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Biografía de Ciro Bernal Ceballos | |
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Música: Debussy - Reflets dans l'eau |
Un adulterio |
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Algunos años después murió su padre dejándole una cuantiosa fortuna que unida a la heredada de su madre lo puso en situación muy envidiable. Entonces su juventud fue una hecatombe pasional. Derrochó el dinero. Los excesos acabaron por arruinar su organismo de una manera lastimosa. A los treinta años estaba inválido. Se retiraba moribundo a sus cuarteles de invierno. Se retiraba abrumado por las equivocaciones, por las derrotas de la vida, debilitado por los deleites capitosos, por las enfermedades venéreas, a esperar el desastre, el fin de la odisea de sus extravíos, sin haber gozado verdaderamente, sin haber amado con toda la intensidad expansiva de su alma, sin haber amado con castidad, con santificación intelectual, con grandeza de espíritu, con entusiasmos lícitos. Se retiraba, cuando de todas las potencias de su ser se levantaba con gran energía una imploración inmensa que místicamente derramaba sobre los escombros de todos sus descalabros, sobre las ruinas de todas sus bancarrotas, el anhelo del goce de los placeres honestos que derivan siempre de la embriaguez de la dicha verdadera que brota del perfume de las caricias femeninas desinteresadas, que no representan un hotel y un carruaje y una blonda y una joya... No quería morir tan joven. Necesitaba juramentar la pasión sin declamaciones, arrodillándose ante una mujer de carne. Deseaba llorar hundiendo su cabellera enmarañada entre los senos calientes de una compañera capaz de exhalar un sollozo... Eligió para curarse, una antigua propiedad solariega que poseía a treinta leguas de la metrópoli en un pueblo de contornos pintorescos. Creía que la soledad de los campos podría aliviarle un poco. La vivienda convidaba a la meditación. Era un caserón de arquitectura estilo renacimiento, rodeado de un parque regio, amueblado con lujo antiguo, que desde luengos años había estado al cuidado de un mayordomo muy honrado que cultivaba las tierras dependientes con laboriosidad ejemplar. Obedeciendo a los mandatos de su médico dispuso el viaje a otro día de la consulta. Con júbilo infantil preparó él mismo sus equipajes. Le parecía que emigrando iniciaba su vida en un mundo paradisiaco en el que la experiencia no era necesaria para conocer la ciencia de la dicha. Imaginaba un idilio lamartiniano con una pucela de axilas hedentes a macho cabrío... Imaginaba cohabitaciones voluptuosas por los trigos con mocetonas coronadas de amapolas que riendo a carcajadas lo amaban bajo la curva del cielo agitando sus caderas con agilidad de yeguas núbiles en celo... Luego le llegaron las nostalgias de las costumbres urbanas, encarnizándose en su carácter tornadizo. El miedo del aburrimiento le hacía vacilar en sus propósitos. Desabrochaba las hebillas de sus maletas mirando hacia arriba con desaliento. ¿Se agravaría en aquel clima...? ¿Encontraría la calma que anhelaba...? ¿Lo habría engañado el galeno...? Su voluntad oscilaba cobarde como el péndulo de uno de esos viejos relojes en forma de ataúd que se agitan sin cesar, sin llegar a marcar una hora acorde con el meridiano. ¡Nunca vio tan patente la abulia! Su irresolución le exasperaba mientras más impotente se sentía para conjurarla con su esfuerzo viril. Se decidió a obedecer la preocupación facultativa aventurándose por fin al viaje como a un duelo a muerte. A la noche siguiente se hizo conducir a la estación del ferrocarril. Lleno de temores por el porvenir ocupó su compartimiento en un carro de primera clase. La tiniebla caía sobre los campos incultos como una humareda densísima, haciendo más siniestras las siluetas de los caminantes que, soportando trabajosamente sus pesados fardos, pasaban a los lados del terraplén que dejaba atrás la locomotora en su insensata carrera. Un peregrino que seguido de una mujer, de un muchacho, de los dos perros, trotaba fatigosamente al lado de la vía inquietó su calma artificial levantando las envidias en su alma empalagada por las mieles capitosas de los privilegios heredados. Acaso aquel viandante era feliz en su pobreza... Acaso aquel giróvago había encontrado