I
La casa, una antigua construcción española, de muros eminentes, pesadas puertas, ventanas guarnecidas por balaustres de fierro, tenía aspecto monacal; aires como de mansión a cuya sombra paseaban frentes meditabundas cubiertas de níveas tocas; pies descalzos, hechos a correr tras la cruz; almas blancas, cuna y albergue de las melancolías. Pero no; allí no habitaba la santidad sino la industria. Aquella no era casa de oración: de sus techos sólo surgía el himno del trabajo.
El caserón hacía esquina: por la una calle dos grandes puertas daban acceso a un detal de jabones; por la otra una verja, antes dorada, siempre de par en par y cuyos barrotes festoneaba una enredadera de cundeamor, permitía la entrada en la mansión del jabonero.
En el pueblo la casa no se nombraba de otra suerte sino «la jabonería». Su dueño y habitante era un industrial enriquecido que abastecía con su comercio de jabones los pueblos comarcanos.
Una noche, a cosa de las nueve, estaban en la sala de la jabonería dos personas: la una, viejecita de cabello nevado, rostro plácido, manos y piernas rígidas, sobre una silla giratoria y rodante, en un rincón de la pieza, dormitaba. Leía la otra persona a la luz de una lámpara, en el centro del salón. Era un hombre todavía joven, de complexión robusta, tez mate, ojos y barba negros, cabello ensortijado, aspecto burgués. Vestía blusa y pantalones de dril obscuro; los pies, metidos en pantuflos de grana, fulguraban con el oro de los bordados.
Todo en aquel hombre estaba diciendo cómo era él un rico de provincia. La propia sala llena de baratijas, adornos del peor gusto, mostraba ser el búcaro de aquella flor silvestre, flor de estambres dorados pero sin aroma.
De pronto la anciana somnolente abrió los ojos, y moviendo la boca un poco torcida de suyo, articuló un sonido extraño e intraducible, mitad grito salvaje de esos que la fantasía escucha en los campos, a media noche, mitad inflexión de humana garganta.
El leyente impresionado preguntó:
—¿Qué tiene, madre? ¿Quiere usted irse a dormir? Y sin esperar respuesta cerró el libro marcando la página cuidadosamente con una tira de papel, se fue a la anciana, puso en la frente de ella un beso, y comenzó a mover la silla rodante hacia las piezas interiores, mientras exclamaba en voz alta:
—María, ven María: es menester acostar a mamá.
Al cabo de una media hora entraba de nuevo en la sala el hijo de la inválida, esta vez seguido de María; María, la hermana mayor, la primogénita de la anciana, suerte de providencia doméstica. Ella era el alma del hogar. Cuanto al hogar decía relación estaba ella acostumbrada a resolverlo por sí y ante sí. Dócil a tan blando yugo, el dueño de la casa sólo tenía para ella gratitud, por cuanto la vida de esta buena señora era una continua ofrenda en aras del cariño a los suyos. Ella renunció al amor por el hogar. Ella no había sido esposa por ser hija; y prefirió a ser madre ser hermana.
Luego de sentarse dijo a su compañero de sala:
—Bien, Juan, esa carta de nuestro querido Juanito es cosa muy extraña. Llamarte a la carrera, sin motivo. Él, tan juicioso siempre.... Enfermedad no es. No hubiera podido escribir. Además, el Director....
Don Juan convenía con su hermana en que algo extraordinario pasaba a Juanito, y se disponía a partir, rumbo a la gran ciudad donde el niño estudiaba.
La carta era lacónica: «Tu visita mensual,—decía—tan querida para mí, por primera vez en un año ha dejado de ser periódica. ¿Por qué, mi adorado papá?»
En este tono de afecto continuaba. En resumen le pedía que fuese a verlo.
Este dulce reclamo del amor filial hizo honda impresión en los sencillos moradores de la jabonería. La queja justísima de Juanito se comentó largamente en las veladas de los buenos provinciales.
Juanito era la adoración de aquel hogar. Hijo único de D. Juan, crecido al calor de aquellos seres, era astro de sus noches, alegría de su alma.
Hasta los quince años tuvo profesores en la propia casa; luego fue necesario que estudiase las matemáticas, carrera del joven, en un buen colegio. D. Juan echó un nudo a su corazón y Juanito partió para una lejana y bella ciudad, magnífico centro docente.
—Yo tengo mis ideas, había dicho D. Juan a su hermana, cuando el cariño egoísta de la buena señora negaba la conveniencia de aquel viaje; yo tengo mis ideas; mi hijo será lo que yo no he podido ser. Yo no tuve un padre, que si no....
