Ignoto no estaba en la cabaña; pero hacía luna, la puerta se hallaba franca, y Amado pudo ver el pobre banco del leñador sobre el cual se tumbó muerto de fatiga. Lo que más admiraba a Amado, era que, en medio de tan terrible imprevista catástrofe, con sus padres presos y su reino perdido, no se sentía ni la mitad de fastidiado y triste que otras veces. Estaba rendido, eso sí, pero muy satisfecho, porque al fin, si no es por la destreza y el valor con que supo evadirse, a estas horas se encontraría en la eternidad. Pensando en esto, empezó a apoderarse de él el sueño; y aunque sus huesos, acostumbrados a colchón de pluma de cisne, extrañaban el duro banco de roble, ello es que se quedó dormido como un lirón.
Cuando despertó brillaba el sol, y al pronto no pudo Amado comprender cómo estaba en aquel sitio. Mas fue recordando los sucesos de la noche, y al mismo tiempo notó cierta presión de estómago que significaba hambre. Levántose esperezándose, y como viese en una escudilla unas sopas de leche y pan moreno, les hincó el diente con brío. ¡Qué plato para el príncipe de Colmania, habituado a desdeñar melindrosamente pechugas de faisán con trufas! En aquel momento entró Ignoto, y se mostró muy alegre al ver a Amado. En dos palabras le enteró éste de lo que ocurría y concluyó diciendo:
-Ayer era heredero de una corona, y hoy no tengo ni cama en que dormir. Partiré leña contigo.
-No -respondió Ignoto-, lo primero es que dejes estos alrededores, que son muy peligrosos para ti. Vente conmigo.
Y diciendo y haciendo, Ignoto tomó de la mano a Amado, y juntos se pusieron en camino al través de la selva. Ésta era muy espesa e intrincada, y Amado andaba trabajosamente; cuando llegó la noche, le sangraban los pies. Entonces Ignoto le descalzó los zapatos de raso que aún llevaba el príncipe, y con corteza de olmo le fabricó unas abarcas para que pudiese seguir marchando. Anduvieron muchos días, durante los cuales pudo Amado ver lo dispuesto y ágil que era en todo su compañero. El pobre Amado, criado entre algodones, no sabía saltar un charco, ni cruzar a nado un río, ni trepar a una montaña; en cambio, Ignoto servía para cualquier cosa, era fuerte como un toro, veloz como un gamo, y no cesaba de reírse de la torpeza de Amado, quien, a su vez, renegaba de su inutilidad. No obstante, al fin del viaje iba ya adquiriendo el príncipe algo de la soltura de su compañero; verdad es que estaba moreno como una castaña, y sus bucles rubios, enmarañados y llenos de polvo, parecían una madeja de lino.
Al cabo, un día, al ponerse el sol, divisaron ambos viajeros desde la cima de una colina una gran masa de edificios, o más bien un mar de cúpulas, techos, torres y miradores que, juntos, formaban una vasta ciudad. Amado preguntó a Ignoto el nombre de aquella, al parecer, rica metrópoli, y el leñador contestó:
-La capital de Malaterra.
-¡Cómo! -grito el príncipe-. ¡Falso guía, así me conduces a meterme en la boca del lobo, en las uñas de mis enemigos!
-Mentira parece -respondió Ignoto- que te quejes cuando te traigo al sitio en que se hallan prisioneros tus padres. ¿No quieres verlos? ¿Quién te ha de reconocer con ese avío?
En efecto, ni sus mismos pajes podrían decir que aquél era el elegante príncipe de Colmania. Roto y destrozado, sin haber tenido en tantos días más espejo que el agua de las fuentes, que, por mucho que se diga, no es tan claro como una luna azogada, Amado parecía un mendigo. Entró, pues, sin temor en la ciudad, que era grande y magnífica. Ignoto, que conocía al dedillo las calles, le llevó por las más retiradas, hasta dar con una tapia enorme que les cerró el paso. Pero Ignoto sacó del bolsillo una llave y abrió una puertecilla medio oculta en el ancho muro. Por ella entraron en un jardín pequeño, pero cultivado con esmero extraordinariamente y cubierto de flores raras y olorosísimas.
-Espérame -dijo Ignoto-; vuelvo presto.
Y se escurrió entre los árboles, mientras Amado se sentaba en un banco para aguardar cómodamente. Media hora tardaría Ignoto, y al cabo de ella volvió acompañado de una mujer, que, a la dudosa claridad nocturna, le pareció a Amado joven y muy bonita. Su traje era sencillo y casi humilde, pero su voz muy dulce y su hablar distinguido.
