Vosotros los que esperáis con ansia la hora de una cita; los que contáis impacientes los golpes del reloj lejano, sin ver llegar a la mujer amada; vosotros que confundís los rumores del viento con el leve crujido de la falda de seda, y sentís palpitar apresurado el corazón, primero de gozo y luego de rabia, al escuchar el eco distante de los pasos del transeunte nocturno, que se acerca poco a poco, y al fin aparece tras la esquina, y cruza la calle, y sigue indiferente su camino; vosotros que habéis calculado mil veces la distancia que media entre la casa y el sitio en que la aguardáis, y el tiempo que tardará, si ya ha salido, o si va a salir, o si aún se está prendiendo el último adorno para pareceros más hermosa; vosotros que habéis sentido las angustias, las esperanzas y las decepciones de esas crisis nerviosas, cuyas horas no pueden contarse como parte de la vida; vosotros solos comprenderéis la febril excitación en que vivo yo, que he pasado los días más hermosos de mi existencia, aguardando una mujer que no llega nunca...
¿Dónde me ha dado esa cita misteriosa? No lo sé. Acaso en el cielo, en otra vida anterior a la que sólo me liga ese confuso recuerdo.
Pero yo la he esperado y la espero aún, trémulo de emoción y de impaciencia. Mil mujeres pasan al lado mío: pasan unas altas y pálidas, otras morenas y ardientes; aquéllas con un suspiro, éstas con una carcajada alegre; y todas con promesas de ternura y melancolía infinitas, de placeres y de pasión sin límites. Este es su talle, aquéllos son sus ojos, y aquél el eco de su voz, semejante a una música. Pero mi alma, que es la que guarda de ella una remota memoria, se acerca a su alma... ¡y no la conoce!...
Así pasan los años, y me encuentran y me dejan sentado al borde del camino de la vida... ¡siempre esperando!...
Tal vez, viejo a la orilla del sepulcro, veré, con turbios ojos, cruzar aquella mujer tan deseada, para morir como he vivido... ¡esperando y desesperado!...
***
¿Qué viento la trajo hasta allí? No lo sé. Pero yo ví la flor de la semilla, que germinó en verde guirnalda de hojas, al pie del alto ciprés, que se levanta, como la última columna de un templo arruinado en medio de la llanura escueta y solitaria.
Yo ví aquella flor azul, del color de los cielos y roja como la sangre, y me acordé de nuestro imposible amor.
Un breve estío duraron los ligeros festones de verdura en derredor del viejo tronco; un breve estío duraron las campanillas azules, y las abejas de oro, y las mariposas blancas, sus amigas.
Y llegó el invierno helado, y el ciprés volvió a quedar solo, moviendo melancólicamente la cabeza, y sacudiendo los copos de nieve, alto, delgado y oscuro en medio de la blanca llanura...
¿Cuántas horas durarán tus risas y tus palabras sin sentido, tus melancolías sin causa y tus alegrías sin objeto? ¿Cuánto tiempo, en fin, durará tu amor de niña? Una breve mañana; y volverá a hacerse la noche en torno, y permaneceré solitario y triste, envuelto en las tinieblas de la vida.
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Yo no envidio a los que rien: es posible vivir sin reirse... ¡pero sin llorar alguna vez!...
Asómate a mi alma, y creerás que te asomas a un lago cristalino, al ver temblar tu imagen en el fondo.
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Entre las oscuras ruínas, al pie de las torres cubiertas de musgo, a la sombra de los arcos y las columnas rotas crece oculta la flor del recuerdo.
Plegadas las hojas, permanece muda un día y otro a las caricias de un furtivo rayo del sol que le anuncia la mañana de las otras flores.
«Mi sol, dice, no es el sol de la alondra, el alba que espero para romper mi broche ha de clarear en el cielo de unos ojos».
Flor misteriosa y escondida, guarda tu pureza y tu perfume al abrigo de los ruinosos monumentos. Larga es la noche; pero ya las lágrimas, semejantes a gotas de rocío, anuncian la llegada del día entre las tinieblas del espíritu.
***
Hay un lugar en el Infierno de Dante para los grandes genios: en él coloca a los hombres célbres, que conquistaron en el mundo mayor gloria.
La justicia humana no puede hacer otra cosa, y juzga tan sólo por lo que realmente conoce.
Pero la divina lleva, sin duda, a ese mismo lugar a las inteligencias, que sin dejar rastro de sí sobre la tierra, llegan en silencio a la misma altura que aquéllos.
La justicia divina lleva también allí a los genios desconocidos.
El Contemporáneo. 23 de marzo, 1862 |