Y en los ojos de D. Juan se pintaba la tristeza. D. Juan tenía la conciencia de que él era víctima de su primera humilde condición. Espíritu despierto, hombre de natural inteligencia, fantasía llena de novelones y dramas imposibles, en medio de su bienestar, de su riqueza, encontraba uno como vacío; vacío que su previsión de padre iba a colmar con el estudio en la existencia de Juanito.
Don Juan nunca fue esposo. A las veces, pensando en su hijo, recordaba cómo había gustado besos exóticos en la boca lindamente roja de la bohemia que dio el ser a Juanito. La amada peregrina, una de esas mujeres en las cuales se mezcla a la hermosura todo el encanto de lo desconocido, llegó hasta el ignorado rincón de aquella provincia, como una ráfaga llena de extraños perfumes; como una brisa que cruzó azules mares, verdes cumbres, y bosques de laureles y de rosas.
D. Juan, entonces mozo de cuatro a cinco lustros, lleno de fuego el corazón, amó a la linda aventurera que llevaba consigo en son de venta rosarios de ámbar, rosas de Jericó, fragmentos de la propia cruz donde fue victimado el Cristo, objetos falsos de su mísera industria ambulante.
D. Juan amó en ella la morbidez de las formas no injuriadas por el continuo andar; el dulcísimo rostro, acanelado por los besos del sol; el negro profundo de la cabellera; los brazos llenos de caracteres intraducibles, corazones flechados, círculos llameantes; todo aquel encanto exótico de una mujer helena por el perfil, española por la mirada, y por naturaleza del amado país de Bohemia.
Juanito fue fruto de aquel amor del criollo a la extranjera; amor alborotado como un torbellino, rápido y devorante como un incendio.
Deshecha del hijo, sin nada pedir ni aceptar nada, una bella noche primaveral prosiguió la aventurera su interrumpido viaje, anhelante de correr por cuantos son pueblos y climas; acaso para gustar en otras latitudes nuevos amores; acaso para concebir otros hijos y sembrarlos, como simiente de dolor, en los surcos por donde va la triste romera.
Entre D. Juan y su hermana hubo un instante de silencio. Los dos pensaban en el querido ausente. La señora se volvió hacia D. Juan. Este se había puesto repentinamente en pie y encendiendo un cigarrillo en el tubo de la lámpara, dijo:
—María, prepara esta noche mi equipaje: mañana parto.
II
Juanito fue desde su entrada en el colegio uno de los mejores estudiantes; los primeros puestos eran los suyos, tanto en la clase de álgebra como en la de filosofía. De inteligencia clara, alma anhelosa de saber, corazón rebosante de orgullo, carácter serio, espíritu soñador, era retraído, afecto al estudio; gustaba de ese como pugilato de las inteligencias, que entre condiscípulos se lleva a cabo y pone á prueba el vigor intelectual de los contrincantes.
Pronto fue distinguido por los profesores; esto le granjeó la ojeriza de sus camaradas. Además, él de suyo un poquillo rencoroso, guardaba contra varios de sus compañeros, señaladamente contra uno, sentimientos no nada cristianos, antes bien confines con el odio y con la más ponzoñosa antipatía.
Tuvo esto origen en una escena ocurrida a su ingreso en el plantel; escena dolorosa que nunca olvidaba Juanito, y en la cual había sido por desgracia protagonista.
Fue una mañana a cosa de las ocho. Él hacía su primera entrada en el amplio salón del colegio. Todos los muchachos estaban reunidos. El Director del instituto presidía.
Provincial tímido, con aire azorado y maneras torpes, Juanito entra en la sala, crúzala silencioso y desconcertado entre dos coros de alumnos, se dirige atolondradamente al Director y sin más preámbulo le tiende la mano. El maestro por hacer una mala pasada al pobre mozo, no estrecha la mano de Juanito, y éste queda en el centro del salón, mudo, chasqueado, rojo de vergüenza, en medio de la risa del profesor y la rechifla sangrienta de los alumnos.
Entonces sucedió algo más doloroso para él.
—Siéntese usted, le dijo el Director, señalándole un puesto vacío. Él obedeció. El asiento destinado a recibirlo era un banco en el cual sólo estaban dos alumnos.
Los muchachos comenzaron a hacer despiadadas observaciones.
—«Tiene nariz de olerlo todo», exclamó uno a media voz, ni tan alto que escuchase el maestro, ni tan bajo que no produjese hilaridad en el auditorio.
