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Rufino Blanco Fombona

"Filosofías truncas"

Biografía de Rufino Blanco Fombona en Wikipedia

 
 
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Filosofías truncas
 

De esas raras equivocaciones tiene el destino. Aquella dama, nacida para musa o para novia de poeta, no vivía en las estrofas de alguna gentil canción, vivía, gran señora, en un mundo del cual ella no amaba sino la pompa; y esa dulce desterrada de los poemas, consolaba su ostracismo reuniendo en su torno, músicos, novelistas, poetas, espíritus enamorados de la gloria, almas que deslumbra la verde visión de una hoja de laurel.

Esa noche parloteaban alegremente los invitados, en el saloncito carmesí. Eran hasta cinco personas: la señora, tres escritores y un viajero, recomendado de un amigo distante, y que venía de países muy remotos.

Se hablaba de todo. Se narraron sensaciones de libros y de viajes. Se picó en las ideas, como colibríes en cálices de flores.

La dama presidía. Su gentileza dejaba caer sonrisas, rosas de sus labios; y repartía miradas, besos de luz. Y eran, miradas y sonrisas, lauro lisonjero de aquella como justa.

Los escritores, a las veces, no se entendían. Bañados en el resplandor de una estrella, se tropezaban al buscar, los ojos en el cielo, la misma luz bienhechora.

Se habló de vanidad.

El novelista no negaba la suya.

—Mi vanidad es sonora como un órgano, decía.

El crítico, alma escéptica, se comparaba con Leonardo de Vinci, con Miguel Angel, con los más hermosos genios latinos y concluía porque nada que él hiciese valdría la pena.

El escéptico no se daba cuenta de su yerro. En su confesión de humilde había un rayo cegador de vanidad. Él no se comparaba con los mediocres, ni siquiera con los buenos; se comparaba con los mejores y negaba la luz de su ingenio porque no ardía como un sol.

El crítico exclamaba:

—Yo desprecio a la multitud. Me preocupa sólo la opinión que de mí tengan algunos cuantos. Si alguno de esos pocos, cuyo concepto me es caro, saliese diciendo que yo era un imbécil, me entristecería profundamente.

El novelista no compartía esta opinión.

—Si algún escritor notable, rugía, dijese que yo carezco de talento, creería al punto que ese hombre se había vuelto loco. Mi concepto de mí propio no puede cambiarlo nadie. ¿Que no lo merezco? No importa; ¡es mío! ¿Que no es una virtud la vanidad? ¡Mejor! El valor de las propias virtudes no es un mérito; lo es el valor de los defectos. Y ese lo tengo yo.

El viajero se figuró que no debía tomar aquello al pie de la letra; y para no darla de cándido, dijo, creyendo hacer una frase galante:

—No se calumnie, señor.

Los otros se rieron con los ojos. Bastante se conocían para saber hasta dónde era sincero lo expresado.

La señora callaba. Terció amablemente a fin de dar la razón a su nuevo amigo el viajero; pero se la quitaba, a los ojos de los demás, con una sonrisa.

El viajero, después de todo, concluyó por comprender que más debía oír que hablar. El poeta también callaba.

En punto a vanidad no arrojaba de sí el calor de llamas del uno, ni el falso hálito de tumba del otro. Y pensaba:

—Esos dos desdeñosos me han hecho el tributo de su alabanza. Ese novelador, ese Hércules, me ha tendido la mano; y cuanto al crítico, todo su escepticismo a un lado, se ha puesto a gritarme: ¡arriba! ¡sube! E interiormente y silencioso él también alzaba un himno a la vanidad.

Para ambos tenía el poeta admiración y aun ternura. Fraternizado con esas inteligencias por el paralelismo de ideales, y admirador de esos ingenios brillantes, él, confundiendo al escritor con el hombre, envolvía, en cada uno, al doble ser con el mismo manto de aprecio. ¡Grande error! Puede apreciarse mucho la inteligencia del mismo a quien se abomine como ente social. Por fortuna esto no ocurría allí, entre personas calificadas; pero es bueno, de todas suertes, hacer el desdoble del escritor y el hombre.

