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Ciro Bernal Ceballos

"Los tímidos"

Biografía de Ciro Bernal Ceballos

 
 
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Música : Bartok - Seven Sketches, Op. 9b (Sz.44) - 7: Poco lento
 
Los tímidos
 

Aquella tarde, diluviaba tenazmente, y Filomena, para no poner en estado lastimoso su único vestido, guarecióse junto a una puerta, calculando que el aguacero se aplacaría en unos cuantos minutos.

Un toldo de nubes cada vez más obscurecido se extendía cual fúnebre pabellón sobre las azoteas y cúpulas de la ciudad.

A intervalos, estertoroso como lejano redoble de tambores, sonaba el grito de la tempestad en las alturas, y el relámpago rayaba a rojo de fuego el fondo humoso del espacio, encendiendo aurescentes llamaradas en las charcas de la calle.

La lluvia, la harpía, recitaba su chocante soliloquio de cigarra; pasaban carruajes a trote tardío, transeúntes que se aproximaban a las paredes, perros en precipitada huida o viejecillas protegidas de la inclemencia por inválidos paraguas.

Filomena estaba inquieta.

El tiempo transcurría con violencia y ella tenía necesidad de ocurrir a la escuela por Nina, su querida muchachita, que tal vez lloraba en la portería, acobardada por las visiones que la osbcuridad fabrica en la mente de los niños.

¿Cómo aventurarse?

Las calles se inundaban y el agua destrenzaba incansable sus flecos de cristal…

Aguardó un buen rato.

¡Paciencia inútil!

La tormenta no cedía, antes bien, aumentaba más y más… ¿Qué hacer….? ¿Expondría sus ropas a la intemperie…? ¡No había remedio, ya era muy tarde, la pequeñuela sufriría en el cuarto aquél…! Además, estaba muy próxima esa hora terrible en que comparsas de hombres de fisonomías patibularias preparan su batida para capturar a las mujeres sospechosas… era necesario… se marchaba.

En el instante de lanzarse una voz balbuciente la contuvo:

–¿Permite usted que la cubra?

–Si voy muy lejos.

–No importa.

Y sin que ninguno de los dos se diera cuenta de ello, caminaron por barrios y avenidas, silenciosos y tristes, ella, mortificada y casi arrepentida de haber cedido; él, cohibido y avergonzado, avivando sin cesar la lumbre de su cigarro.

Después de ocurrido aquel percance la obrera fue perseguida por el desconocido con una asiduidad desesperante.

¿La quería?

Esa pregunta que incierta y tímida se agazapaba en lo más recóndito de su alma, evocó, con todas sus peripecias y como al poder de una conjuro mágico, el drama elegíaco de su caída.

Columbró de nuevo a Rafael, al señorito de los buenos modales y las corbatas de madrás a grandes cuadros; recordó pavorizada todos los episodios de aquella pasión impetuosa, de cuya apagada hoguera todavía ardían, como moribundas teas, las postrimeras brasas.

Sueños de solterita pobre y novelera, abandonos de muchacha sin malicias, los orgasmos de un amor prohibido saturados con la esencia capitosa del deleite, la vida en común, sus imaginaciones de soñadora metamorfoseadas en brutales desengaños, el hastío coagulando dos corazones enardecidos por las fiebres de la carne; después, malos modos, disputas cotidianas, sobre sus espaldas de puños del caballerete tamborileando noche y día, con gran escándalo y sin recursos en las vísperas de su primer alumbramiento… en plena miseria.

No, de ninguna manera podría ella interesar a su perseguidor, le faltaban atractivos personales, estaba a la mitad de una carrera desastrosa, las privaciones y las fatigas del trabajo la aniquilaban lentamente.

Su coquetismo estaba muerto.

Muchas noches, cansada de luchar y decepcionada de sus heroísmos de mujer honrada, había tocado con mano trémula las curvas de su cuerpo y siempre su curiosidad fue amargamente desengañada al palpar el exangüecimiento precursor de una madurez prematura…

Sus ojos ya no eran bellos como en otras épocas, amarilleaba su piel, blanqueaban sus cabellos… ¿Podían quererla en el marchitamiento de su hermosura?... ¡Imposible! El que la buscaba tenía que ser un depravado, un perverso, un seductor vulgar que una vez saciado el antojo la abandonaría con la vileza usual en semejantes casos, sí, la despreciaría cuando tal vez llevaba en su seno el germen de otro ser.

¿Qué ligas decorosas podía imponer a su pretendiente, ella, Filomena, la perdida que tenía una hija repudiada por su padre?