—¡Qué ojos de basilisco!
—Este nació para astrónomo.
—¡Qué pies!
—¡Qué manos!
—Parece un sietemesino.
Entre tanto los dos jóvenes que ocupaban el banco junto con Juanito se deslizaron cautelosos hasta un extremo, precisamente la punta opuesta a la que servía de asiento al provincial.
Juanito, ya cambiado el estupor en cólera, se prepara a responder a las injurias cuando los mozos de su lado, a una señal, se ponen de pie. El provincial gravita solo en un extremo del banco, rompe el equilibrio, y rueda bajo el asiento que le cae encima.
Lleno de polvo y de vergüenza, ciego de dolor y de ira, cierra Juanito contra uno de los causantes de su malaventura y le asesta en el rostro una tremenda bofetada. El Director interviene; la mofa cede el puesto al asombro; y a partir de la ocurrencia ya saben a qué atenerse con Juanito sus camaradas de colegio.
Sin embargo, las jugarretas menudearon. Se supo que el padre de Juanito era propietario de una jabonería, y ya no llamaron al joven sino «el jabonero». Por todas las paredes corrían versos alusivos a la industria de D. Juan. Una ocasión en la mesa al comer el pan, Juanito tuvo náuseas. Los muchachos le habían ingeniosamente aderezado la hogaza; la miga no era de harina sino de jabón.
Entre él y sus compañeros hubo siempre algo infranqueable: el carácter de Juanito.
Discurrió un año. Ellos duros con él. El duro con ellos. Intimidad tuvo con muy pocos; odio, sólo para uno. Quien inspiraba en Juanito este invencible sentimiento de repulsión era un mozo alto, delgaducho, de grandes piernas, ojos zarcos, pelirrubio, lleno de prejuicios de raza a pesar de lo democrático de su figura y de su nombre.
Este era el mismo joven a quien Juanito abofeteó cuando la ocurrencia del banco. Se llamaba Gil Pérez. Los muchachos, jugando con las letras del nombre, lo apodaban Perejil.
Perejil y Juanito se abominaban mutua y cordialmente. Una mañana corrió entre los alumnos la nueva de que los dos jóvenes se habían desafiado para el jardín, a las cinco, después de las clases.
Todo el colegio se dispuso a resenciar un espectáculo extraordinario.
Perejil era lenguaraz, insolente; orgulloso de que antepasados de él habían muerto en defensa de la Patria, decía a menudo:
—Por mis venas corre sangre de héroes.
Taciturno, austero, Juanito inspiraba en sus camaradas un sentimiento indefinible, extraña mezcla de antipatía y respeto.
El tema palpitante eran Perejil y Juanito. A la hora del almuerzo, en los corredores, en las habitaciones, por todas partes se entablaban diálogos.
—Hoy le bajan el gallo al jabonero.
—No sabemos, chico; ese Juanito no es tonto. Recuerda su estreno en el colegio.
—Aquello fue una casualidad. Perejil nunca quiso arreglarle cuentas. Pero ya ves; a cada cochino se le llega su San Martín.
En otras conversaciones salía peor librado el pobre Juanito. Una y otra parte le eran adversas. En un grupo decían:
—Es un presuntuoso.
—Y un cobarde.
—Me alegraré de que Perejil lo medio mate.
—Y yo.
—Y yo.
En ese momento ingresó Perejil al círculo, muy satisfecho de contar en su favor los sufragios de la mayoría.
—Saben ustedes una cosa, dijo: me contentaré con zambullir en el estanque a ese mal nacido. ¡Qué historia la de él, queridos; qué historia! Me la ha referido esta mañana el nuevo cartero. Son del mismo lugar.
Todos interrogaron a Perejil con la mirada y con la voz.
—Cuéntanos, chico, cuéntanos.
Pero Perejil no creyó caballeresco expresar lo que sabía acerca de Juanito.
En un instante corrieron mil versiones: Juanito era esto; Juanito era lo otro.
El día pasaba. Perejil, muy animado y decidor, secreteábase con los vecinos en la clase y lanzaba a todo el mundo miradas de perdón.
Sonaron las cinco. Los muchachos ya libres, como bandadas de palomas volaron al jardín.
En el centro de un grupo, orillas del estanque, Perejil se quitó la blusa, arremangose la camisa, y aludiendo a Juanito que aun no llegaba, dijo:
—Esperemos a ese cobarde.
