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Emilia Pardo Bazán

"La casa del sueño"

Biografía de Emilia Pardo Bazán en AlbaLearning

 
 
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La casa del sueño
 

Mi vida había sido azarosa, una serie de trabajos y privaciones, luchas y derrotas crueles. A mi alrededor, todo parecía marchitarse apenas intentaba florecer. Dos veces me casé, y siempre el malhadado sino deshizo mi hogar. En varias carreras probé mis fuerzas, y aunque no puedo decir que no carezco de aptitudes, es lo cierto que, por una reunión de circunstancias que parecía obra de algún encantador maligno, mientras veía a los necios y a los menguados triunfar, yo quedaba siempre relegado al último término, frustrados mis intentos, en ridículo mis propósitos. Se creyera que existía algún decreto de la suerte loca para que todo se me malograse, todo se me deshiciese entre las manos. Y así, por las asperezas de tantas decepciones, llegué a no interesarme en nada, a concebir, no misantropía, sino algo peor, repulsión completa a todas las casas. No existía en lo creado fin que me pareciese digno de interés, que produjese en mí una impresión de simpatía, un movimiento de gozo. Evocar recuerdos era para mí equivalente a registrar un cementerio, deletreando en las lápidas nombres de gentes que hemos amado. Ni el pasado ni el presente, ni menos ese enigma que se llama el porvenir, lograban arrancarme de la cárcel de mi pesimismo infecundo; porque hay un pesimismo de ajenjo, que entona y vitaliza; pero el mío era un caimiento de ánimo, no una absorción; no mística a la indiana, sino desesperada y abatida. Ni deseos, ni propósitos, ni reacciones de sensibilidad. Sin embargo... Así como en las regiones polares, aún bajo el hielo, alguna saxífraga o algún liquen ha de brotar en primavera, en la desolación de mi espíritu, flotaban jirones de una ilusión. Todavía deseaba yo algo... Y este algo era una nimiedad, absolutamente sentimental, pero exaltada, creciente, nimbada por esa luz que rodea a los períodos de la vida que pertenecieron a la primera edad: la luz de nuestra aurora...

Mi deseo adquiría mayor vehemencia, porque apenas definía yo su objeto; y me hubiese sido difícil describir, ni aún inexactamente, lo mismo que ansiaba. Sabía yo que se trataba de una casa, bajo unos árboles, en una aldea, lejos, muy lejos de las ciudades que me habían zarandeado con su oleaje; pero era lo curioso que ignoraba por completo en qué parte de España se encontraba esa casa, esa aldea, esos árboles, cuyo verdor engañaba aún mi desecado espíritu. Cuando habité la casa ¡era tan niño! Pero, niño y todo, me había quedado en el paladar el sabor de la bienaventuranza, en el regazo de mi madre o abrazado al Melampo, que me lamía lealmente la faz... Desde que dejamos aquel rincón, ¿dónde estaba, cuál sería su nombre?, empezaron mis desventuras. Perdí a mi madre; mi padre me abandonó, recibí la torturante protección de mi tía, que me hizo sufrir tanto, y comenzó la forjadura de la cadena de fallidos intentos y frustrados propósitos.

No tenía a quién preguntar para orientarme respecto a la situación del lugar en que aún aleteaba para mí el ave rara del ensueño. Porque, vencido y náufrago, había resuelto retirarme a aquel rincón en que había probado el gusto a miel de la ventura, y vegetar allí, procurando no acordarme sino de los tiempos buenos, borrados casi, como pintura cuya belleza aún se adivina en medio de la destrucción.

En balde daba tormento a la memoria, forzándola a que precisase qué provincia, qué localidad era aquella donde yo comprendía que aún me restaban fuerzas para seguir viviendo. Sabía que de allí nos habíamos venido en diligencia a Madrid; que allí existían montañas, ni muy bajas ni muy ingentes, montañas vulgares; que allí se alzaba una iglesia, con su atrio; semejante a la mayor parte de las iglesias; que allí cerca pasaba un riachuelo, análogo a millares de riachuelos; que la sombreaban unas altas frondas (pero yo, en aquella edad, mal podía comprender si se trataba de castaños, álamos o pinos...). Y, a pesar de no serme posible concretar nada- ¿y quién sabe si justamente por eso mismo?-, era aquella casa, y no otra; eran aquellos árboles, y no otros, los únicos cuyas sombras apetecía; era el frescor de aquel riachuelo el único que pudiera refrigerar mi alma, y eran las bóvedas de aquella iglesia las que me devolverían, entre tantas cosas para mí perdidas, el lejano y celeste tesoro de la fe, o, al menos, de la misteriosa confianza en lo desconocido.

