Ciro Bernal Ceballos en AlbaLearning

Ciro Bernal Ceballos

"Un adulterio"

4

Biografía de Ciro Bernal Ceballos

 
 
[ Descargar archivo mp3 ]
 
Música: Debussy - Reflets dans l'eau
 
Un adulterio
<<< 4 >>>
     

Por aquellos días llegó el médico a ver a su cliente.

Lo encontró en un estado lamentable.

La enfermedad había adquirido progresos alarmantes haciendo palpables los síntomas de una crisis inminente.

Rogelio Villamil iba a morir.

Platicaban bajo los espinos aspirando la deliciosa temperatura templada del interlunio al aproximarse el equinoccio del estío.

–¿Doctor...?

–¿Amigo mío...?

–¿Cómo me encuentra usted ahora...?

–No muy bien.

–¿Es que esto llega ya a su término?

–No afirmo tanto...

–Como ya no quiero vivir, me gustaría mucho acabar de una vez. ¡Déme usted algún veneno por favor, por compasión, por lástima...!

–No hay que perder la esperanza mi pobre amigo...

El enfermo refirió al físico, con todas sus peripecias, la historia de sus desgraciados amores.

El galeno, después de escuchar con atención el relato, propuso al joven hablar por él a Geraldina.

–No dirá usted que no le quiero, pues hasta el lenocinio llego en mi afán por verlo alguna vez dichoso.

Rogelio sonrió angustiosamente.

–No es bueno gastar bromas con los moribundos.

–Todo se arreglará... ¡respondo del éxito!

–¿Será posible?

–Sí, pero me sospecho que tendrá usted que casarse con la dama...

–Estoy dispuesto.

El doctor tuvo varias entrevistas con la esquiva, logrando convencerla después de muchos encarnizados alegatos de que debía otorgar su mano al admirador, si no por amor, por piedad.

El casamiento se verificó en la parroquia del pueblo, apadrinando la ceremonia religiosa el médico.

Rogelio trasladó sus lares a la quinta de su esposa.

Hubo recepción.

Los convidados jubilaban a los consortes augurándoles la dicha.

A las once las puertas de la casa se cerraron.

Rogelio, rodeando con un brazo el talle de su amada, llegó al aposento de las nupcias.

Geraldina, a pesar de sus esfuerzos, no podía disimular la inquietud que la embargaba.

Al entrar se detuvo la pareja.

Un bulto negro se destacaba sobre el brocado de las colchas que cubrían la cama: ¡era Jack!

El amante se encolerizó.

–¿Qué hace allí ese animal?

Un gruñido estridoroso respondió a su pregunta.

–¡Fuera de aquí!

El gorila se incorporó enseñando su terrible dentadura...

La desposada comprendió el peligro que amenazaba a su compañero.

–¡No te acerques por Dios!

Fueron necesarios tres robustos mocetones para hacer salir de aquel lugar al cuadrumano.

Rogelio ordenó que lo encadenasen después de aplicarle una paliza.

Geraldina sollozaba inconsolable.

–Pobrecito mío...

Los criados obedecieron a su nuevo amo con toda la crueldad que muestran los lacayos en los momentos en que la casualidad los suele hacer señores.

Golpeaban al mono celebrando con ruidosas carcajadas sus contorsiones, sus gestos, sus gritos, sus lágrimas...

Jack logró romper sus ligaduras.

Escapó...

Entonces sus victimarios, pavorizados por el miedo, cerraron el zaguán atrancándolo con chuzos.

Entretanto, en el monumental lecho de caoba Rogelio desnudaba a su consorte desmayada...

Después se apagó la luz en las ventanas de la casa.

La calma nocturna del campo sólo era interrumpida por los quejidos del gorila que lamentaba su infortunio junto a los muros de aquel hogar donde había sido tan amado.

¿Era su querella el epitalamio de las nupcias del enfermo?

El casamiento fue una terrible decepción para el amartelado.

La virginidad de la mujer era la más mentirosa de las fábulas, a pesar de que su reputación parecía impecable.

Lo había engañado infamemente.

¡Su cuerpo estaba tan mancillado como el de la última loreta...!

¿Quiénes habían sido sus amantes?

El marido estaba a punto de volverse loco.

Jack recuperó su privanza...

Transcurrieron muchos días.

Las relaciones de los recién casados eran muy tirantes.

Rogelio celaba astutamente a su compañera.

La rodeaba de absurdos espionajes fingiendo a menudo ausencias intempestivas con objeto de presentársele de improviso como un acusador que recurría a todas las astucias con la esperanza de sorprenderla en el delito para abrumarla luego con hechos y con acusaciones y con injurias y con pruebas indudables...

Siempre la encontraba serena, interesante, alegre, dispuesta a la caricia, al arrullo, al beso, al tálamo, sonriendo compasiva al gorila, que, como de costumbre, estaba en la penumbra, encaramado en el gran sillón con respaldo de primorosa talla, pensativo, expectante, atribulado, mirando a la diva, a la mujer, en harpocrática quietud, atentamente, inefablemente, con toda la angustia de sus pupilas dolorosas...