No debía quejarse, estaba condenada al abarragamiento, a la inmoralidad, ¡era su sino!... Aquel amador no sería tan bueno hasta ofrendar en efecto paternal a la criatura y trabajar luego como una bestia para proveer a la subsistencia de los tres; la suerte la condenaba al taller; debía medio matarse allí, soportando las más ingratas labores, mientras tuviese alientos para alimentar a su chiquita… Después… la muerte llegaría, y la huerfanilla cumpliría fatalmente su destino…

¿Y por qué ver la situación a través del vidrio ahumado de sus pesimismos?

Ese hombre podía ser un buen sujeto, probablemente sentiría hacia ella muy nobles inclinaciones; el corazón tiene abismos y reconditeces donde con frecuencia su ocultan afecciones muy intensas… sin duda era también un desdichado… ¿Por qué no había de existir entre los dos esa profunda simpatía que une siempre a los seres igualmente perseguidos por las fatalidades?... Viviría solitario y sin ternuras?... ¡No!... Ella divagaba de una manera estúpida que éste quería engañarla como el otro… ¡burlarla!... a buena parte iban, tenía experiencia.

El excelente Ambrosio estaba enamorado de la florista con todas las sinceridades de su alma sana y generosa.

Aunque era cándido y sencillo, adivinó un trágico pasado en aquella enlutada de aspecto humilde a quien veían casi todos los domingos por los parques públicos al lado de una chiquilla enfermiza y mal vestida.

La quiso, por taciturna y desvalida, porque como él vegetaba hambriento de cariños y ternezas, todos los seres sufrientes le eran profundamente simpáticos y los estimaba como amigos viejos.

Sus costumbres le irritaban por su insulsa y sempiterna invariabilidad, imponíasele como exigencia imprescindible la sociedad de la hembra, necesitaba a la amiga, a la esposa, a la confidente; los modestos goces que se procuraba nunca bastaron para llenar ese vacío que le ahogaba aumentando su odio a la existencia.

Era el oficial más hábil de la ebanistería, disfrutaba de un salario que envidiaban sus colegas, gastaba poco y realizaba buenas economías porque no tenía vicios ni le agradaba el despilfarro.

Quería matrimoniarse con una muchacha modesta y poco aficionada a lujos y perendengues, ansiaba formar un hogar, crear afecciones tiernas, ser padre de muchos niños pelirrubios y llegar al término de la peregrinación vital con la patriarcal tranquilidad de los que jamás hicieron mal a nadie.

Aquella desconocida lo intrigaba sobremanera; en su obcecación de apasionado, creíala el arquetipo de la beldad-fantasma que se había fotografiado en sus retinas interiores.

Aunque estaba casi seguro de ser aceptado, nunca se decidió a formular petición amatoria alguna, temeroso de un desdén y acobardado ante la posibilidad de uno de esos desengaños que hacen llagas incurables en los temperamentos sensitivos.

¿Quién sería capaz de garantir las virtudes de la dama que lo desvelaba?

Comúnmente, toda hembra es un saco de serpientes; las de apariencia más modesta, son hipócritas famosas y muy expertas intrigantes… ¡Y esa pequeñuela!... ¿Era el certificado de una deshonra?... ¿la prueba de un pecado intencional?... ¿la resultante de muchos sensualismos desenfrenados?... ¿el efecto inconsciente de la prostitución consciente de su madre?... ¡No se aventuraría con los pies desnudos por entre las espinas de un abrojal, necesitaba pruebas inconcusas de la honradez de esa mujer… pruebas… muchas pruebas!

¡No sería tan sandio hasta dejarse atrapar en las redes de una cualquiera!

* * *

A las agonías de una tarde calurosa, como dos combatientes, se encontraron frente a frente en una calle poco concurrida.

En sus corazones hubo algo semejante a un estallido.

Los dos se miraron con pavura, y al comprender la incertidumbre que por tanto tiempo los había separado, huyeron avergonzados de su estúpido egoísmo.

Ya muy lejos, cuando sus informes siluetas parecían disolverse en la penumbra que como densa humareda lo opacaba todo, en un arranque de supremo dolor, levantaron hacia arriba sus rostros preñados de lágrimas, como implorando a los mundos que brillaban, un consuelo a la pena que los agobiaba en ese instante tan terrible.

Era un crepúsculo trivial.

Hacia el ocaso, sobre el fondo escarlata del cielo, se elevaba un inmenso nubarrón, franja carmínea con bordes de sangrienta luminosidad, que parecía una herida abierta al infinito.

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