, para darle algún nombre a su sentimiento, y de mi amor. Yo no tengo la culpa. Yo no dije que la amaba. Pero el amor es el diablo y se le sale a uno por los ojos. Al fin le prohibieron en su casa que aceptase mis flores. Cuando me rechazó mi regalo, un macito de violetas, tuve que contener mis lágrimas. Es tonto lo que estoy confesando y más tonto aún que se lo confiese a usted. Pero en fin, sin alardear, ni mucho menos, como alardean los poetas, de sus infortunios amorosos, bien puedo hacerle a usted esta confidencia. Al fin somos todos del mismo barro miserable y sensible. En la noche lloré; esa noche juré no verla nunca más.
« A la tarde siguiente, no pude, con franqueza, resistir al deseo de contemplarla, y me hice arrastrar hasta aquí. Las burlas siguieron. Ella dejó de saludarme, o más bien dicho, de responder a mi saludo; pero yo siempre fiel, siempre atado con una cadena invisible a su hermosura maldita. Una tarde, al yo insistir en saludarla, me sacó fuera su lengua, en señal despectiva o de cólera, como lo hubiera hecho una chiquilla.
« Ese día no lloré sino reí; me reí con ganas, me reí mucho, muchísimo; y empecé a reírme en sus ojos. Ella se puso muy enojada, tanto, que me volvió la cara, y desde ese día ya no quiso más sentarse sino de espaldas a esta esquina donde me detengo. Su enojo se trocó en malquerencia, y decirle puedo a usted satisfecho que hoy me odia. Y vea usted lo que son las cosas, ahora es cuando soy menos infeliz. Ahora poseo algo muy sincero, muy puro, del alma de esa mujer: poseo su odio. Yo he obtenido más que todos esos estúpidos que la enamoran. Ninguno ha podido entrar en su corazón. Yo, sí. ¿Qué importa por qué puerta? Yo me siento posesor de algo que no se puede mentir. Soy casi feliz; y me creo más afortunado que el hombre a quien ella ofrezca su mano y hasta su corazón. Una mujer tan vanidosa, tan pagada de sí, amará siempre y por sobre todo su hermosura. En cambio ella no puede odiarse a si misma, y mal puede tener otra persona a quien odiar. Su odio, pues, es íntegro para mí; y su amor, en cambio, nunca será completo para su esposo.
« Tengo la mitad de su alma, por lo menos ahora. ¿Quién pudiera decir otro tanto?
« Usted me verá todas las tardes aquí, mirándole por detrás las orejas, casi contento.»
La fisonomía del paralítico se iluminaba. Hasta sus piernas de perlático parecían animarse.
Al fin lo dejé; y me fui calle arriba, taciturno, todavía con algo del vértigo que me produjo el fondo de aquella alma, a la cual quiso asomarse mi curiosidad.
Cuentos americanos, 1904
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