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Emilia Pardo Bazán

"Las dos vengadoras"

Biografía de Emilia Pardo Bazán en AlbaLearning

 
 
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Las dos vengadoras
 

Al conde León Tolstoi

Había un hombre muy perseguido, no tanto por la suerte como por los demás hombres, sus prójimos y, especialmente, por los que debieran profesarle cariño y tenerle ley. No parecía sino que, por negra fatalidad, a Zenón -que así se llamaba- toda la miel se le volvía hiel o mejor dicho, ponzoña. Sus hermanos, que eran dos, se concertaron para despojarle de la herencia paterna y le dejaron en la calle, sin más ropa que la puesta, sin techo ni lumbre. Casóse, y su mejor amigo le afrentó públicamente con su mujer y, como si no bastase, la vil pareja le acusó de falsario, forjó pruebas contra él y logró que le sentenciasen a presidio, donde, inocente, arrastró largo tiempo el grillete de los criminales.

Aunque Zenón tenía al principio el alma abierta y generosa, el carácter noble y suma bondad, las traiciones, persecuciones y calumnias, el deshonor, los ultrajes y los desengaños fueron ulcerando su espíritu y cambiando su ser de tal manera que, en vez de resignarse y perdonar, como perdonó el Maestro, sintió poco a poco crecer en su corazón un espantable deseo, una sed ardentísima de venganza. Ya no ansiaba cumplir el tiempo de su condena por ser libre y volver a la sociedad, sino por buscar ocasión de saciar la ira que, gota a gota, había ido destilando. Pasábase las noches en vela fraguando planes que ejecutaría al punto de terminarse su cautiverio. Con paciencia, hilo a hilo, iba tejiendo la trama, y restregándose las manos gozoso, decía para sí: «Hoy salgo y mañana vuelvo a la prisión, pero de esta vez vuelvo por algo, por haber pagado a mis enemigos con usura el mal que me hicieron. Inocente me encerraron aquí, y otra vez me encerrarán culpable, pero habiendo saboreado las delicias del desquite. Véngueme yo, y álcese el patíbulo después.»

Cumplió Zenón su tiempo y salió de las cárceles, resuelto a poner por obra sus airados propósitos. Lo primero que determinó fue pegar fuego a la casa solariega que le pertenecía y de donde sus hermanos le habían expulsado con dolo. Aprovecharía las sombras de la noche y, disfrazado de pordiosero, oculto en un cobertizo, esperaría a que todos se entregasen al descanso, obstruiría bien las cerraduras de puertas y ventanas, y cuando estuviesen en el descuido del primer sueño, prendería las virutas impregnadas de resina, a fin de que todo ardiese como yesca. Así que las llamas subiesen muy altas y los clamores de los encerrados fuesen extinguiéndose -lo cual probaría que ya los tenía asfixiados el humo-, Zenón huiría, yendo a introducirse secretamente en su propia casa, donde la falsa mujer y el mal amigo estarían juntos. Zenón conocía bien las entradas y salidas y podía deslizarse y esconderse sin ser observado de nadie. Compró un puñal, porque a éstos deseaba verlos morir y saborear las convulsiones de su agonía.

Así que se puso el sol, vistió sus ropas de mendigo y, apoyado en un palo, tomó el camino de la casa que pensaba incendiar. Caminaba como el Destino, entre tinieblas más densas cada vez, cuando a una revuelta de la carretera advirtió cierta claridad misteriosa que alumbraba vivamente el paisaje, y se le aparecieron, juntas y cogidas de la mano, dos mujeres que formaban singular contraste.

Una era amarilla, escuálida, tan escuálida que los huesos se entreparecían bajo la seca piel; tenía palmas de esqueleto, y al través de los polvorientos crespones negros que la cubrían, se notaba que carecía de seno y de toda redondez femenil; con la mano derecha empuñaba y esgrimía reluciente hoz. La otra mujer era lozana, mórbida, colorada, blanca y de un rubio encendido los cabellos; vestía gasas de mil colores: rojo, verde, rosa, azul, aunque pegada al cuerpo llevaba una túnica negrísima. Zenón miraba a las dos apariciones, como preguntando qué le querían, hasta que ambas dijeron a una voz:

-Somos las Vengadoras y nos presentamos para que elijas, entre las dos, la que creas más eficaz.

-Yo -añadió la mujer escuálida- me llamo Muerte, y soy por ahora tu preferida. Has apelado a mí para vengarte de tus enemigos, y tienes resuelto carbonizar a los unos y coser a puñadas a los otros. Heme aquí dispuesta a complacerte sin tardanza; así como así, poco trabajo me cuesta darte gusto, porque es cuestión de adelantar los sucesos: año arriba o abajo, tus enemigos no podrán librarse de esta hoz que empuño.

-Escucha -intervino la lozana mujer-: antes de que te entregues a mi hermana, que te engatusará por lo sencillo y expeditivo de los recursos que emplea, atiéndeme a mí, y de seguro que yo seré la elegida. Para convencerte no necesito sino enseñarte los cuadros de mi linterna mágica. Abre los ojos y mira bien.

Zenón miró, y sobre el fondo blanco del paño que extendía la mujer hermosa, vio agitarse las siluetas de sus aborrecidos hermanos. El menor echaba a hurtadillas una pulgarada de polvos blancos en la taza del mayor, y el mayor, después de haber bebido lo que contenía la taza caía al suelo entre horrendas convulsiones; pero no moría; arrastrábase largo tiempo apoyado en un báculo, y en cada plato que le servía el menor, mezclaba nuevo tósigo, hasta que el envenenado se iba quedando imbécil, reducido a la idiotez y abandonado de todos y cubierto de miseria expiraba en un rincón. Así que moría, su espectro comenzaba a aparecerse en sueños al culpable, a quien Zenón veía erguirse en la cama, trémulo, con el pelo erizado y los ojos fuera de las órbitas. Cambió de personajes la linterna, y se destacaron las siluetas de la esposa y del amigo de Zenón: ella siguiendo a su querido como la sombra al cuerpo, abrasaba en celos rabiosos; él procurando huir, lleno de hastío, de aquella amante ya marchita por la edad y las pasiones. Escondíase él, o se pasaba el día en casa de otras mujeres, y ella lloraba, y sus lágrimas eran como gotas de fuego que abrasaban el paño donde caían. Ya cansado de que le espiasen y le acusasen, él se volvió y Zenón fue testigo de cómo el seductor de su mujer le ponía en el rostro la mano...

-Esta será mi obra -pronunció la Vida solemnemente- si no se atraviesa mi hermana y me apaga la linterna. Ahora, tú dirás, Zenón, cuál de nosotras dos te conviene para Vengadora. ¿Sigues con el propósito de incendiar y acuchillar? ¿Quieres que te ayude la Muerte?

-No -respondió Zenón, que se limpió una lágrima-. Si la crueldad y el odio aún persistiesen en mí, lo que pediría a tu hermana sería que tardase muchos, muchos años en pasar el umbral de mis enemigos, y que te dejase a ti paso franco.

-Con tanta más razón -dijo irónicamente la Muerte, algo despechada, pues al fin es mujer, y no gusta de que la desairen- cuanto que yo, tarde o temprano, no he de faltar, y que en mi danza general todos harán mudanza, sin que les valgan excusas.

***

Zenón escribió a sus enemigos para advertirles que les perdonaba, y se retiró a un desierto, donde vive cultivando la tierra y sin querer ver rostro humano.

«El Impacial», 29 de agosto de 1892.

 

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