el amor casto que él buscaba en las aporreadas carnes que aparecían entre los arambeles de aquella campesina astrosa que penosamente le seguía... ¡Su insolencia de rico no podía tolerar que un semejante suyo pudiese hollar el polvo del camino acompañado de una harpía y de un rapaz y de dos canes...! Volvió a evocar sus meditaciones bajo la fronda olorosa de los jardines en los días feriados del remoto antaño, sintiéndose arrebatado por una cólera siniestra, al contemplar, por efecto del espejismo de la memoria, el efímero placer de los innumerables mártires del trabajo que ante sus ojos desfilaban –sonriendo humildemente– sin querer comprender, en su obsesión de opulento, de egoísta, que todos ellos compraban unas horas de asueto semanario al precio de los más grandes esfuerzos y de los más crueles afanes y de los más agrios sudores y de las más tristes vigilias. ¡Y de las más crueles humillaciones...! Llegó al villorrio cuando amanecía. Una aurora opalina oreaba con sus mágicas luces las campiñas refrescadas por una reciente llovizna. El administrador de la finca lo esperaba en el paradero haciendo ridículas caravanas. Era un hombrecito de sesenta años, ceremonioso como un ujier, un poco hablador y muy aficionado a cotorrear de política. Rogelio, sin oír los cumplimientos de su empleado, contemplaba enajenado las parejas de bueyes aradores que en un potrero barbechado abrían surcos paralelos agitando sus colas con tranquila resignación. Sin protestar contra los pinchazos que en sus flancos aplicaban los gañanes... El administrador, metiendo las manos en las bolsas de su pantalón de cuero, guardó silencio, respetando la para él incomprensible contemplación del patrón. Cuando el enfermo apartó su mirada errante del paisaje encarose frente a él con cierta insolencia. –Ya tenemos todo preparado. –Muy bien... –Creo que va a estar usted contento aquí porque amén de que nada le faltará en la casa, como en el monte hay venados, podrá darse gusto con la escopeta. El amo nada contestó. –Además, como el clima de aquí es inmejorable, es casi seguro que la curación será radical y muy pronto podrá usted volver completamente sano a la ciudad... –Así lo espero. –Al principio puede que se fastidie un poco, pero cuando hayan pasado algunos días no extrañará las juergas para nada. –Lo cree usted así... –Naturalmente. ¡Habituarse a esa vida! Le parecía imposible. Aquel cambio tan radical en sus hábitos de soltero, para llegar a efectuarse en completa conformidad con las exigencias del galeno, demandaba esfuerzos que él consideraba demasiado enérgicos para poder desarrollarlos de los abatidos centros de su pobre voluntad. Entreveía la monotonía de su estancia en el destierro presintiendo claramente los efectos de su maleficio, manifestados por los advenimientos del fastidio y por las desolaciones del olvido y por las lasitudes del corazón... Empezó entonces el periodo crítico de su calvario. En las mañanas, después de reanimar sus fuerzas con un ligero baño frío, se lanzaba a vagar por los robledales, hollando con las gruesas suelas de sus zapatos el vellido césped y las silvestres margaritas y las violetas melancólicas. Dos perrazos daneses lo seguían en sus excursiones retozando alegremente en torno suyo... Lo acompañaban provocando pendencias con los alanos famélicos de los campesinos que, parapetados tras los setos, arrojaban al viento caliginoso coléricos baladros que azoraban a las gallinas que cloqueaban por los caseríos. Rogelio envidiaba también a sus mastines. Eran más dichosos que él... Las pasiones no les habrán quemado el espíritu con sus vitriolos corrosivos. Ocupaban su lugar en la tierra sin usurpar los derechos de nadie. Sus inteligencias simplificadas, sin turbulencias, sin ensoberbecimientos, sin discrepancias, no se abismaban nunca en las cavilaciones que imponen los problemas del misterio extraterrestre, ni en las inquietudes que suscitan en la conciencia las luchas de la vida. Eran buenos por nobleza ingénita... Leales por lealtad ingénita... No era posible que fuesen seres imperfectos. ¡Las plantas! ¡Cuán hermoso fuera vegetar! Ser árbol. Formar parte indubitable de la naturaleza reproductora. Sacudirse con noble brío al impulso de los vientos... Tonificarse con las lluvias primaverales... Vigorizarse con las