La conversación fue a parar a la crítica.

El poeta, en ese punto, estaba de acuerdo con el novelista, y en contra del hombre atacado en su profesión. El novelador no aceptaba crítica, por lo menos de sus amigos. Su amigo no tenía derecho de decirle verdades desagradables. Y si quería tenerlo lo compraba al precio de la amistad.

El hombre de profesión decía:

—¡Y el arte! ¡Y el noble amor de la verdad! La verdad está por cima de todo sentimiento. Y el arte por cima de todos los amigos.

El poeta confesaba ingenuamente:

—Me escoce la piel la crítica, sobre todo esa juiciosa, sabia, amante del término medio, que no se entusiasma sin razonar, y desmenuza y profana.

El crítico se defendía, argumentando. Dialéctico, de suyo poderoso, sin grande esfuerzo probó la necesidad del análisis, así sea o no literario.

El novelista y el poeta, apandillados, no respondían de exprofeso sino con chistes y epigramas. Este compadrazgo burlador desazonaba un poco al escéptico.

—Los críticos, como los cuervos, decía el novelador, se alimentan de detritus.

Y el poeta:

—El crítico es al poeta lo que el beso al gusano: el beso genera; el gusano devora.

Y, volviéndose a la dama, que reía con una risa de complacencia, bajo el abanico de marfil y plumas, la interrogó:

—¿A quién prefiere usted, señora, a los poetas o a los críticos?

Ella repuso:

—Usted sabe que mi afecto es para los músicos y para los poetas. Cuando oigo una romanza o una canción vibra todo mi ser; si es triste me entristece, si es vivaz me alegra, esa canción o esa romanza. En pocas palabras: yo siento el arte sin ponerme a razonarlo; siento como una mujer, entregándome a una voluptuosidad dulce, a una languidez de ensueño, que no quiero analizar. Ahora, mi querido poeta, le diré que me inspiran mucha admiración esas naturalezas pacientes e investigadoras, que educan en uno el sentimiento, y lo dirigen; que nos revelan hasta los más tenues matices de sensaciones; que nos enseñan cuanto vibra en nuestro ser; y nos descubren lo más íntimo, lo más recóndito de nuestra alma; y nos enriquecen, generosamente, con el tesoro de nuestra propia mina. Ya ve usted cómo, señor poeta, puedo amar a los trovadores y a los músicos, sin querer mal a los críticos, más, amándolos, si bien con otro amor.

—Señora, dijo el escéptico, usted me hace creer en los ángeles.

El viajero creyó de su deber seguir la galantería religiosa, y agregó:

—Habla usted como un serafín.

—Un serafín, murmuró ella sonreída, debe de hablar muy amablemente. Supóngase usted que es paje, o cosa así, en una gran corte, en la mejor de las cortes, en la corte celestial.

—Pero señora, interrumpió el novelista, no necesitarán los serafines desplegar toda su elocuencia con los bienaventurados. Recuerde usted cómo nuestra Santa Madre Iglesia ha dicho; bienaventurados los pobres de espíritu.

La conversación fue rodando hasta caer en la tumba, es decir, en la muerte. Se habló de las distintas maneras de morir. El escéptico se conformaba con una muerte dulce, tranquila. El poeta quería morir gloriosamente.

Se trajo a cuenta el suicidio. El viajero contó la manera cómo, en algunos pueblos, castigaban los conatos de suicidio. Y refirió dos o tres suicidios raros. Al novelista le retozaba el deseo de dar al viajero la noticia de un pueblo en donde ahorcan a los suicidas.

Los escritores, los tres, eran partidarios de la muerte voluntaria. Pero partidarios de distinto modo. El escéptico, aun con serlo, no encontraba mala del todo la vida. Él sabía de dulzuras; pero afirmó que era llegada la hora cuando el hombre se imposibilitaba de llenar esta función: amar.