-Señora -le dijo Ignoto, presentándole a Amado-, aquí tenéis el jardinero que os recomiendo. Es un joven muy honrado, y creo que con el tiempo aprenderá lo que ahora no sabe.
-Bien está -contestó la dama-. Si es así, consiento en tomarle a mi servicio para que cuide del jardín. Ahora, que duerma y descanse; mañana le iré enterando de su obligación.
La joven se retiró, y quedaron solos Ignoto y Amado, explicando aquél a éste que la joven era una señora noble de la ciudad, muy amiga de flores y plantas, y que necesitaba un jardinero, y que era preciso que Amado se resignase a pasar por tal para estar mejor oculto en Malaterra y poder informarse de la suerte de sus padres. Con esto le condujo a un pabelloncito en que había azadas, palas, almocafres y otros útiles de jardinería, y una cama grosera, pero limpia; y despidiéndose de él y ofreciendo volver a verle con frecuencia, le dejó que se entregase a un sueño reparador.
Blanqueaba apenas el alba, cuando sintió Amado que llamaban a su puerta; echose de la cama, se puso aprisa una blusa y un pantalón de lienzo que vio colgados de un clavo, y fue a abrir. Era la dueña del jardín, que lo llamaba para el trabajo. Cogió los chismes el príncipe y la siguió. Todo el día se lo pasaron injertando, podando y traspasando; es decir, estas cosas las hacía la señorita, que se llamaba Florina; ella era la que con mucha maña y actividad enseñaba a Amado, que estaba hecho un papanatas, avergonzado de su ignorancia. Hacia la tarde, Florina le dijo:
-Se me figura que entendéis poco de este oficio; pero sabréis algún otro, eso no lo dudo. ¿Qué sabéis?
Amado se quedó muy confuso, y no acertó a contestar. Quería decir: «Sé extender la mano para que me la besen, y sé hacer cortesías graciosísimas que todos los figurines de mi reino han copiado, y sé...». Pero no se atrevió a responder así, figurándose que Florina no apreciaría bien el mérito de tales habilidades. Ésta, como le vio callado, añadió:
-Sospecho que carecéis completamente de instrucción; procurad, pues, atender a mis pobres lecciones, y siquiera aprenderéis el oficio de jardinero, que es muy bonito, y nunca faltará quien os dé pan para cuidar de los jardines.
En efecto, Florina siguió viniendo todas las mañanas a enseñar a Amado la jardinería. De paso le dio unas nociones de Botánica y Astronomía, y le corrigió las faltas gordas que cometía en la lectura y en la escritura, para que pudiese leer bien los libros que trataban de plantas y flores. Florina vestía con mucha sencillez trajes cortos y lisos para no enredarse en las matas, zapatos flojos para correr y un sombrerillo de paja; pero era tan linda, que Amado la miraba con gusto. Amado no podía consentir en que Florina fuese de la misma especie que las damas de la reina Serafina, que eran las pobrecillas tontas como ánsares, que se pasaban el día abanicándose y murmurando y que lloraban como perdidas cuando el príncipe no les alababa mucho el peinado o el traje. Resultó de estos pensamientos que Amado se enamoró de Florina, y un día se lo dijo, ofreciéndose casarse con ella. Florina contestó echándose a reír; y entonces Amado, muy ofendido porque pensó que Florina le despreciaba por su pobreza, declaró con orgullo que era el heredero del trono de Colmania. Pero Florina siguió riendo, y dijo a Amado:
-¡El trono de Colmania! Ese trono ya no existe; y, aunque fuerais su heredero, habíais de reinar tan mal, que no me lisonjearía nada compartir con vos la corona.
Amado lloró, se afligió; se arrodilló delante de Florina, la cual entonces le dirigió este discurso:
-Si es cierto que sois el príncipe de Colmania, yo os declaro que es una fortuna para vuestros vasallos el que no los gobernéis, siendo, como sois, incapaz todavía de gobernaros a vos mismo. Ahora bien; si queréis, caro príncipe, casaros conmigo, idos por el mundo y no volváis hasta que podáis ofrecerme un pequeño caudal ganado por vos, una flor descubierta por vos, una relación de vuestros viajes escrita por vos. Esta puerta estará siempre abierta, y yo esperándoos siempre aquí. Adiós, buen viaje.
-¿Y mis padres? -contestó Amado-. ¿No os acordáis de mis padres? ¡Tengo que vengarlos! ¡Tengo que libertarlos!
