Ramón Gómez de la Serna en AlbaLearning

Jean Bertheroy
(Berthe Clorine Jeanne Le Barillier)

"La herencia"

Biografía de Jean Bertheroy en Wikipedia

 
 

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Música: Clementi - Sonatina Op.36 No.1 in C major - 2: Andante
 

La herencia

 

Se ha dicho que el mayor placer de un viaje es el regreso. Beltrán de Morgène había comprobado veinte veces la veracidad de este aserto trivial. Y hoy todavía, al regresar a su casita de Neuilly, después de haber recorrido durante varios meses los países balcánicos, sentía un goce indecible al encontrarse de nuevo entre las cosas que le eran caras, pues cada una de ellas representaba para él un recuerdo agradable.

Rico y sin lazos de familia, soltero empedernido, porque la independencia siempre le había parecido el mejor de los bienes, Beltrán dedicaba su amor a las bellas obras de arte y del pensamiento. Sus edadros, su biblioteca y sus muebles, elegidos con todo gusto, eran los depositarios de toda su ternura. Otros tratan de gastar en aventuras efímeras el sobrante que hierve en la urna frágil y estremecida de los corazones. Él era un hombre cuerdo —cuando menos asi lo creía—. No estaba expuesto a las traiciones, a las vicisitudes y a los renuncias de la voluntad que, casi siempre, son el resultado de un comercio demasiado íntimo con nuestros semejantes; él deseaba una edición rarde Edgar Poe, una tela de Degas y ese amplio sillón con brazos complacientes que lo aprisionaban para transportarle a la más dulce de las ensoñaciones.

Esta noche se sentía verdaderamente cansado. Estaba a punto de huir de él su juventud haciéndole la señal imperceptible de la ninfa que se escabulle entre los sauces sabiendo que su amante no podrá seguirla allí? Corre tras de ella, pobre Hipómenes; trata de alcanzar esa Atalanta insensible que, al volverse hacia ti. te atravesará con sus flechas de oro. Y llora, si aun te quedan algunas lágrimas. La ninfa, ágil, caprichosa y vagabunda, se reirá de tu desesperación.

Beltrán pensaba en eso y sólo se afligia a medias. Pero la evidencia de la señal que súbitamente había percibido le sorprendió. Nunca se le había ocurrido pensar en eso, ni en el término fatal de toda existencia. Esta noche pensaba en ello con curiosidad, como si desde ese minuto estuviese condenado a una decadencia rápida. Y después de todo, le era igual. ¿Acaso no había aprovechado bien la vida? Había disfrutado todo lo bueno que le podía ofrecer; lo que quedaba serían las mismas sensaciones, pero debilitadas; los mismos goces, menos completos; los mismos deseos, realizados con crecientes dificultades...

Una lámpara eléctrica, cuya luz atenuaba una pantalla de gasa rosada, iluminaba voluptuosamente el pequeño salón y el cuarto de al lado, donde luego iría a dormir. Beltrán acariciaba con la mano una bombonera de marfil adornada con una miniatura del siglo XVIII. Ese bibelot había pertenecido a su madre, y el retrato que lo ornamentaba era el de una antepasada lejana, cuya sonrisa volvía a encontrar él en su propia boca cuando se miraba al espejo. Quería a esa testigo de una época, cuyas gracias, tan diferentes de las brutalidades contemporáneas, se han perdido. Hubiera querido refugiarse en ella, aun cuando sólo fuera durante un instante, para olvidar la señal y para que el pasado le diese fuerzas para afrontar el futuro.

Pero sentía que el tiempo irreparable le empujaba irremisiblemente. ¿Entonces esto quería decir que todas esas cosas que haliia amado tanto, y que le había costado tanto trabajo adquirir, después que él desapareciera, se irían al azar de las ventas públicas? ¿Significaba que todo eso seria poseído por extranjeros que sólo conocerían el valor material de esos objetos y no su alma delicada y sutil? Verdaderamente, esta idea le resultaba insoportable. Descubría que el verdadero sentido de la vida, su única razón de ser probable, es esa ley natural que prolonga en los hijos la existencia del padre y conserva el patrimonio laboriosamente adquirido. Aun cuando un hijo pródigo gastase algunas migajas, el padre, al legarle la herencia, tiene, cuando menos, conciencia de haber obedecido a la ley natural. Y se duerme dulcemente, con la serenidad de haber cumplido con su destino.

Beltrán, por el contrario, no dejaría a nadie encargado de sobrevivirle; ninguna mano piadosa recogería los objetos que él había amado, y la sorda angustia que de repente sentía ante el porvenir sería el castigo de su egoismo de solterón recalcitrante.

***

Al día siguiente, cuando despertó, bastante tarde — pues esa noche había sido perturbado por reflexiones dolorosas—, Beltrán de Morgène tocó el timbre para que acudiera su sirviente.

—Va usted a hacer otra vez mis valijas; partiré de nuevo esta tarde.

El sirviente le miró sorprendido: era un viejo servidor que había tomado la costumbre de hablarle con entera libertad.

—¿El señor no teme fatigarse? Hasta ahora al señor le agradaba quedarse en su casa durante un tiempo después de sus grandes viajes.

—Haga lo que le digo, Bautista, y prepáreme todo lo que haga falta para una ausencia bastante larga; no tengo la menor idea de cuándo regresaré.

¿Acaso regresaría? No estaba seguro de ello. No podía soportar, la vista de este ambiente encantador, cuyas riquezas antaño contemplaba con deleite, o más bien dicho, era él quien se había convertido en un extraño para todo lo que allí le rodeaba. Era como el huésped temporario de una vivienda que pronto — quizá mañana — no conservaría ningún vestigio de su presencia. ¡Qué locura la suya al atarse a lo que sólo era la ilusión de sus sentidos! Ahora deseaba no poseer nada en la tierra más que las cinco monedas del Judio Errante sonando en un bolsillo vacío, mientras que él, vagando de comarca en comarca, pasearía su eterna desolación. Y una voz le gritaba: “¡Camina, camina! Sufrirás menos así. ¡Camina, porque estás solo, porque eres estéril, porque eres el hombre destinado a la antigua maldición de la rama seca que no extiende su sombra sobre el sendero! ¡Camina! ¡Sufrirás menos así! Aliviarás tu cerebro de ese arrepentimiento intolerable. Si te quedas, en vano buscarás el medio de enmendar tu error. Es demasiado tarde. ¡Vamos! No mires hacia atrás. Trata, más bien, de olvidar esas vanidades sin elementos sensibles en las cuales habias creído encontrar el goce; no hay felicidad en este mundo como la de sentirse querido. ¡Camina, camina! Todavía tienes mucho que aprender antes de encontrar el apaciguamiento definitivo”.

La hora de la partida había sonado: las valijas habían sido colocadas en el automóvil que trepidaba en la puerta. Beltrán de Morgène miró por última vez a los cuadros, cuyos personajes permanecían indiferentes, y también miró a las encuadernaciones preciosas, que ya no parecían pertenecerle. Entonces, con un movimiento rápido, llevó contra su pecho la bombonera de marfil donde sonreía el retrato un poco borroso de la antepasada.

—¡Bella señora! —propuso—, usted me hará compañía y, si le parece bien, terminaremos nuestros días juntos. Cuando menos, habré sustraído esto a mi herencia problemática.

 

Revista Leoplan N° 296 - Argentina, 18 Septiembre 1946

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