El novelista, siempre concretándose a sí propio, no deseaba aún la muerte. Quería vivir para su gloria, y para desesperación de sus enemigos. Cuanto al poeta, creía que mientras más grande es un hombre menos digno es el mundo de ese hombre. Y si la grandeza de alguno consiste, antes de todo, en ser un delicado sensitivo, ese menos debe vivir, seguro de que la ruindad humana, las asperezas del camino, lo herirán más profundamente.

—Yo estoy en este caso, prosiguió; solo una cosa me sostiene: la esperanza en mi obra, la fe en que mi planta prenda y mi huella sea fecunda. Yo me hubiera muerto, si no. La vida es tan mía como mi casaca. Yo la uso hasta que me canse. Que soy joven, que está flamante, dirán algunos. Sí, pero está afeada por una mancha de tristeza prematura. ¿Será un pretexto de mi cobardía darle un objeto a mi vida? No lo sé. De todas suertes ese pretexto no durará mucho tiempo, porque mi mayor infamia no será la de envejecer.

El novelista aprobaba. La señora sonreía tras el plumaje del abanico. El abanico era el escudo de su prudencia, cuando no quería opinar. El extranjero, para sí propio, empezaba a decir desfavorablemente de aquella señora, complacida en la sociedad de unos locos grotescos. El escéptico se puso en pie a las últimas palabras del poeta.

—¡Ojalá, le dijo, caminando hacia el joven, ojalá conserve usted su entusiasmo! ¡Ojalá no pierda la fe en sí mismo!

Y prosiguió, con una mirada mitad triste, mitad maligna:

—Hace años, siendo yo bastante joven, conocí a un hombre del cual se decía que era muy talentoso. Este hombre, ancho, robusto, con una garganta por la cual se habían deslizado muchos vasos de cerveza, se reía regocijadamente. Y ese hombre produjo en mí, entonces, un pesar, un gran dolor. Ese dolor fue como el primer redoble de una marcha fúnebre. El hombre inteligente, el hombre sano, dijo, delante de mis primaveras en flor.

—A los veinticinco años yo me creía un genio. Así pasa generalmente a todos los jóvenes.

El poeta también puso en pie, de súbito. Se encaró con su amigo. El dardo sutil del escéptico, la venganza del crítico, lo hería dolorosamente.

—Ese hombre, dijo, el hombre que usted cita, fue una mediocridad. ¿Probó nunca lo contrario? Las primaveras de usted se deslumbraron con una luz de candil. Negar el entusiasmo, el ideal, es una estupidez burguesa. El entusiasmo es resorte de almas y caracteres. La fe salva. Un alma sin ideal es un yermo: no florecerá nunca. Yo sí siento en mi corazón la chispa sagrada: con sólo esa chispa podría prender fuego á todo su escepticismo.

El poeta se exaltaba. El otro quiso sosegarlo, temeroso de que una mala interpretación produjera en el joven un estallido.

Pero el joven no lo escuchaba; y prosiguió diciendo:

—Cuanto a mí, espero triunfar. Tengo compromiso con la victoria. Algo me dice en lo interior que yo no nací para ser de la manada; yo sería infiel a mí mismo, si no alimentara mi ambición.

La dama tomó cartas en el asunto. Ella era el iris de paz. La alianza la trajo su sonrisa y su palabra.

El crítico se comprendía vengado, en parte, de los epigramas de sus compañeros.

Ya era muy entrada la noche. Con los últimos fuegos del combate sobrevino la dispersión; y pronto no quedaba en el saloncito carmesí otra persona sino la dama, nostálgica de un poco de música, y con los oídos llenos de las disenciones de sus visitantes.

Aquella noche el extranjero, el viajador que venía de pueblos muy remotos, pensaba cómo hombres de talento se habían puesto, a los ojos de él, en pleno ridículo. Y al salir de la casa sentía la misma desagradable impresión que le produjo, tiempo atrás, una visita a un manicomio.


Cuentos de poeta, 1900

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