El empleado que despachaba los billetes en la taquilla de la estación del Norte no pudo reprimir un movimiento de sorpresa, cuando la infantil vocecica pronunció, en tono imperativo:
-¡Dos de primera.... a Paris!...
Acercando la cabeza cuanto lo permite el agujero del ventano, miró a su interlocutora y vio que era una morena de once o doce años, de ojos como tinteros, de tupida melena negra, vestida con rico y bien cortado ropón de franela inglesa, roja y luciendo un sobrerillo jockey de terciopelo granate que le sentaba a las mil maravillas. Agarrado de la mano traía la señorita a un caballerete que representaba la misma edad sobre poco más o menos, y también tenía trazas en su semblante y atavío de pertenecer a muy distinguida clase y muy acomodada familia. El chico parecía azorado; la niña, alegre, con nerviosa alegría. El empleado sonrió a la gentil pareja y murmuró como quien da algún paternal aviso:
-¿Directo o a la frontera? A la frontera... son ciento cincuenta pesetas, y...
-Ahí va dinero -contestó la intrépida señorita, alargando un abierto portamonedas.
El empleado volvió a sonreír, ya con marcada extrañeza y compasión, y advirtió:
-Aquí no tenemos bastante...
-¡Hay quince duros y tres pesetas! -exclamó la viajerilla.
-Pues no alcanza... Y para convencerse, pregunten ustedes a sus papás.
Al decir esto el empleado, vivo carmín tiñó hasta las orejas del galán, cuya mano no había soltado la damisela, y ésta, dando impaciente patada en el suelo, gritó:
-¡Bien..., pues entonces..., un billete más barato!
-¿Cómo más barato? ¿De segunda? ¿De tercera? ¿A una estación más próxima? ¿Escorial, Ávila...?
-¡Ávila... sí; Ávila.... justamente, Ávila...! -respondió con energía la del rojo balandrán.
Dudó el empleado un momento; al fin se encogió de hombros como el que dice: «¿A mí qué?, ya se desenredará este lío»; y tendió los dos billetes, devolviendo muy aligerado el portamonedas...
Sonó la campana de aviso; salieron los chicos disparados al andén; metiéronse en el primer vagón que vieron, sin pensar en buscar un departamento donde fuesen solos, y con gran asombro del turista británico que acomodaba en un rincón de la red su valija de cuero, al verse dentro del coche se agarraron de la cintura y rompieron a brincar...
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¿Cómo principió aquella pasión devoradora, frenética, incendiaria? ¡Ah! Los orígenes primeros de lo grave y trascendental en nuestra vida son insignificantes menudencias, pequeñeces míseras, átomos morales que se asocian en un torbellino molecular, y a fuerza de dar vueltas y más vueltas sobre sí mismo, el torbellino se redondea, se solidifica, adquiere forma, toma la consistencia del diamante... No desconfiéis nunca en la vida de las cosas grandes que se presentan con imponente aparato; esas ya avisan, y hay medio de precaverse; temed a las tentaciones menudas, a los peligros sutiles e insidiosos. Toda la teoría de los microbios, hoy admitida, ¿qué es sino demostración de la importancia capital de lo infinitamente pequeño?
La pasión empezó, pues, del modo más sencillo, más inocente y más bobo... Empezó por una manía... Ambos eran coleccionistas. ¿De qué? Ya lo podéis presumir vosotros, los que frisáis en la edad de mis héroes. La afición a coleccionar suele desarrollarse entre los cuarenta y los sesenta; apenas he visto un bibliómano joven, y las tiendas de los chamarileros son más frecuentadas por señoras respetables que por alegres mozos. Hay, sin embargo, una excepción a esta regla general, y es la chifladura por reunir sellos de correos. Sin que yo niegue que pueden padecerla muy graves personajes, la verdad es que el período en que suele hacer estragos es la etapa comprendida entre los diez y los quince. Y en ese lustro auroral que separa la edad del trompo y la cuerda de la edad del pavo, vivían mis dos enamorados fugitivos del tren.
