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Gustavo Adolfo Bécquer

"Un boceto del natural"

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Biografía de Gustavo Adolfo Bécquer en Albalearning

 
 
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Un boceto del natural
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II

Luisa y Elena entraron en el gabinete acompañadas de su prima. Como era natural, me fijé desde luego en la recién llegada, con una insistencia que acaso pecaría de indiscreción, pero que disculpaba en parte el interés que, aun sin conocerla, me había inspirado.

Julia era alta, delgada, pálida y ligeramente morena. Tenía los pómulos acusados, la nariz fina y aguileña, los labios delgados y encendidos, las cejas negras y casi unidas, la frente un poco calzada y el cabello oscuro, crespo y abundante. Como aquella mujer he conocido muchas, pero ojos como los suyos confieso que no había visto jamás. Eran pardos, pero tan grandes, tan desmesuradamente abiertos, tan fijos, tan cercados de sombra misteriosa, tan llenos de reflejos de una claridad extraña, que al mirarlos de frente experimenté como una especie de alucinación y bajé al suelo la mirada.

Bajé la mirada, pero aquellos dos ojos tan claros y tan grandes, desasidos del rostro a que pertenecían, me pareció que se quedaban solos y flotando en el aire ante mi vista, como después de mirar al sol se quedan flotando por largo tiempo unas manchas de colores ribeteados de luz.

Repuesto del momentáneo estupor que me habían producido aquellos ojos extraños e inmóviles, estreché ligeramente la mano de Elena y saludé a Julia, cuyas facciones se iluminaron, por decirlo así, con una sonrisa, al inclinar con lentitud la cabeza para devolverme el saludo.

Mi primera intención, después de saludarla, fue buscar la fórmula de alguna de esas galanterías de repertorio para decir algo a propósito de la llegada de nuestra nueva compañera; pero al fijarme por segunda vez en su rostro, la sonrisa que lo iluminó un instante había desaparecido, y me encontré con el mismo semblante impasible y con los mismos ojos pardos y grandes, tan grandes, que como vulgarmente suele decirse, le cogían toda la cara.

La frase ya hecha en la imaginación se me antojó una vulgaridad; removí los labios sin acertar a pronunciar palabra alguna, y por segunda vez perdí el terreno. Aparté de la suya mi vista y me puse a examinar, sin que me importase el examen maldita la cosa, uno de los dijes de la cadena del reloj.

Me había propuesto espiar a aquella mujer, aquilatar su inteligencia por sus palabras, estudiarla como un fenómeno curioso, analizarla en fin, seguro de que el análisis me daría por resultado el residuo que queda de todas; pero, por lo visto, me había cogido la vez, se había puesto en guardia y atrincherada en su impasibilidad y silencio, parecía aguardar a oírme para juzgarme.

La idea de que aquella mujer pudiera formar de mí una opinión desventajosa, comenzaba a preocuparme. Lo primero que se me ocurrió fue buscar algunos recursos para salir airoso del paso, pero al mismo tiempo me acordé que cuando se piensa de antemano lo que se va a hacer o decir, se tiene andada la mitad del camino para encajar una necedad o cometer una torpeza.

Afortunadamente estaba allí Luisa. Luisa, que en poniéndose a hablar charlaba hasta por los codos; que preguntaba y se contestaba a sí misma; que era capaz ella sola de mantener la conversación en un duelo; que no dejaba parar un punto la atención sobre cosa alguna; que a cada momento traía un nuevo asunto al debate; y ésta, rompiendo el embarazoso silencio en que nos habíamos quedado, me rogó que me sentara y tratase a su prima con la misma confianza que a ellas las había tratado siempre.

Nos sentamos: Luisa, junto al balcón del gabinete que se abría sobre el jardín de la casa; Elena, próxima al piano, por encima de cuyas teclas comenzó a pasear distraídamente sus dedos, y Julia, casi en el fondo de la habitación.

Yo dejé, por un movimiento instintivo, la silla donde estuve sentado hasta entonces y busqué con la vista una butaca. No sé cómo explicarme esta nimiedad; pero por primera vez de mi vida me ocurrió que, sentado en una silla estrecha y empinada, se está como vendido y haciendo una figura grotesca.

Una vez sentados, se comenzó a hablar de cosas indiferentes. Luisa, como de costumbre, sostuvo la conversación en primera línea. Elena terció a menudo, yo aventuré muy pocas palabras, y a Julia no logramos arrancarle sino algún que otro rarísimo monosílabo. Confieso francamente que aquel desdeñoso silencio me seguía preocupando lo que no es decible.

