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Rufino Blanco Fombona

"El cadáver de Don Juan"

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El cadáver de Don Juan
 

Mi amigo don Pablo y yo teníamos la costumbre de pasearnos juntos, casi todas las tardes, por los alrededores de Caracas. Aunque de más edad que yo, y de más experiencia, nos placíamos en sociedad el uno del otro, no tanto por similitudes de carácter como por afición a huronear en las antiguas crónicas del país, en las crónicas de la época boliviana, en las que a menudo salían a colación abuelos suyos o abuelos míos.

Era don Pablo el hombre más grato del mundo, el más irrestañable y deleitoso conversador.

Dirigímonos una tarde hacia el norte de la ciudad. Pasamos el puente del Guanábano, dejamos a nuestras espaldas las últimas y desgranadas casucas de Caracas, por aquella extremidad, y nos enderezamos hacia las primeras estribaciones del Ávila. Desde la planicie eminente, al pie de tan majestuosa cadena de montañas como aquella que separa a Caracas del mar, divisábamos la ciudad entera, tendida entre el Catuche y el Guaire, desde el Puente del Guanábano al norte hasta el Puente de Hierro al sur.

Los techos de la ciudad rojeaban a la suave luz de la tarde, y los mil jardines caraqueños desplegaban la copa verde de sus acacias, el abanico de sus chaguaramos o la elegante arquitectura vegetal de sus araucarias, entre las cúpulas plomizas y las torres blancas, por encima de los tejados purpúreos.

Ascendimos un poco más. De pronto nos encontramos con una pared descascarada y leprosa, sobre la cual empotrábanse, de distancia en distancia, altas verjas cubiertas de herrumbre.

Era el antiguo y abandonado cementerio de Los hijos de Dios.

La hierba crecía entre las tumbas. Cruces de hierro, tomadas de orín, yacían por tierra. Sobre las lápidas de mármol, llenas de polvo, se borraban las inscripciones.

— ¡Qué incuria! observé a mi compañero. ¡Y pensar que los nietos de casi todos esos muertos, ríen o sufren, es decir, viven, a unos cuantos pasos de las tumbas de sus abuelos, sin curarse lo más mínimo de esos muertos a quienes quizás deban, los unos la miel de la vida, los otros la cicuta!

Objetome don Pablo que eso era casi inevitable, y añadió:

— Voy a referirle, a propósito, un caso curiosísimo.

Nos habíamos sentado en sendos poyos de manipostería que sirvieron tal vez antes a funerales y plañideros cipreses. El sol descendía al ocaso. La ciudad, a nuestros pies, se envolvía en un crepúsculo de oro.

Don Pablo empezó a referirme:

— Siendo yo prefecto de Caracas, años atrás, presentóse una tarde en mi despacho una agraciada mujer, vestida de luto. La enlutada me dijo: «Señor prefecto: vengo a poner en conocimiento de usted un asunto muy grave. En el cementerio del sur ha sido sustraído un cadáver de su fosa». El caso, en efecto, era grave. Quise explicaciones; las de aquella señora no me bastaban, y, una hora después del denuncio, tomé un coche y me encaminé personalmente al cementerio.

— ¿Qué sacó usted en limpio?

— Va a saberlo. El cadáver había sido sustraído. Era el cadáver de un hombre de la clase media, no muy joven ni muy guapo, muerto de tisis galopante meses antes. Este hombre tenía dos queridas, la querellante, Marcela X, y otra mujer llamada Ana Luisa.

— Ya comprendo, interrumpí a mi amigo.

— Pues bien, yo no comprendía... Para aclarar la verdad hice venir las dos mujeres a mi despacho. Procedí al careo. Del careo saqué en dos platos que el amante vivía con Marcela, la denunciante, y que, apenas sintióse enfermo, la abandonó y se fue a vivir, a vivir y a morir, en casa de Ana Luisa. Marcela no se quejaba de la conducta de su amigo. La disculpaba más bien:

— «Fue, decía, indicando a su rival, allí presente, porque la señora gozaba de mejor posición económica que yo. Él necesitaba cuidados. Por eso lo perdoné».

— «No, rugía la otra mujer: se fue a vivir conmigo porque me prefería, porque me amaba, como yo le amaba a él y como amo y amaré su memoria».

Mi amigo advertía la impresión que me causaba el relato y continuó diciéndome que él tuvo que interrumpir aquellos arrebatos pasionales para que lo informasen pronto y claro respecto de la sustracción del cadáver. Entonces Ana Luisa, la rica de las dos enamoradas, le refirió la verdad:

— «Fulano, estaba en una tumba que la señora, dijo volviéndose hacia la denunciante, conocía; tumba que yo pagué y que yo cuidaba. Todos los domingos iba yo al cementerio y encontraba sobre la tumba de mi amante un ramo de flores. Siempre arrojaba fuera aquellas intrusas flores y a cada semana encontraba sobre la tumba un nuevo ramo. Sospeché desde el principio que serían de la señora; pero quise convencerme y me convencí. Entonces, celosa o loca, no sé, soborné a un empleado del cementerio e hice cambiar de fosa el cadáver de Fulano. Por eso la señora, también celosa y todavía enamorada, ha puesto el denuncio.»

Cuando mi amigo don Pablo terminó su relato, no pudo menos de exclamar, con sonrisa picarona:

— ¡Cuál virtud poseería aquel diablo de hombre para hacerse querer tan hondamente de un par de bellas y jóvenes mujeres!

Ya había caído la noche.

A nuestros pies Caracas se iluminaba. Cuando empezamos a descender mil focos eléctricos parpadeaban en la sombra. De la ciudad emergía como un vapor de luz.

 

Cuentos americanos, 1904

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