Era la media noche. Pedro acababa de matar la luz de su lámpara. Los cuadros, las efigies galantes, adorno de las paredes; la bujía de cera roja del velador; el mármol resplandeciente del aguamanil; los volúmenes, de tafilete bruñido y lustroso; cuanto era sonrisa de la luz, en la estancia, cuanto devolvía el beso de oro de la lámpara en nota luminosa, entraba en la obscuridad. La habitación, paramentada de sombra, yacía en la mudez. La luz no cantó más su canto de notas risueñas. En el centro del dormitorio, Pedro, en pie, parecía una estatua cubierta de un paño fúnebre.
Y el joven entró en el lecho, y se arrebujó en las frazadas, gustoso de respirar aquel ambiente de soledad bienhechora.
Apenas reclinaba la frente, satisfecho de sí mismo, aquella noche consagrada al estudio, apenas oreaba sus párpados el ala del sueño, cuando escuchó un ruidecillo. Se puso a oír: el ruidecillo era como de patas de mosca sobre una cuartilla de papel; como de un vuelo susurrante de cínife; como de enjambre de hormigas arrastrando un ala de mariposa.
Y desde el propio lecho acechó el sitio del rumoreo. En una pata del escritorio que simula una garra de león, miró lucir una chispa como de astro, intensa, de luz amable y generosa.
Pedro creyó ver un brillante, rico regalo de algún duende; pensó que alguna hada munífica le hacía, por manera curiosa, aquel gentil presente. Pero el diamante comenzó a titilar como un Véspero, al pie del escritorio, y temblante, movía su luz bajo la zarpa de caoba.
Pedro comprendió que mal podía ser un diamante la lucecilla vivaz y móvil. Y encendió la bujía de cera encarnada.
Entonces pudo ver una cosa épica. En una red de araña, de tenue urdimbre gris, un gusano de luz, un cocuyo, se debatía prisionero, acometido por inmunda cucaracha.
Pedro se llenó de piedad y de ira.
De piedad hacia el pobre animalito luminoso; de ira por el bicho repugnante, nauseabundo y traidor.
Al momento ideó redimir de aquella trampa gris, y salvar de aquella sabandija, al mísero en prisión; más, primero, quiso matar el insecto ascoso, y lo persiguió por todo el cuarto con una rabia carnicera. La cucaracha, medrosa, corría y corría, hasta perderse quién sabe en cuál rincón de la pieza.
Fatigado de una vana persecución, Pedro se restituyó a la tarea de salvar la luz, presa en la red gris de la araña. Tomó de sobre el pupitre una plegadera de marfil, y, con dulce piedad, lleno de ternura, redimió al insecto infeliz, al pobre animalito luminoso.
En la punta de la plegadera de marfil, ya en salvo, el cocuyo daba su claridad, como una sonrisa fulgurante de gratitud.
Y sucedió que en un aleteo, acaso en una vibración de regocijo, el insecto, resbalándose, cayó sobre la pierna desnuda de Pedro. Este, en un movimiento de nerviosismo, sacudió la pierna, rozada con aspereza por las alas y patas del cocuyo; el cocuyo rodó por la alfombra, y Pedro, de súbito puesto en pie, impensadamente lo aplastó con su planta.
Mientras tanto, la sabandija inmunda, la perseguida cucaracha, miraría la escena, de fijo, desde algún rincón de la pieza, vibrando las alas, oblondas y parduscas, en explosión de contento.
Víctima de una tristeza irracional y profunda, esa noche, Pedro no pudo conciliar el sueño. Las horas pasaban. Pedro vio las primeras tintas de la aurora entrar en orlas de luz por las rendijas de la ventana. Abrió un postigo. Y entonces fue, después del triunfo del dolor, el triunfo del color. Los cuadros, las efigies galantes, adorno de las paredes; la bujía de cera roja del velador; el mármol resplandeciente del aguamanil; los volúmenes, de tafilete bruñido y lustroso; cuanto era encanto de la luz, devolvía en notas risueñas el beso del alba.
Cuentos de poeta, 1900
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