-En cuanto a vengarlos -repuso Florina-, ya lo ha hecho el rey de Malaterra. Después de conceder al conde del Buitre el cargo de primer ministro permitiéndole desempeñarlo por espacio de veinticuatro horas, lo ha encerrado en una jaula, colgándole al cuello la carta en que el conde se ofrece a entregar a traición el reino de Colmania, y así enjaulado lo pasean por Colmania, y en cada aldea los chicos le arrojan lodo y piedras y le silban e insultan. Al rey de Malaterra no le agradan los traidores, aunque se valga de ellos como de un despreciable instrumento. Por lo que toca a libertar a vuestros padres, os advierto que están libres; que viven muy tranquilos en un palacio que les ha concedido el rey de Malaterra; que nadie se mete con ellos, y que yo me encargaré de decirles que su hijo está sano y salvo, y que viaja para completar su educación.
No quiso oír más Amado, y emprendió el camino. Embarcose en el primer puerto de Malaterra como grumete de un navío mercante, y este cuento sería el de nunca acabar si os contase una por una las peripecias que en sus excursiones le sucedieron. Básteos saber que al cabo de algunos años volvió siendo el dueño de un caudalito que había ganado con su trabajo; de una flor preciosa descubierta en unos montes inaccesibles, que en los tiempos modernos ha vuelto a encontrarse y se ha llamado camelia, y de una descripción exactísima de sus viajes, en que se revelaban los muchos conocimientos adquiridos con el estudio y la práctica de la vida. Al regresar a Malaterra supo que el rey había muerto en una batalla y que mandaba su hijo, mancebo muy querido del pueblo, porque, sin ser tan aficionado a guerras como su padre, era valeroso e instruido, y no se desdeñaba de trabajar por sus manos ni de aprender continuamente. Llegó Amado a la capital, y presto encontró abierta la puertecilla del jardín. No dio dos pasos por él sin tropezar a Florina sentada en su banco de costumbre. En un minuto la enteró de cómo volvía, habiendo cumplido las condiciones que ella le impusiera. Entonces Florina le tomó de la mano y, llevándole hasta la verja que dividía su jardín, la abrió y entraron en otro jardín más hermoso y ancho. Anduvieron largo rato por arboledas magníficas, dejando atrás fuentes, estatuas y estanques soberbios, y al fin entraron por el peristilo de un gran palacio, y los guardias que estaban en la escalera se apartaron con respeto, dejando pasar a Florina. Ante una puerta cubierta con rico tapiz de seda y oro estaba un ujier, que, inclinándose, dijo:
-Su majestad espera.
Atónito Amado, iba a preguntar qué era aquello; pero se encontró en una espléndida sala, colgada de terciopelo carmesí y baldosada de mármol rojo y negro, en donde vio sentados a una mesa y jugando al ajedrez a dos viejecitos, en quienes conoció a Bonoso y Serafina. Éstos, al verle, arrojaron un grito, y llorando se fueron a abrazarle. Amado no sabía lo que le pasaba; pero más se admiró cuando vio a un rey joven y hermoso con corona de oro abrirle también los brazos, y pudo reconocer en él a Ignoto, el leñador de la selva. Afortunadamente, las cosas agradables se explican pronto, y así no tardó Amado en enterarse de que Ignoto era el hijo del rey de Malaterra que, disfrazado de leñador, estaba próximo a la frontera para ayudar a su padre en la sorpresa de Lagoumbroso; que había salvado a Amado porque le tomó cariño en aquella tarde en que Amado le vio cortar leña; que después de salvarle había querido instruirle, y para eso le había colocado en aquel jardín donde recibiese las lecciones de Florina; que Florina era hermana de Ignoto, y que, al casarla con Amado, le daba en dote el reino de Colmania. Me parece inútil añadir que con tan felices sucesos Bonoso y Serafina, que estaban ya algo chochitos, lloraban a más y mejor; que Florina y Amado no cabían en sí de gozo, y que todo era júbilo en el palacio. Para colmo de alegría, aquella noche el hada del Deseo cumplido vino a honrar con su presencia una cena ostentosísima y un baile mágico que se celebró en aquellos salones. El hada dijo a Bonoso y Serafina que, aunque habían hecho lo posible por que su hijo fuese infeliz, ella, ayudada del hada de la Necesidad, lograra educarlo algo para la Dicha. Los pobres reyes confesaron que eran unos bobos, y su buena intención hizo que el hada les perdonase, no sin encargarles que, cuando tuviesen nietos, no se mezclasen en su educación, por amor de Dios.
Aquí tenéis cómo el reino de Colmania volvió a ser regido por su legítimo príncipe Amado, a quien tanto querían. Los habitantes de aquel reino no se cansaban de admirar la metamorfosis que había experimentado el príncipe, que salió hecho un rapazuelo encanijado y medio bobo, y que volvía hombre robusto, inteligente y muy capaz de mandar él solo, sin necesidad de recurrir a ministros, que a veces pueden ser tan malos como el conde del Buitre. |