Al separarse del cuerpo, aquel alma iba satisfecha; casi me atrevo a decir que le retozaba la alegría. ¡Por fin! Había llegado el instante venturoso de recoger el premio de una vida entera de virtudes. A Cándido, en la tierra, le llamaban «el santo». Y los santos, es al morir cuando hacen el negocio.
Así discurría el alma, ascendiendo suavemente hacia el empíreo por campos de luz y praderías de estrellas. El solo hecho de no ser arrastrada al profundo abismo anunciaba ya la próxima beatitud. Subía, subía, sin esfuerzo, como si, por debajo de los brazos, la empujasen manos cariñosas. Eran, sin duda, los ángeles de su guarda, pues aquel alma creía tener más de uno, requisito sin el cual la santidad es doblemente difícil de conseguir.
Descansando algún ratito en vellones de nubes, columpiándose en el anillo de un astro, el alma iba acercándose al luminoso centro del primer cielo, que gira en torno del segundo como rueda de oro incandescente. Y a la puerta de entrada de aquel brillante espacio, que era un arco gigantesco de fuego puro y fijo, el alma vio realmente a un ángel, sin duda el portero, de cuya voluntad dependía que se le franquease el ingreso en el paraíso.
Llena de confianza se acercó el alma, suponiendo que no tropezaría con la menor dificultad; pero el ángel, no risueño y gracioso, sino severo y esclavo de la consigna, la detuvo con sólo un blandir de la espada sinuosa que serpenteaba y centelleaba en su diestra.
-Alto ahí -ordenó el vigilante-. No se pasa hasta que esté averiguado tu derecho. Aquí hay jueces de las almas. Vas a comparecer ante su tribunal.
El alma, segura de sí misma, hizo una señal de aquiescencia, y al punto los jueces, vestidos de togas verdes y provistos de balanza y platillos, se presentaron, rígidos y en fila, en el umbral.
-Habla, que te oímos -advirtieron a Cándido, que sin explicarse la razón, sintió un escalofrío leve a lo largo del espinazo.
-¿Me pedís que hable, oh justos jueces? -murmuró estremecido aún-. ¿Queréis saber mis pecados? Serán muchos, pero creo haberlos confesado escrupulosamente, y además, me conviene que se sepa en el cielo que he sido llamado «el santo» por mis contemporáneos y convecinos. Al confesarme, recuerdo que me costaba trabajo encontrar materia de qué acusarme... Esto no quiere decir que yo me suponga perfecto. ¡No! Al contrario, me creo un gusanillo, un miserable...
-Lo que has de hacer -ordenó el primer juez- no es acusarte de pecado alguno, sino referir cómo has vivido y qué has hecho allá en tu planeta. De ese relato saldrá el conocimiento de tus culpas.
Cándido reflexionó.
-Se me figura, señores jueces -repuso con mayor humildad-, que he vivido honestamente, y que, hasta donde alcanza mi comprensión, he practicado la virtud. Siendo todavía muy joven, favorecí a un amigo, al cual me traje a vivir a mi lado porque estaba en la indigencia, era algo perezoso y no sabía ganarse la vida, y partí con él toda mi hacienda, hasta que un día me pidió que le hiciese donación de mis bienes, y se la hice, y al siguiente se escapó con una muchacha que, por cierto, era mi novia, la única que tuve... Después mi padrino me dejó una herencia considerable, y entonces me consagré a gastarla toda en socorrer a los necesitados...
-¿A qué necesitados?, preguntó el tercer juez.
-¿A qué necesitados, señor juez? -contestó algo sorprendida el alma-. A los que necesitan a los que no tienen... Es decir... Perdón, señor... Me he expresado mal... A los que me dijeron que necesitaban. Sí, señor; y puede que... Ahora lo comprendo... Parece que se rasga un velo ante mis ojos... Puede que yo, de puro confiado, no me enterase bien de si aquella gente a quien socorría lo necesitaba efectivamente, y hasta puede que, en cierto modo, al mostrarme liberal con ellos, haya defraudado a otros más dignos de mi compasión... No me cabe duda; así debió de ser... ¡Cuando digo que soy un gusano!
Los jueces se miraron y trocaron una seña confidencial.
