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Johan Henning Berger

"El regalo de navidad"

Biografía de Johan Henning Berger en Wikipedia

 
 
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Música: Godowsky - Triakontameron - 18: Anachronisms
 
El regalo de navidad
 

Al detenerse el tranvía, el conductor abrió la puerta y dirigió su mirada cansada sobre un viajero sentado en el rincón de la izquierda, completamente en el fondo del coche:

— Aquí es donde se baja para la calle de los Álamos.

Un hombre de gran estatura, delgado, con los cabellos cortados al rape, rubio el bigote, las facciones acentuadas y los ojos protegidos por medio de gafas, se levantó y abandonó el travía.

Permaneció un momento, vacilante, en la esquina de la calle, vaga la mirada, siguiendo con la vista el vehículo, que se alejaba. Aquella vacilación repentina en su actitud marcaba un contraste notable, que, en su aspecto general, ofrecía algo de decidido y enérgico; hubiérase dicho que aquel hombre tenía por sí mismo conciencia, y hasta por ello se sentía en cierto modo fastidiado.

Sus maneras y sus vestidos parecían extranjeros, y su andar tenía también una traza extranjera. Un ojo experto hubiera reconocido fácilmente que su sombrero, sus ropas y su calzado eran de modelos anglosajones.

Encendió un cigarro y, con lentitud, penetró en la calle de los Álamos.

Sus ideas no cesaban de dar vueltas en torno a las circunstancias de aquel viaje durante largo tiempo proyectado, en el curso de los años que había pasado allá lejos, en América, trabajando para conquistar la comodidad definitiva.

Y he aquí que su proyecto veíase realizado: con la cartera bien provista había cruzado los mares, visitado ciudades y países, para volver a encontrarse el día de Navidad, en medio de costumbres antaño tan familiares, sobre el suelo frío de su vieja patria en fiesta. Lamentaba no ver más nieve que algunas costras endurecidas y grises al pie de los arbustos del parque, totalmente envueltos con ramas de abeto. Habíase presentado un deshielo inesperado y triste; en ciertos sitios, el agua chorreaba de los canalones, como en los días de lluvia, y una bruma opaca se extendía entre las casas.

Acababan de sonar las tres, y ya se encendían los escaparates de las tiendas. La calzada veíase llena de coches, que la obstruían de manera inacostumbrada, y los transeúntes se apiñaban ante los grandes almacenes de juguetes o de vituallas.. Los recaderos, con sus gorras escarlatas, cargados los brazos de paquetes, iban y venían en todas las direcciones.

Los dalecarlianos, vestidos con el traje nacional, pasaban de dos en dos, llevando cestas con botellas de vino, las cuales, envueltas con sus capotes de papel de seda, amarillo o rojo, contribuían a dar a la calle un rico aspecto de alegría. De una frutería muy acreditada llegaban agradables olores de frutas, de naranjas, de uvas cuidadosamente conservadas entre aserrín de madera. Grupos de niños de miradas ávidas, permanecían inmóviles, aplastando sus narices contra las vidrieras cuando el barullo les alcanzaba.

En los pisos de las casas comenzaban a encender algunas luces aquí y allá, antes de haber bajado los estores sobre los preparativos de la velada familiar. Apresuradamente se procedía a un ensayo general de la iluminación del árbol de Navidad. Una multitud de lucecillas amarillas, detrás de las ventanas, acentuaban la obscuridad de la calle; en algunos sitios, el vaho de los cristales daba al halo, cerca de las tiendas modestas, un aire misterioso y solemne, que hacía pensar en la proximidad de una ceremonia religiosa.

El hombre que avanzaba solo y vacilante por la calle de los Álamos no podía defenderse contra los recuerdos de su infancia: la buena papilla de arroz espolvoreada de canela y de azúcar; las manzanas, los higos y el significativo olor de los cirios en el árbol de Navidad, de la cera que sirviera para lacrar los paquetes conteniendo cada regalo aparte; y luego el recuerdo de las intensas curiosidades, de la espera, con su alegría particular de rostros sonrientes también, sobre los cuales no se leía en esos días la amargura íntima.