A veces me hacía yo razonamientos para demostrarme que tal empeño se asemejaba a manía, y era acaso la dolorosa huella del trastorno mental sordo y manso que producen las reiteradas contrariedades, las magulladuras del náufrago, batido sin cesar por la resaca contra las peñas. ¿Por qué aquel afán, que crecía con el correr del tiempo? ¿Por qué la casa poco a poco llegaba a constituir una obsesión para mí? ¿Por qué cifrar en una casa, idéntica a cien mil casas, la probabilidad de encontrar, si no la dicha, al menos un poco de paz y de sosiego? ¿No era lo mismo recogerse a la primera morada solitaria en el campo y figurarse que fuese la otra?

No debía de ser lo mismo, al menos para mí, cuando iban indisolublemente juntos mi ensueño y la idea de aquel rincón en que supe lo que era la felicidad..., la cual se compone de nada, de un estado de indiferencia, de no anhelar, de no aspirar, de olvidar que corre la hora.

Retirarme a otro sitio me hubiese sido imposible. Y parecía imposible también descubrir aquel, isla perdida en un archipiélago de islotes confusamente iguales...

La casualidad, mi eterna enemiga, por una vez aparentó servirme. El caso fue, como obra suya, inesperado. En un puesto de libros y papeles viejos, que revolvía por instinto, encontré, entre mil cartas amarillentas, una de mi padre a mi madre...

Parecióme que se abría un ataúd y salía de él ese vaho peculiar a flores secas hechas polvo... La misiva era insignificante, sin trascendencia alguna; lo interesante para mí, las señas del sobre. Decía: «En San Martín de Maceira, provincia de...» Y, como si de repente se desgarrase un velo, recordé... ¡No haber recordado antes!... Claro, San Martín de Maceira; en letras, de lumbre veía el nombre... Y aquella misma tarde hice mi hatillo y corrí a la estación...

No acierto a decir cómo iba. No hay quien refiera estas cosas, que se componen de sensaciones tenues, o tan hondas como los hondones callados de los ríos. Lo que puedo afirmar es que, por primera vez desde hacía tanto tiempo, experimenté una alegría extraña, un impulso reanimador. Empecé a fantasear la tranquila vida del sabio y del filósofo, que desdeña las contingencias de su propia suerte y las domina desde la altura de su calma. En mi retiro estaba libre de las fatalidades que, ensombreciendo mi destino, me lo convertían en tormento y argolla. Y ahora, próximo a rêver, recordaba todo, detalles de la casa, menudencias del jardín, la forma de nuestras habitaciones. ¡Qué goce ver de nuevo aquellos muebles arcaicos, aquellas consolas de patas retorcidas, aquellas mesitas de tocador de nublado espejo, donde reaparecen las caras muertas, aquella vieja cama de caoba, toda desbarnizada, deslucida por la humedad! Yo compraría la mansión, los muebles, todo, al precio que me pidiesen; y, sentado ante la puerta, miraría a los que pasasen (sin darles el aviso piadoso de que no intentasen dirigirse a parte alguna, puesto que todos los caminos van a parar al mismo paradero...)

Andaba apresurado, reconociendo las veredillas, los accidentes del terreno, las ciénagas, los valladares pedregosos. Anochecía. El segmento de la luna asomaba, bogando plácido por el cielo apacible. No me separaban del ideal sino algunos pasos. Una sorpresa empezaba a embargarme. ¡No veía los árboles, la espesura que doselaba la casa! Raso todo. Una mujer vieja, renqueante, se acercaba a mí.

-¿Han cortado los árboles, madre? -interrogué, con temblor de voz.

-Sí, hijo, cuando arrasaron la casa.

Me detuve. Se me enfriaron las sienes.

-¿Y qué hay ahora en el sitio de la casa?

-Nada. Araron, sembraron trigo.

Me oyó un sollozo... Vino, compadecida, a atenderme.

Y me eché en sus brazos, como si la conociese de toda la vida -no he vuelto a verla jamás-. Mientras duró el abrazo sentí un poco de calor de bondad humana. Por eso no me he arrojado ya desde mi balcón a la calle. Compadeced, que lo han menester los tristes.

«La Ilustración Española y Americana», núm. 12, 1911.

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