Entonces olfateaba el humor de la carne, dejándose vencer por la inmundicia bíblica de la varona condenada que ofrece siempre al idealismo sideral del hombre enamorado la llaga incurable que sangra, la llaga que apesta, la llaga que pudre, que contamina, que mata, la llaga maldita, ¡la llaga...!

Y sucumbía sin atreverse a exigir explicaciones francas a su amiga, sospechando que al resolverse ella a ser completamente sincera tendrían que ser funestas sus revelaciones.

Su miseria lo acobardaba hasta el estupor, obligándole a preferir las incertidumbres que lo martirizaban al convencimiento de una felonía sin nombre.

Presentía que la realidad lo anonadaría.

¡Y se refugiaba en el fraude!

¡Y se refugiaba en la mentira!

Ya no quería morir, sino vivir para vengar su burlada altivez varonil vindicando las heridas inferidas a su casto amor de hombre confiado.

El odio se había adherido a su corazón lo mismo que una víbora.

La hipocresía de la deuterógama le crispaba los nervios.

A los tres meses la separación del lecho era completa...

Él la llevó a efecto excitado por su creciente furor...

Ella la aceptó con una indiferencia que llevaba al celoso hasta la exasperación.

Una tarde magnífica [en] que Rogelio paseaba por el bosque vecino sin poder dar tregua a sus pensamientos de venganza, oyó ruido de pisadas, a la vez que vio dibujarse una sombra extraña en el espejo verdoso de una charca formada en un hundimiento del terreno por las aguas llovedizas.

Presintiendo la presencia del fantástico rival cuya potestad lo desvelaba se escondió tras de un corpulento sabino oprimiendo con su diestra temblorosa la empuñadura de un puñal que acostumbraba portar a la cintura desde que adquirió el convencimiento pleno de la felonía de Geraldina.

El cuadrumano apareció...

El caviloso se detuvo asaltado de improviso por un presentimiento alucinante.

¿Sería él?

Blandiendo el arma adelantó algunos pasos hacia el que llegaba.

El mono lo esperó tranquilamente.

Sus miradas cargadas de cólera se clavaban con provocadora fijeza en el tuberculoso como retándolo a un combate decisivo.

Rogelio no era cobarde, pero tuvo miedo.

Se alejó del lugar sintiendo que una lluvia de lágrimas irrigaba los surcos de su rostro macilento.

La magnitud de la humillación lo anonadaba.

Tenía que confesarse inferior a una bestia.

Levantó la cabeza interrogando al cielo.

Era un crepúsculo divino.

Atrás de las montañas, cuyo trazo irregular simulaba una muralla derruida por la metralla de alguna artillería gigante, se ocultaba el sol como la cola abanicada de un pavo real que tuviese el plumaje de fuego...

El ambiente de la selva parecía saturado de polvos de oro.

Los golpes del viento septentrional sacudían los álamos arrancándoles enjambres de hojas que en vuelo de fatigadas mariposas descendían hacia la tierra que, por sus húmedos efluvios, vaticinaba un invierno prematuro.

Rogelio se sintió extranjero en el paisaje que lo rodeaba.

Le consternó la persuasión de su desgracia al pensar que el iris arde hasta en las alas de las moscas que se alimentan con las defecaciones de los puercos.

Un deseo de inmolación suscitó una trágica palabra en su convulsa boca.

–¡Morir...!

A la hora en la que pestañeaban los luceros se encerró en su alcoba.

La pesadilla, la harpía, se acurrucó entre sus sábanas extenuándose el espíritu con la constricción de sus abrazos dolorosos...

¡Despertó con vida...!

Transcurrieron varios días...

La mezquina constitución del joven no podía darle fuerzas para resistir la vida miserable que arrastraba.

La duda consume como las llamas.

Cayó en cama...

Geraldina lo cuidaba con una solicitud que, a medida que era más amorosa, exasperaba más implacablemente al tísico...

Los últimos días de Rogelio fueron espantosos.

La presencia de su mujer le era tan aborrecible que acabó por suplicarle que se alejara de su lado dejándolo al cuidado de sus sirvientes.

Ella obedeció, sinceramente apesadumbrada.

Una noche la fiebre cedió prometiendo un aparente alivio.

Rogelio que se sentía reanimado se puso a leer una novela contraviniendo la orden del médico que terminantemente se lo había prohibido.

Era el mes de noviembre.

Los perfumes del jardín llegaban hasta su rincón llevándole el aliento de los naranjos confundido con el del pasto inglés humedecido por la llovizna inverniza de la tarde.

Las ramas murmuraban sonoramente una monodia melancólica.