He ahí que ya estaba de vuelta, en el centro mismo de la nostalgia conocida; pero había llegado a ser el extranjero que debía buscar su camino entre aquella muchedumbre que le ignoraba.

Llegado la víspera, había prometido ir a pasar los días de fiesta en el campo, en los alrededores de la capital, en casa de los únicos parientes que aun le quedaban. Se había detenido al pasar, precisamente para hacer renacer los recuerdos de antaño, para ver la gran ciudad, que su imaginación había tan a menudo evocado, con todas sus transformaciones.

Al mismo tiempo debía descargarse de algunos deberes penosos, en suma, deberes que hubiera preferido poder descuidar. No obstante, su carácter le impedía poder sustraerse a ellos, pues no se trataba en aquellas circunstancias de ningún placer.

En cuanto a una de esas andanzas, quizá no tenía una gran importancia: se había prometido ir en busca de una mujer que en otro tiempo le había tenido sobre sus rodillas; su vieja niñera, casada, pero bien casada, e instalada desde hacía años en Estokolmo. Esto, en rigor, podía hacerse sin gran desazón, a pesar del olvido relativo y de los años transcurridos.

Ya en Nueva York había comprado para ella un bonito reloj de oro, de doble tapa; era un regalo que no dejaría de causarle alegría, y que serviría también para probar a su antigua criada que había sabido abrirse camino en la vida. Llevaba entonces en el bolsillo de su abrigo el estuche que contenía aquel regalo de Navidad; y, a todo tomar, le distraería el poder charlar un poco de sus recuerdos de niño con aquella mujer, la única que quedaba de aquellos tiempos lejanos; haría algo así como veinticinco años desde que la había visto la última vez. Pero antes de ir a su casa le era preciso subir a la habitación de gentes totalmente desconocidas, a llevarles un saludo. Era allá lejos, ahora lo veía, al extremo de la calle de los Álamos, en los confines de un barrio mísero.

En efecto, este saludo era la comisión que en realidad le fastidiaba, pues sentía verdadero horror por todo aquello que pudiera pasar por un sentimentalismo. Durante largo tiempo la vida le había tenido agarrado con cierta rudeza, y, se habcostumbrado a comportarse de modo parecido. Turbábase ante las situaciones enternecedoras, y se mostraba incapaz de expresarse y obrar con seguridad. Evidentemente debía de haberse encontrado en un momento de debilidad análoga cuando se había encargado de aquella comisión. Llevar a los padres el último saludo de un moribundo, de un desgraciado muchacho caído tan bajo como aquel alcohólico misterioso, aquel Jorge, ¡qué triste tarea!

Ya al llegar allá el tal Jorge no servía para nada, y no era posible una reedificación a pesar de todas las esperanzas de los suyos. Había comenzado por estudiar medicina, pero su pobre padre, adscripto al guardarropa de un restaurante o algo por el estilo, no tuvo ni la satisfacción de verle pasar el examen de veterinario que había acabado por intentar. Desprovisto de toda energía, no logró éxito en ninguna tentativa. Dios sabe todo lo que le había sido propuesto, y por fin, como último recurso, sus padres habían juntado una pequeña cantidad para enviar a su hijo a América... Sí, sí; mas he aquí que tampoco aquello logró éxito, tanto más cuanto que se había recurrido demasiado tarde.