No esperó mucho. Juanito entró en el jardín. Todas las bocas callaron. Los ojos llameaban; los corazones latían con presura. En presencia de los adversarios el concurso se conmovió.
Juanito vestía de blanco; el blanco de su ropa contrastaba con el negro profundo de sus ojos, y la obscuridad brillante de la cabellera riza.
Pequeño de estatura, corto de cuello, atlético de complexión, todo en el joven Hércules respiraba energía.
Con una imperturbabilidad desconcertante se dirigió al grupo que rodeaba a su enemigo, y encarándose con Pérez exclamó:
—Perejil, estoy a tus órdenes.
Perejil avanzó nervioso, pálido de coraje, digno de sus abuelos. Instintivamente Juanito cerró las manos; su nariz se infló; de sus ojos profundos brotaron centellas.
Perejil se detuvo. El hielo del pavor lo había tocado de súbito. Pero pensó en su honor, en su nombre, en su prestigio personal, en su orgullo de raza, y altivamente exclamó:
—Jabonero; vengo a decirte que yo no puedo pelear contigo; tú eres hijo de una perdida; tú no tienes madr...
La última frase no pudo concluírla. El puño de Juanito la había apagado en los propios labios de Perejil.
La cólera del jabonero rayaba en delirio. Cayó sobre Perejil; lo abofeteó, lo mordió, lo escupió, lo derribó, y cuando el pobre enemigo exánime se revolcaba en el polvo, la cara tinta en sangre, Juanito se puso en pie y una, dos, tres, y más veces, lleno de furia, pateó la boca maldiciente del caído.
Juanito, reprendido con dureza, fue puesto en reclusión. Nada de domingos libres. Nada de horas de asueto. Recreo, no para él. Del cuarto de dormir a la clase, y de la clase al cuarto de dormir. Preso, vigilado cuidadosamente, su encierro duraría hasta nueva orden del Director.
III
«Tú no tienes madre».
Esta frase lo perseguía, lo hostigaba. A su recuerdo, uno como puñado sutilísito de agujas hincaba con crueldad en los ojos, en la frente, en las mejillas, en todo el rostro del pobre jabonero. Sentía Juan en la nuca un poderoso brazo, invisible, que le doblaba la cerviz, antes tan altiva. Sus rodillas tendían a flaquear; y todo él, a un influjo extraño y malhechor, era víctima de hondo desconcierto físico.
«Tú no tienes madre.»
Juanito sentía necesidad inmediata de un sér tangible a quien poder llamar con ese nombre dulcísimo. Hasta entonces él nunca había echado de menos a su madre. Criado al calor de la excelente Doña María con todas las ternezas de que fuera capaz la madre más apasionada; vástago único de un hombre para su hijo todo amor; jamás tuvo Juanito cómo sentir la ausencia del cariño materno. Caricias, mimos, ternuras, agasajos, fueron la atmósfera de su infancia. El pequeñuelo llenaba el hogar. De su amor vivían los corazones. Sus travesuras eran causa de fiesta. Su capricho era ley.
Por la mente de Juanito pasaba aquella infancia feliz cuya memoria agregaba otra aguja más cruel, más dolorosa, más punzante, a las muchas que herían su rostro. No se perdonaba el no haber preguntado nunca por su madre. Tenía una necesidad profunda de llanto. Dos noches pasó en una meditación llena de lágrimas.
Pensando en su hogar distante, en su buena tía, en la anciana paralítica, recordó que D. Juan, contra la costumbre, no lo había visitado en todo el mes. Lo enterneció la idea de perder el cariño de su padre. Experimentó una necesidad violenta de ver, de abrazar al autor de sus días. Entonces escribió una carta; carta nerviosa e imposible que hubo de romper. Se puso de nuevo y obstinadamente a la tarea; garrapateó uno, dos, tres pliegos de papel; pero ninguna de las misivas quedaba a su gusto.
—Lo dejaré para mañana, se dijo.
Al día siguiente a escondidas del Director, y valiéndose de alguno de los pocos amigos que contaba, envió la epístola.
Poco tiempo después D. Juan se presentaba en el colegio. Antes de ver al hijo amado, por medio del Director lo supo todo. Mientras escuchaba la relación, de los ojos de D. Juan brotaron chispas; chispas de orgullo por la viril conducta del hijo.
La primera entrevista de Juanito con su padre fue celebrada en el gabinete del Director.
—Papá.
—Hijo mío.
Y cayeron en brazos uno de otro.
Cuando Juanito se alzó tenía los ojos arrasados en lágrimas.