-En este momento -prosiguió Cándido- parece que me saltan a la vista las cosas que hice y que acaso no debí hacer. Mi intención era excelente... Sí, lo que es por la intención no se me podía acusar. Presté sin garantía alguna a tramposos reconocidos, y, naturalmente, no sólo no me devolvieron un céntimo, sino que me volvieron la espalda. Afiancé a gente sin responsabilidad, y hube de ser quien respondiese. Y cuando me encontraba en la calle a estos sujetos, daba la vuelta para no cruzarme con ellos, porque sentía vergüenza. Era yo el avergonzado, yo el que evitaba su contacto, temeroso de afligirles y afligirme.
Los jueces conmovidos, cambiaron una expresiva mirada. Estaban deseando hacerle alguna demostración de cariño, mas no lo consentía su cargo. La actitud benévola de los jueces animó al reo, y continuó el relato de sus fechorías.
-Una vez... Sospecho que esto que voy a referir es lo peor... Les va a parecer un disparate... Una vez vino a pedirme compasión un hombre desconocido y todo derrotado... Me refirió su historia, y atribuyó lo malo que de él se contaba a envidias y a calumnias. Me pintó el cuadro de su familia: su mujer enferma, su hijo encanijado... Me aseguró que no encontraba colocación alguna, y que estaba deseoso de trabajar, de ganarse honradamente el sustento... Hasta lloró, señores jueces, hasta lloró. Le caían así las lágrimas. Yo entonces me propuse buscarle acomodo, y le recomendé como si lo conociese de antiguo, y con tal calor, que le saqué un buen puesto...
-Sí, sí -rezongaron los jueces-. Eso hacéis en la tierra. Recomendáis sin más ni más. Hasta aquí llega lo de las recomendaciones. Hay quien las trae para nosotros y para San Pedro a fin de obtener en el cielo mejor lugar...
-Señores jueces -temblequeó el alma-; ya vi que hacía muy mal... Es decir, ya lo vi después. Porque mi recomendado, a poco de desempeñar su cargo en la fábrica, robó la caja, y para ocultar el delito puso fuego al edificio, que ardió por completo -¡y no estaba asegurado!-. Cuando se descubrió el pastel, mi hombre ya iba camino de la América del Sur...
-Te luciste, Cándido -dijeron irónicos los jueces.
-Creí acertar -suspiró el reo, agachando la cabeza-. He pagado también muy cara mi confianza excesiva. Me castigó la realidad; sólo que la lección, ni yo sabía aprovecharla, ni, a la verdad, me dejaron tiempo de empaparme de ella. La recibí la víspera de mi muerte.
Había yo tomado... no, recogido en la calle, a un muchachito, a quien llamaba criado, aunque de nada me servía. No tenía padre, y me había impuesto el deber de mirarle como a un hijo. Era holgazán, vicioso, malintencionado, y yo pensaba que todos estos defectos eran debidos al abandono en que había vivido, hasta entonces, a su desgracia. La idea de que pueda haber hombres malos por naturaleza, orgánicamente, yo la rechazaba, y entendía que con mis bondades sanearía aquel espíritu y curaría sus úlceras. ¿No es verdad que tenía razón?
Los jueces no contestaron. Hasta hubo uno que frunció temerosamente el entrecejo.
-Pues el que ya llamaba hijo adoptivo, una noche en que yo guardaba en casa una fuerte cantidad que me habían entregado para ir distribuyéndola en limosnas, me sorprendió durante mi sueño y me dio una puñalada en el costado de la cual fallecí al día siguiente. Cuando le vi coger con manos ensangrentadas los billetes de banco, recuerdo que le dije: «Hijo mío, ¿por qué no me lo pedías?».
Sacaron los jueces unas tabletas y en ellas anotaron, después de preguntárselo al alma, el nombre de las personas caritativas que le habían encargado de repartir socorros. Y como quisiere saber la razón del apunte, le respondieron:
-¡Porque irán al mismo sitio que tú!
-¿A dónde?, interrogó con afán Cándido.
Sin contestar, los jueces se retiraron, y el ángel avanzó, siempre blandiendo su espada ígnea. Se acercó a Cándido y le dio paz en el rostro, tiernamente, efusivamente. Hecho lo cual ordenó:
-Sígueme.
-Pero ¿no entro en el edén? ¿No me dejas pasar, celestial portero?
-No puede ser... Y mira que lo siento mucho... ¡Vamos al limbo de los justos o seno de Abraham! ¡Los santos como tú, ahora, no se nos cuelan aquí!
El Imparcial, 10 de marzo de 1919 |