Allá bien habían querido ayudar a Jorge para que se volviera; él mismo había logrado procurarle un puesto como vigilante de las cuadras en una sociedad de transportes, en donde él había llegado a tener un buen cargo. El primer día de pago Jorge se eclipsó, para no desembriagarse durante dos semanas. Desde entonces había vivido en la miseria de empleos ocasionales, barriendo las tabernas por la noche para recoger algunas copas de aguardiente, y gastando su tiempo en asombrar a los campesinos emigrantes cantándoles canciones, en brillar con términos latinos y en dejarse tutear por todos para hacerse convidar a beber. ¡Pobre Jorge! En el fondo era un buen muchacho, con el corazón en la mano, pero completamente desprovisto de carácter; tan débil moral como físicamente, por lo que hubo de terminar por caer enfermo. Cuando comprendió que no le quedaban más que pocos días de vivir, le había rogado fuese a verle al hospital.

— ¿Era exacto, según había oído decir, que se proponía hacer un viaje e ir a ver a la vieja Suecia?

— En efecto, tal era mi intención-...

— Entonces me harás el favor de ir en busca de mi padre y de mi madre, saludarles de mi parte y decirles que en mis últimos momentos es en ellos en quienes había yo pensado... Prométemelo... Sobre todo saluda a mi madre, que ha sufrido muchísimo por mi causa... ¡Ah!... ¡Qué puerco he sido! He aquí que hace cinco años que me arrastro aquí, sin haberles escrito ni una sola vez... ¡Ay! ¡Qué hubiera podido escribirles! Luego, me prometes decirle... a mi madre...

Se había echado a llorar, y luego un golpe de tos terrible lo había aniquilado. En el curso de la noche siguiente Jorge había muerto.

Tratábase entonces de cumplir la promesa, no diferirla, sino aprovecharse de aquel día de fiesta y de su paso por la capital. Y hele ya llegado ante la casa.

El extranjero dio algunos pasos de arriba abajo, largando bocanada tras bocanada del humo de su cigarro. Aunque allá lejos hubiese llegado a aprender el mostrarse decidido y frío en la caza a la fortuna, en aquel medio menos bravío sentíase desamparado. Aquel paso que tenía que dar le pesaba; mas, sin embargo, rechazaba la idea de sustraerse a él. ¡Si por lo menos, Jorge viviese aún! Hubiera sido menos penoso...; en fin, no podía vacilar, puesto que lo había prometido solemnemente.

Tiró su cigarro y penetró bajo la puerta cochera. Era en el tercer piso donde vivían; ascendió lentamente la escalera. En el rellano del segundo se detuvo un instante, y miró por la ventana que daba sobre el patio; algunos trabajadores estaban ocupados en torno de un camión, y varios niños pobres corrían a derecha e izquierda. Trepó un piso más, y al punto descubrió la placa con el nombre del inquilino: " E . Olson", y llamó.

Una muchacha pálida y delgada salió a abrir. Tenía el aspecto de no haber dormido desde hacía mucho tiempo.

— Llego de América... — comenzó a decir.

La muchacha alzó los brazos, alegremente sorprendida, y escapó hacia el interior del piso. Oyó gritar: "¡Papá, papá, un señor de América que nos trae noticias de Jorge!"

El viajero entró y volvió a cerrar la puerta. La oscuridad era completa en el recibimiento, y notó un desagradable olor a medicamentos, algo que recordaba al hospital. Su embarazo aumentó, y ya no pensaba sino en decir lo que tenía que decir para poder marcharse cuanto antes. Ponerles al corriente en algunas palabras; pero... cómo... puesto que Jorge no había jamás escrito.

Se abrió una puerta, y un hombrecillo bajo y calvo apareció, aproximándose a él con grandes saludos y pequeñas sonrisas, mitad benévolas, mitad obsequiosas.

Evidentemente, era el señor Olson en persona, quien, a pesar de las protestas, inmediatamente quiso ayudar al visitante a desembarazarse de su abrigo, tomándole el sombrero y colgándolo con una mano cuidadosa y hábil, sin dejar de hablar en sordina, como si temiese ser oído desde el interior del piso.

