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Emilia Pardo Bazán

"El aviso"

Cuentos sacroprofanos

Biografía de Emilia Pardo Bazán en AlbaLearning

 
 
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El aviso
 

-No desconfiemos nunca -decía el padre Baltar, curtido ya en las lides del confesionario-, no desconfiemos nunca de la salvación de un alma, porque sería desconfiar también, ¡qué horror y qué absurdo! de la inefable Misericordia. ¿No han oído ustedes de unos granitos de trigo que se encontraron en el fondo de las Pirámides, allá en la cámara sepulcral de los Faraones, donde al parecer sólo existía la lobreguez de la muerte? Pues alguien que pasó por loco sembró ese trigo, y el grano, con sus dos mil años de fecha, germinó, echó espiguita y de aquella espiguita pudo amasarse una hogaza de pan. ¿Qué digo «pan»? ¡Se pudo amasar «una hostia», el cuerpo de Cristo sacramentado! Si los que registramos las tinieblas de las almas, que a veces son cámaras sepulcrales con hedor de muerte, dejásemos apagarse la lámpara de la esperanza, ¿qué haríamos?... ¡Sentarnos a llorar en las tinieblas!

Voy a referirles a ustedes -prosiguió- un sucedido, que puedo contar porque no lo aprendí en los dominios del sigilo absoluto, o sea en la confesión. El mismo protagonista de la historia se la confió a algún amigo, y aunque no hemos de considerarla pública, tampoco es hoy ningún secreto.

Era el héroe, a quien llamaré Román, un hombre como hay bastantes en la sociedad contemporánea; cristiano y católico, y hasta sincero creyente, pero indócil a la regla y a la ley y tomando por letra muerta los preceptos establecidos para vivificar las almas. No desacataba los mandamientos de la Iglesia; preciábase, al contrario, de observarlos; pero hacía mangas y capirotes de los de la ley de Dios; como aquí todos somos gente formal, no repararé en decir que el capítulo en que Román se creía más exento de obligación era el de las mujeres. Este error es comunísimo, y no contribuye poco a sostener la anemia y la miseria fisiológica de las generaciones actuales. La pureza de costumbres es un tónico, y el pueblo que sabe conservarla, conserva también la virilidad y la salud. Ya ven ustedes que prescindo del aspecto religioso y moral de la cuestión y sólo miro el social. Es para mí motivo de gran sorpresa el ver que hoy, con tanto como se invoca la higiene y se procura la robustez corporal, se erige en axioma que todo es lícito en ciertas materias, y las restricciones, antiguallas y ridiculeces deben caer en desuso. Suprimir la responsabilidad; desatar el apetito; cubrirlo todo con el manto de la risa; transformar el mundo civilizado en bosque donde el cazador acecha la caza, ¿qué es sino retroceder al estado de barbarie? No me extraña el retroceso en los ateos y en los impíos, que van a él por la fuerza de la necesidad moral; pero me duele que almas como la de Román, a pesar de continuas amonestaciones allí donde no hablamos nosotros sino Jesucristo en persona, a pesar de la medicina, recaigan siempre, desdeñando parte de la ley como se desdeña un texto viejo y arrinconado.

Viniendo a la historia -continuó el padre reponiéndose de una involuntaria emoción-, diré a ustedes que Román, acérrimo defensor de una causa política siempre vencida, guerrillero varias veces, se había visto en trances apuradísimos, y en la última guerra civil, encontrándose rodeado de enemigos, herido y perdiendo sangre, debió la vida a un indomable veterano, el general Andueta, que, con riesgo de la suya, le acorrió. Cuidóle después en la ambulancia, le escogió para ayudante, y tratada la paz, le proporcionó medios de que viviese en Madrid con algún decoro. Retirado hacía años Andueta con su familia en una aldea de los Pirineos, enfermo y acribillado de mal cerradas cicatrices, Román casi no sabía de él, pero conservaba el culto de su recuerdo, y a veces me daba una misita de a duro «por la salud y la dicha del general Andueta, marqués de la Real Confianza». Entro en estos pormenores para que vean ustedes si tenía chispa de incrédulo Román. ¡De incrédulo! Tanto como de ingrato... Las misas las ayudaba él en persona.

Indiferente por naturaleza al lucro, siempre apurado de dinero, vivía Román en una modesta casa de huéspedes de la calle de Atocha, con las incomodidades y estrecheces propias de tales alojamientos. Era el verano, tiempo en que Madrid se despuebla, y sólo tres huéspedes albergaba la posada: un burgalés venido a despertar cierto expediente; Román, que era fijo, y una señorita como de diecinueve años, silenciosa, triste, vestida pobremente, de riguroso luto. El humor franco y comunicativo de Román no bastaba para animar la mesa redonda; pero a pocos días marchóse el burgalés y quedaron solos Román y la señorita, comiendo y almorzando juntos. No sería Román el que era, no tendría el criterio que tenía si no juzgase ridículo verse mano a mano con una mujer joven y agraciada y no ponerla, como suele decirse, los puntos. No sentía por ella pasión, ni aun el capricho tenaz que la remeda; no le quitaba el sueño por ningún estilo la enlutada a Román; pero la encontraba allí, y era suficiente. Informóse de la pupilera, y averiguó que la señorita se llamaba María Mestre; que era huérfana; que venía muy recomendada de unas monjas de Pamplona a buscar colocación en alguna casa rica para acompañar señoritas o cuidar de los niños; que se dudaba que la encontrase, ni aun a la entrada del invierno, porque para tales oficios sólo gustan las extranjeras, las gringas; y que doña Micaela, la susodicha patrona, le aconsejaba que bajase los humos y entrase de doncella, único medio de saldar la cuenta del hospedaje, que iba engrosando.