—Lo sé todo, hijo mío. No te condeno, decía D. Juan, muy contento de verse a solas con Juanito. Juanito le hizo conocer la rotunda resolución de abandonar el colegio.
—Lo dejarás, hijo, lo dejarás. Buscaremos otro que sea de tu agrado.
—No, papaíto lléveme con usted. No quiero ya ser ingeniero.
Esta salida desconsertó un poco a D. Juan. Tanto como eso no. El tenía sus ideas. Ir por ver a la familia y la tierruca, santo y bueno; pero para volver.
—Desengáñate, hijo, en esto no te complazco. Yo tengo mis ideas. Quiero hacer de tí una gran cosa; lo que yo no he podido ser. Si yo hubiera tenido un padre....
Y D. Juan inundaba a su hijo en una mirada llena de ternura.
Juanito abandonó el colegio; se fue a vivir en el hotel con su padre, lejos del ojo avizor de los profesores, y de la malquerencia de los alumnos. Se fue abominando de Legendre y de la filosofía escolástica; se fue a vivir en plena libertad, bajo el ala sedeña y perfumada del amor paterno.
Los días pasaban; días de una existencia deliberadamente llena de holganza y diversiones. D. Juan deseaba distraer a su hijo, porque la melancolía tejió su nido de tristezas en el alma del joven.
A las veces Juanito sentía impulsos de interrogar a D. Juan, de gritarle:
—¿Dónde está mi madre?—¿Qué ha hecho usted de mi madre?—¿Por qué no me habla usted de ella; por qué no me dice cómo es, ni adónde está?
Pero el respeto lo reducía a desesperante mutismo. Pensaba que D. Juan podía anonadarlo respondiéndole:
—¿No he sido yo para ti padre, madre, todo....?
Una noche, al regreso del teatro, expresó D. Juan a su hijo el deseo de restituírse al terruño nativo.
—¿No te parece bien, Juanito? Mi pobre hermana está sola con mamá. La anciana necesita cuidados de todos; y María reclama un amparo.
Juanito convenía de buena gana. Entonces D. Juan tocó nuevamente el punto delicado. Al cabo de algún tiempo, cuando por ambas partes se creyese oportuno, Juanito regresaría a un colegio.
—Papá, yo no quiero seguir estudios; yo preferiría vivir con usted, siempre con usted, sin abandonarlo nunca.
Además, añadía el joven, que la abuelita no estaba bien, que....
Nada, sino que no transigía D. Juan. Él tenía sus ideas. Malhumorado por la contrariedad y plantándose en el centro del cuarto, exclamó:
—Y bien, ¿qué es lo que tú deseas? ¿A qué aspiras? ¿Has pensado en tu porvenir?
Juanito, la cabeza baja, no respondía. El otro prosiguió:
—Me empeño en hacerte gente y lo rehusas. Sacrifico en tu obsequio mi ternura de padre, y no me lo agradeces. ¿Qué es lo que tú deseas? Respónde, Juan.
Juanito callaba; a media voz dijo:
—Papá....
—Papá, gritó D. Juan exasperado; tú no me complaces en lo que yo te pido. En cambio, ¿te he negado yo algo? ¿No tienes tú lo que todos tienen? ¿Qué te hace falta, dímelo?
Juanito alzó los ojos; quiso hablar, pero el dolor le echó un nudo al cuello.
D. Juan continuaba:
—¡Cuántos, cuántos quisieran lo que a ti te sobra! ¿Qué te hace falta, dímelo?
Juanito, también puesto en pie, los ojos húmedos de lágrimas y la voz temblante, repuso:
—Mi madre; me hace falta mi madre.
D. Juan lo esperaba todo menos tal respuesta. Un escopetazo en el rostro lo habría impresionado menos. Cayó en una poltrona, sollozando como un niño, el rostro cubierto con las manos. Entonces Juanito, llorando también, se abalanzó a su padre y lo abrazó, lo besó con frenesí.
* * *
Una sombra se había proyectado en aquellas dos almas: la sombra de la bella errante a quien D. Juan amó un tiempo; la sombra de la linda aventurera que mercaba rosarios de ámbar, rosas de Jericó, fragmentos de la propia cruz donde fue supliciado el Cristo; la sombra de la amada bohemia que huyó en una fresca noche primaveral, anhelante de correr por cuantos son pueblos y climas, acaso para gustar en otras latitudes nuevos amores, acaso para concebir otros hijos y sembrarlos,—como simiente de dolor,—en los surcos por donde va la triste romera.
Cuentos de poeta, 1900
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