— Le ruego, señor, le suplico... Perdóneme que le reciba de este modo, en traje de casa, y tómese usted el trabajo de entrar en nuestra modesta habitacción... ¿Así es que, por fin, Jorge se ha decidido a enviarnos noticias suyas?... ¡Ah, Dios mío! Entre usted, pues; se lo ruego... Es que, ya ve usted, mi pobre mujer está enferma, gravemente enferma; es una miseria que no tiene nombre; no tiene para mucho tiempo... ¡Ay, Dios mío!... Y aquí todo está en desorden... Usted perdonará, ¿verdad? Es mi hija la que tiene que hacerlo todo, la pobre... Yo trabajo fuera durante el día, y por la noche, mi empleo en el guardarropa del teatro... Pero no repara usted, ¿verdad?...

El extranjero se sentía cada vez más embarazado. Todo lo que podía atrapar en aquel flujo de palabras era que la madre de Jorge debía estar a la muerte. ¿Cómo se las arreglaría entonces para desembarazarse de su misión? "Voy a tener que prepararlos poco a poco, vigilar todas mis palabras y obrar con prudencia", se dijo. Aguardaba ya el ser introducido en el cuarto de un enfermo, más aún, de un moribundo, y no sabía qué hacer. Con gran satisfacción suya se dio cuenta de que la enferma debía encontrarse en otro cuarto, cuyas puertas estaban cuidadosamente cerradas. Allí donde le habían hecho entrar vio muebles limpios y cómodos, tan numerosos, que casi estorbaban en la habitación, mitad sala, mitad comedor.

El señor Olson no sabía, aparentemente, por dónde comenzar sus preguntas, e indudablemente aguardaba noticias, pero agradables. Se dirigió hacia un viejo armario de comedor.

— Puedo ofrecer a usted una copa de coñac, "fine champagne" — dijo, mientras seguía sonriendo; — una mercadería de calidad extra, ¿sabe usted?, de lo mejor, añejo (guiñó amigablemente los párpados), regalo de un amigo, de Johnson, cocinero de la corte.

El viajero, temiendo ofender al buen hombre si declinaba el obsequio, y contento con todo aquello que le permitiera diferir la charla dolorosa, dejó a su huésped llenar dos copitas. En el mismo momento salió la muchacha del cuarto contiguo, caminando sobre la punta de los pies. El adscripto al guardarropa prosiguió:

— Si le agrada, señor...

— Pierson — dijo el extranjero.

— Si le agrada, señor Pierson, a vuestra salud. María, trae el azucarero. El señor Pierson quizá es también médico... Mi hijo estudió al principio la medicina, eso es... ¿Cómo sigue tu madre, María?

— Duerme — respondió su hija, que no cesaba de mirar al extranjero con sus grandes ojos, de intensas y enfermizas claridades.

— ¡Qué feliz va a ser cuando se despierte! — dijo el padre. — Es algo extraño, pero mi pobre mujer se ha mostrado siempre segura, desde que cayó enferma, de que un día tendría noticias del pequeño, que estaba allá lejos. "Ten confianza, Emilio — me decía a menudo. — Jorge acabará por arreglárselas y seguramente que entonces me escribirá". Sí, sí. ¿Otra copita, señor Pierson? Y la pobre va a tener esa alegría antes de morir.

La muchacha comenzó a sollozar. El señor Pierson miraba fijamente ante sí, con el vago deseo de verse de repente transportado a la Bolsa de Wall-Street, o a cualquier otro sitio semejante, perdido en medio de un estrépito ensordecedor, con tal de que fuese en otra parte. Iba a tener que inventar una historia, mentir descaradamente, y luego escribir desde América cuando estuviese allá de vuelta, pensó. Se esforzó por sonreír y respondió:

— ¡No hay que perder nunca la esperanza! Pero no, no soy médico; soy comerciante, hombre de negocios. Vea usted, Jorge — pronunció el nombre a la inglesa — ha estado enfermo durante mucho tiempo... ¡Oh! No se asuste usted, miss Olson. Ahora... está mejor... En realidad, sí, si, ahora está fuera de peligro... completamente fuera de peligro. Encontró, eso sí, muchas dificultades al principio, y eso puede explicar el porqué no les ha escrito en el curso de los primeros años; no quería causarles penas contándoles lo que le ocurría, claro está. Pero ahora... tiene una buena situación ahora, realmente muy buena... Es veterinario y gana dinero. ¡Caray! No está mal, no está mal, y no tardará en escribirles extensamente... en cuanto se sienta completamente fuerte. Me ha rogado, mientras, que les viese de su parte, que les trajese sus saludos más cariñosos, y especialmente, claro es, a su madre...