Semejantes noticias, lejos de purificar la intención de Román respecto a la pobre muchacha, la inflamaron con el torpe incentivo de la fácil ocasión. No formó ningún plan, sino que se dejó llevar de la corriente, y la estrategia se la dictaron los acontecimientos. Empezó prodigando a María mil atenciones en la mesa, y la muchacha comenzó a deponer su reserva y mutismo. Estas cosas se enredan como los gajos de cereza; de dar gracias y decir sí y no, se pasa a dialogar, de dialogar a platicar; de aquí a la sobremesa larga y a celebrar ocurrencias y chistes, luego al contento de estar juntos, a aceptar un paseíto a la hora en que refresca, en la jardinera tranvía; más tarde, una taza de chocolate o un vaso de horchata de chufas; después la excursión de noche, a pie, hacia las arboledas de la Florida o del Depósito de Aguas... Finalmente, llegó Román a requerirla de amores y ella a dejarse requerir, pues la afición ya tenía raíces en el pensamiento. Suprimo -advirtió con dignidad el sacerdote- los detalles de ésta que bien puede llamarse seducción, porque ni debo puntualizarlos ni hay quien no los advine. Aunque María, inexperta y abandonada, quiso defenderse, no lo hizo con la resolución necesaria, y hubo un día en que Román la combatió de tal suerte que pudo dar por hecho que aquella misma noche conseguiría su vergonzoso triunfo. Quedaron citados, y Román, agitado e intranquilo sin saber por qué, se echó a la calle con ánimo de entretener las horas que faltaban.

Hacía un calor bochornoso; el celaje madrileño estaba color de plomo y púrpura, como el del célebre boceto de Goya, y la tempestad amagaba con rápidas exhalaciones, que por momentos rasgaban con luz sulfúrea las nubes. Román iba al azar, callejeando, distraído y absorto, sin reflexionar en que, cuando dentro de la lógica del pecado debía hallarse gozoso, en realidad sentía una especie de angustia. La costumbre le trajo a las puertas de la iglesia donde yo celebraba entonces y donde muchas veces me había servido de acólito. Vio que entraba gentío y entró también por instinto o pensando tal vez que un acto de devoción atenuaba la gravedad del delito ya inminente... La iglesia estaba iluminada por cientos de cirios; el altar mayor adornado con flores; revestidas de colgaduras de damasco encarnado las paredes; era el último día de una solemne novena, y había manifiesto, gozos, reserva y plática.

-¿Predicaba usted? -exclamamos interrumpiendo al padre Baltar.

-Creo que sí -contestó, algo cortado-; pero no me atribuyan ustedes mérito ninguno, porque cuando Román entró en la iglesia, el sermón había concluido e iban a reservar. ¡El único predicador que da en mitad del corazón es Cristo! Román fijó la mirada en el Sagrario, y al reflejo de los cirios, conservando tal vez en la pupila el color de las nubes o el tono de las cortinas, vio que la Sagrada Forma no era blanca, sino roja, de un rojo intenso, ¡rojo de sangre! Espantado se abrió camino entre la multitud, y salió a la calle, y halló el cielo no ya encarnado a trechos, sino incendiado todo él, como una hoguera; y volviendo a entrar en el templo, se arrodilló, sollozó, y sólo cuando salió el último fiel y comprendió que se iba a cerrar tomó lentamente el rumbo de su posada...

¿Creerán ustedes que iba arrepentido, que iba resuelto a quitarse del peligro y del pecado?... ¡Ojalá! No por cierto. Sería no conocer la psicología de hombres como Román. Iba a la manera del esquife cuando una ola lo sube y otra lo baja, y, sin embargo, poco a poco se acerca al abismo. Al ascender por la escalera de la casa de huéspedes, ya casi había desechado el temor, y las lágrimas de atrición se habían secado en sus ojos... Entró en el comedor con la fiebre de la culpable esperanza, con el vértigo de una ilusión que viste de flores cuanto toca... Allí debía esperarle María. Y allí le esperaba, en efecto; pero con ella, en íntimo coloquio, se encontraba también un mozo de veinte años, de riguroso luto igualmente y tan parecido a María, que el más ciego los tuviera por hermanos. Al entrar Román se levantó el enlutado mozo y le tendió una carta, y como Román le mirase sorprendido, dijo cortés y tristemente:

-Es de su amigo de usted, del general Andueta.

-¡Del general Andueta! -repitió, aturdido y sin comprender, Román.

-Soy su hijo... Ésta es mi hermana -explicó con afabilidad el muchacho-. Aquí usaba el nombre de mamá porque ya ve usted..., teniendo que ponerse a servir..., un apellido tan famoso como el de Andueta... No diga usted nada a nadie, que yo también vengo con ánimo de trabajar, y me da fatiga. Seremos Mestre hasta que Dios...

-Pero mi general..., su padre de usted... -tartamudeó Román, que temblaba con todo su cuerpo y hasta con su alma.

-Ha subido al cielo... -pronunció el mozo con solemnidad-. Escribió esta carta muy poco antes de morir, para recomendarme a usted..., porque decía que era usted su mejor amigo, su otro hijo, y que era usted muy bueno..., ¡muy bueno! En usted confiamos, pues...

-Y de esta vez, ¿se dio Román por avisado? -preguntamos al padre Baltar.

-Tan avisado..., que aquella misma noche se mudó a otra posada, y al año se casó con María... ¡Un matrimonio ejemplar!

-¡El granito de trigo! -exclamamos satisfechos.

«Blanco y Negro», núm. 298, 1897

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