La presencia de Julia era como un obstáculo a la expansión natural entre nosotros. Yo me sentía con menos franqueza que de costumbre en una casa donde siempre la había tenido de sobra; Elena parecía preocuparse de mi visible encogimiento y Luisa, cansada de hablar sin que nadie le contestara, acabó por levantarse y descorrer las persianas del balcón para entretenerse en enredar por entre los hierros las guías de una enredadera que se encaramaba hasta aquella altura desde el jardín.

El sol se había puesto: en el jardín se escuchaba esa confusa algarabía de los pájaros tan característica de las tardes de estío; la brisa del mar, meciendo lentamente las copas de los árboles y empapándose en el perfume de las acacias, entraba a bocanadas por el balcón, inundando el gabinete en olas invisibles de fragancia y de frescura.

Las sombras del crepúsculo comenzaban a envolver todos los objetos, confundiendo las líneas y borrando los colores; en el fondo de la habitación y entre aquella suave sombra, brillaban los ojos de Julia como dos faros encendidos e inmóviles. Yo no quería mirarla; deseaba afectar su mismo desdén y, sin embargo, mis ojos iban continuamente a buscar los suyos. Elena rompió al fin el silencio, exclamando:

- ¡Qué hermosa tarde!

- Hermosísima - añadí yo maquinalmente sin saber siquiera lo que decía y sólo por decir algo.

Pero apenas pronuncié esta palabra, pensé que después de callar por tan largo espacio, no se nos había ocurrido otra cosa mejor que hablar del tiempo. ¡Del tiempo! Esa eterna y antigua muletilla de los que no saben de qué hablar. Asaltarme esta idea y volverme a mirar a Julia, todo fue obra de un instante.

No lo podré asegurar; pero a mí me pareció que sus labios se dilataban imperceptiblemente, que se reía en fin su inteligencia de nuestras vulgaridades, y que aquella risa mental se reflejaba de un modo extraño en su rostro.

Desde que creí apercibirme de su muda ironía, fue ya un verdadero suplicio para mí el verme obligado a responder a Elena, que comenzó a hablarme del canto de los pajaritos, de las nubecitas color de púrpura, de la poética vaguedad del crepúsculo y otras mil majaderías de este jaez.

- ¿Por qué no toca usted algo? - exclamé, dirigiéndome a mi sensible interlocutora con el propósito de salir, por medio de una brusca interrupción, del peligroso terreno de la poesía hablada.

Elena abrió un cuaderno de música, el primero que le vino a mano, con intención sin duda de tocar cualquier cosa, la que antes se ofreciera a su vista.

«¡No nos faltaba más sino que hiciese el diablo que tropezara con un trozo de zarzuela para acabar de coronar la obra!», exclamé yo para mis adentros, mientras me disponía a escuchar lo más cómodamente posible.

Por fortuna el libro era de música escogida, y Elena comenzó a tocar un vals de Beethoven; un vals de concierto, de una melodía vaga, de una cadencia indecisa, extraño en el pensamiento, más extraño aún en sus giros y sus inesperadas combinaciones armónicas. Cuando Elena hubo concluido de tocar y la última nota se apagó en el aire, Luisa, que aún permanecía en el balcón arreglando las guías de las enredaderas, exclamó dirigiéndose a su hermana:

- Tú dirás lo que se te antoje, me tratarás de zarzuelera y de ignorante, pero yo te digo con toda verdad que no sé qué mérito tienen esas algarabías alemanas que dicen que es un vals y que yo, por más que hago, no encuentro el modo de que pueda bailarse.

Al oír a Luisa, no pude por menos de sonreírme y antes de que Elena comenzase a explicarnos cómo entendía ella las bellezas de aquel género de música especialísimo, me volví hacia Julia para preguntarle a quemarropa.

- ¿Y a usted, le gusta este vals?

Ya no era posible eludir una contestación categórica, ya era necesario que hablase, que diese su opinión sobre una materia delicada. «Un punto de apoyo y levanto el mundo», decía Arquímedes. «Un dato sobre el carácter de esa mujer y adivinaré el resto», exclamaba yo en mi interior, felicitándome por el expediente que había encontrado para hacerla hablar.

Julia se sonrió una vez más con aquella sonrisa imperceptible que tanto me había preocupado hacía un momento, y se limitó a contestarme:

- Entiendo muy poco de música.

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