El señor Pierson apartó, por fin, su mirada del armario de comedor, hacia el que con fijeza la había dirigido, y descubrió entonces la expresión feliz, casi orgullosa, del anciano padre; el rostro iluminado y tan conmovido de la muchacha.

Entonces se levantó y se murmuró a sí mismo: "Dios me perdone lo que en este momento hago"; deslizó la mano en su bolsillo y sacó el estuche con el reloj de oro. Colocándolo sobre la mesa, dijo, con precipitadas palabras:

— He aquí un regalito que Jorge les envía por Navidad... Es para usted, miss Olson... Me dijo... y...

El anciano adscripto al guardarropa se había apoderado del estuche y alzaba la tapa con temblorosa mano.

El señor Pierson advirtió que lloraba, y no atreviéndose ni a mirar a la muchacha, se aproximó suavemente a la puerta.

— ¡Oh! Pero no va usted a dejarnos ya — exclamó el Viejo, viéndole en pie, con la mano en el puño del bastón. — Seguramente perdonará usted a un padre enloquecido. ¡Ah! El muchacho, el muchacho... Por fin... Es preciso que pase usted esta noche con nosotros, señor Pierson. María, vas a bajar a comprar...

Pero el señor Pierson temía demasiado todas las preguntas de que, fatalmente, se vería asaltado, y se apresuró a contestar:

— Lo siento mucho, querido señor, pero me es absolutamente imposible. Tengo que partir dentro de una hora o dos; me aguardan en el campo y no puedo aceptar, con gran sentimiento mío... Evidentemente... sí, diré a Jorge que les he visto, que escriba, y... Gracias, gracias. ¡Oh! ¡No, más coñac, no, a pesar de mi mejor voluntad! Gracias, miss Olson...

Lo acompañaron a la antesala, y el señor Olson le ayudó a ponerse el abrigo.

— Esto es cosa mía — dijo alegremente. — ¡De todos modos, qué muchacho Jorge! ¡Ah! María, cuando tu madre se despierte, ¡qué sorpresa! Pero ¡qué lástima que el señor no pueda quedarse a cenar con nosotros!

Un ruido, imperceptible casi, del cuarto de la enferma, llamó la atención de la muchacha, y corrió al encuentro de su madre, después de haber tomado el estuche y el reloj de sobre la mesa.

El señor Olson estrechaba las manos del visitante, manifestando con vivacidad su agradecimiento y cargándole con todos sus recuerdos... "Ese Jorge... mi hijo... escribir... América... sin falta... buen viaje... y gracias...

Por fin el señor Pierson volvió a encontrarse en la calle, pero la cabeza le daba vueltas. "Tal vez sea también el coñac", se dijo. Vagamente se prometía escribir cuando estuviese de regreso en los Estados Unidos. Pero no para desengañarles. ¿Para qué? ¿Quién sabe? Enviando una pequeña suma de dinero, la confianza y la alegría serían perfectas. Habíale invadido una sensación extraña, y los minutos pasados parecíanle otras tantas horas. Estaba contento, pero al mismo tiempo enternecido, casi angustiado. Si no hubiese perdido la costumbre desde hacía tantos años, de buena gana hubiese llorado. Pero no pudo hacer otra cosa que silbar muy suavemente, lo que servía para disipar un poco las nieblas inacostumbradas de su estado de espíritu.

HENNING BERGER

Caras y caretas (Buenos Aires). 24-12-1938, n.º 2.099

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