Desde su lecho de calenturiento, al través de los cristales de la ventana, opacados por un velo de rocío, veía esplender las estrellas en el mapa silencioso del cielo...

Las hojas de sus árboles brillaban metálicamente en el aire plateado por los tímidos fulgores de una luna dicótoma.

Rogelio, sin poder prestar atención al volumen, escuchaba inefablemente todos los ruidos.

Un gallo cantaba tristemente anunciando el cambio del tiempo.

Una locomotora exhalaba el grito de su silbato haciendo más pavoroso el silencio de la lejanía.

Un perro paralítico rezongaba en el camino cada vez que sonaban las pisadas inciertas de los jornaleros que regresaban beodos a sus chozas.

En medio de esa nocturna paz, un impulso, un arrobo de esotérica pasión, se levantaba como un himno de la miseria de su cuerpo y de la miseria de sus huesos y de la miseria de su pobre sustancia pronta ya a las corrupciones de las transmutaciones materiales...

Un mosco negro, una liliputiense gorgona, revolaba describiendo círculos concéntricos sobre su cabeza emblanquecida por la canicie precoz. Revolaba, revolaba olfateando, sin duda, el hedor de un presunto cadáver, salmodiando tal vez un monótono epicedio sobre aquel embeleco extenuado, purulento, serpiginoso, unido a las influencias psicopáticas por una hebra de seda pronta a reventarse, por una última, por una imperceptible palpitación, por un débil, por un crepitante, por un tenue soplo de la aniquilada fuerza orgánica...

La ambigua luz selénica desapareció lentamente, haciendo que la sombra cayera sobre el moribundo con las negruras de un sudario.

Rogelio, poseído de un plácido bienestar, aguardaba el instante de su tránsito.

Una extraña curiosidad afinaba hasta lo inaudito la sensibilidad de sus sentidos.

¡El fenómeno no se efectuaba...!

En ese momento de plenaria transición poética en que parecía descender sobre el mártir la revelación del supremo milagro panteísta, rompió toda la austera gloria del silencio un rumor de lamentos espasmódicos, identificado en un diapasón de vocablos ardientes, en un harpado repique de besos, ¡en un brutal crujimiento de cuerpos...!

¡El delito! En el alma de Rogelio estalló un sobresalto que en un segundo lo perdió.

–¡Es él...!

Arrastrándose llegó a la alcoba de su esposa para ser espectador de una escena formidable.

Para morir mil muertes en un minuto.

En la alfombra su esposa completamente desnuda se copulaba con horrible rijo con el cuadrumano.

Jack había sucumbido también a la inmundicia bíblica de la varona maldecida que ofrece siempre al idealismo sideral del hombre enamorado la llaga incurable que sangra, la llaga que apesta, la llaga que pudre, que contamina, que mata, la llaga maldita, ¡la llaga...!

Arrancando energías inusitadas de su flaqueza se lanzó contra el grupo pretendiendo separarlo.

Comprendió que sus esfuerzos eran infructuosos.  

¡Tenía que esperar!  

Esperó escuchando el carlar de la hembra atormentada voluptuosamente por la tremenda virilidad del macho...

Después de consumada la función carnal el gorila se levantó dejando exangüe a su amada.  

Su actitud victoriosa evocaba verídicamente el beso negro del celoso veneciano al caer devorante sobre la rubia pelvis de Desdémona...  

Al ver a Rogelio, sintiéndose arrebatado por una furia sanguinaria, se arrojó sobre él jadeando...  

El combate fue muy breve.  

Sus garras, como el corredizo nudo de una áspera cuerda, lo estrangularon...  

Geraldina tenía una inmovilidad de muerta.  

Una abundante hematuria arboreaba con encarnadinas líneas el blancor alabastrino de sus magníficos muslos inertes.  

El mono, acabado de consumar su crimen, como de costumbre, se encaramó en el gran sillón con respaldo de primorosa talla, pensativo, expectante, atribulado, mirando a la diva, a la mujer, atentamente, inefablemente, en harpocrática quietud, ¡con toda la atonía de sus pupilas dolorosas...!  

¿Acaso su amor no era una elevación del espíritu hacia las estridentes vibraciones del misterio cósmico...?  

¿Acaso su amor no era una constancia rotunda de la preexistencia de la vida inicial en las palpitaciones continuas de la sombra magnética...?

¿Acaso su amor no era una oblación del barro impuro por el anhelo de trocarse en el oro copelado por el metalurgo...?  

¿Acaso su amor no era una cristalización del carbón bruto que anhela convertirse en diamante pulido...?  

Quizá desde las imperfectas voliciones de su cerebro oscuro las aspiraciones evolutivas, ritmadas por los clamores del orgullo alerta, le murmuraban muy cerca del oído... serás como un dios... como un dios... ¡como un dios!

Inicio
<<< 4 >>>
  Índice Obra  
 

Índice del Autor

Cuentos y Novelas de Amor

Erótica

Misterio y Terror