tempestades... Tener arpegios... Tener frondas... Tener nidos... Crecer suntuosamente, decorando el paisaje que embellece el poema de la creación. Ser misericordioso... Dar sombra a los tristes. A los pensativos. A los amantes... Surgir del polvo que compone el suelo para elevarse a lo alto, lo mismo que una bandera evocadora de lo lírico... Surgir del polvo que compone el suelo para elevarse a lo alto, lo mismo que una flámula proclamadora de la piedad suprema. ¡Ser árbol...! ¡El agua! ¡Cuán hermoso fuera parecerse a ella...! Ser sonoro, ser diáfano, ser cristalino... Ser en el ponto un símbolo cuando suena el aquilón sus bigarros fragorosos. Ser en el río la arteria de las montañas. Ser en el lago el espejo de las constelaciones. Ser en el arroyo la savia de los vergeles. Ser en el estanque la patria de los cisnes. Ser en el grifo la nocturna serenata. ¡La rotunda estrofa...! ¡El serventesio del trovador...! ¡Las aves! ¡Cuán bello fuera parecerse a ellas...! Ser libre, ser poeta, ser bohemio como el pájaro... Ser el clarín que anuncia los peligros a Julieta. Poder llevar en la garganta las cadencias de las flautas. Ostentar penacho prócer... Tener alas... Subir alto... Transponer las cumbres... Explorar las nubes... Burlar el mar para llegar muy lejos hablando de la patria al emigrado... Ser libre, ser poeta, ser bohemio como el pájaro... Las melancolías llovían con acerbidad sus asfódelos sobre la frente abatida del traviato. En su pensamiento exaltado por las ustiones de las fiebres potenciales se elaboraban las antevisiones del mundo suprasensible, haciéndole abominar, en todas sus interferencias, las sardónicas convulsiones que experimentaba al llegar solemnemente la macilenta otoñación de su existencia. Comprendía que había vivido hasta entonces vulgarmente. Pretendía manumitirse por completo de su esclavitud, poseído de angustias inopinadas. La idea que lo torturaba emergía en su alma atribulada ofuscándose en ella como un lucero de primera magnitud en el oro decadente de la tarde. Anhelaba proclamar la abolición de la ignominia, imaginando en su demencia que así se libraría de la pesantez urania que abatía sus agilidades malogrando sus aspiraciones. Transcurrían las semanas haciendo que las perturbaciones de su espíritu aumentaran como las bocas de las solfataras en los volcanes que amenazan estallar. Rogelio languidecía presa de las consunciones fatales de una histeria que efundía por sus venas los fluidos de la muerte. Su creciente flacura era la reguladora de la proximidad de su fin. ¡Parecía increíble que en tan poco hombre hubiese tanto fuego...! En sus palingenesias ópticas lo obsediaba, como en su edad temprana, toda la inmundicia bíblica de la varona condenada que ofrece siempre al idealismo sideral del hombre enamorado la llaga incurable que sangra, la llaga que apesta, la llaga que pudre, que contamina, que mata, la llaga maldita, ¡la llaga...! Esperaba a la mujer revelada en las reviviscencias de sus sueños blancos. A la hermosa que como un casto lirio infantil brotaba de las rebeliones de su corazón sacrílego. Una mañana que, con la cantimplora en bandolera, echada al hombro la escopeta, paseaba sus meditaciones por la campiña observó que sus perros –ladrando furiosamente– se internaban en un hierbazal, a la vez que de entre la chavasca saltaba un gorila exhalando gritos descompuestos. El cazador, sorprendido por tan extraña aparición, le apuntó con su arma engendrando luego el disparo. Se oyó después de la detonación un grito de mujer angustiada. –¡Jack... aquí! El joven se encontró frente a una dama vestida de muselina, bella, interesante, esbelta, pálida, la cual, acariciando con maternal solicitud al antropoide a quien el tiro no había tocado, se encaró denodadamente con el tirador poseída de una cólera violenta. –Señor, lo que usted ha hecho es incalificable. –¡Perdón...! –En su atolondramiento pudo usted haberme herido perpetrando un crimen... –¡Señora...! –El miedo no aconseja siempre la cordura. Rogelio, anonadado, no supo balbutir otras excusas menos torpes... La dama se alejó con paso de reina ultrajada, acariciando al mono, que volvía repetidas veces la cabeza hacia el silencioso grupo que formaban los canes en torno del atolondrado paseante. |
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