Ya se ha dicho que su galeoto, el libro de Lanzarote y Ginebra donde bebieron la ponzoña amorosa, fue el coleccionismo, la manía de la filatelia, común a entrambos. El papá de Serafina, vulgo Finita, y la mamá de Francisco, vulgo Currín, se trataban poco; ni siquiera se visitaban, a pesar de vivir en la misma opulenta casa del barrio de Salamanca; en el principal, el papá de Finita, y en el segundo, la mamá de Currín. Currín y Finita, en cambio, se encontraban muy a menudo en la escalera, cuando él iba a clase y ella salía para su colegio; pero, valga la verdad ni habrían reparado el uno en el otro si no fuera porque cierta mañana, al bajar las escaleras, Currín notó que Finita llevaba bajo el brazo un objeto, un libro encuadernado en tafilete rojo.... ¡libro tantas veces codiciado y soñado por él! «¡Mamá me debía haber comprado uno así, carambita! En cuanto me examine y saque nota, ya me lo está comprando. ¡No faltaba más! El mío es una porquería... « De esto a rogar a Finita que le enseñase el magnífico álbum de sellos mediaba un paso. Finita, en el mismo descanso de la escalera, accedió a los ruegos de Currín; pusieron el álbum sobre la repisa de la ventana, y se dieron a hojearlo con vivacidad.
-Esta página es del Perú... Mira los de las islas Hawai... Tengo la colección completa...
Y desfilaban los minúsculos y artísticos grabaditos con que cada nación marca y autoriza su correspondencia; los aristocráticos perfiles de las dinastías sajonas, que se desdeñan de mirarnos a la cara, y las burguesas y honradas fisonomías de los presidentes de Estados americanos, siempre de frente; la República francesa, con sus dos airosas figuras que se dan la mano, y el reyecillo español, con su redonda cabeza de bebé; los sellos chinos y su dragón; los turcos y su cimitarra; don Carlos, recuerdos de nuestras vicisitudes políticas, y don Amadeo, efímera memoria de la misma agitada época; los preciosos sellos de Terranova, con la testa entonces ideal del príncipe de Gales, y los fastuosos sellos de las colonias británicas, en que la abuelita Victoria aparece oficiando de emperatriz... Currín se embelesaba y chillaba de cuando en cuando, dando brincos:
-¡Ay! ¡Ay! ¡Caracoles, qué bonito! Esto no lo tengo yo...
Por fin, al llegar a uno muy raro, el de la República de Liberia, no pudo contenerse:
-¿Me lo das?
-Toma -respondió con expansión Finita.
-Gracias, hermosa -contestó el galán.
Y como Finita, al oír el requiebro, se pusiese del color de la cubierta de su álbum, Currín reparó en que Finita era muy mona, sobre todo así, colorada de placer y con los negros ojos brillantes, rebosando alegría.
-¿Sabes que te he de decir una cosa? -murmuró el chico.
-Anda, dímela.
-Hoy no.
La doncella francesa que acompañaba a Finita al colegio había mostrado hasta aquel instante risueña tolerancia con la digresión filatélica; pero parecióle que se prolongaba mucho, y pronunció un mademoiselle, s'il vous plait, que significaba: «Hay que ir al colegio rabiando o cantando, conque..., una buena resolución.»
Currín se quedó admirando su sello... y pensando en Finita. Era Currín un chico dulce de carácter, no muy travieso, aficionado a los dramas tristes, a las novelas de aventuras extraordinarias y a leer versos y aprendérselos de memoria. Siempre estaba pensando que le había de suceder algo raro y maravilloso; de noche soñaba mucho y, con cosas del otro mundo o con algo procedente de sus lecturas. Desde que coleccionaba sellos soñaba también con viajes de circunnavegación y países desconocidos, a lo cual contribuía mucho el ser decidido admirador de Julio Verne... Aquella noche realizó dormido una excursioncita breve... a Terranova, al país de los sellos hermosos. Mejor dicho, no era excursión, sino instantánea traslación; y en una playa orlada de monolitos de hielo, que alumbraba una aurora boreal, Finita y él se paseaban muy serios, cogidos del brazo...
Al otro día, nuevo encuentro en la escalera. Currín llevaba duplicados de sellos para obsequiar a Finita. En cuanto la dama vio al galán, sonrió y se acercó con misterio:
-Aquí te traigo esto... -balbució él. Finita puso un dedo sobre los labios, como para indicar al chico que se recatase de la francesa; pero constándole a Currín que no había en el obsequio de los sellos malicia alguna, fue muy resuelto a entergarlos. Finita se quedó, al parecer, algo chafada; sin duda, esperaba otra cosa, misteriosa, ilícita, y llegándose vivamente a Currín, le dijo entre dientes:
-¿Y... aquello?
-¿Aquello?...
-Lo que me ibas a decir ayer...
Currín suspiró, se miró a las botas y salió con esta pata de gallo:
-Si no era nada...
-¡Cómo nada! -articuló Finita, furiosa-. ¡Pareces memo de la cabeza! Nada, ¿eh?
Y el muchacho, dando tormento al rey Leopoldo de Bélgica, que apretaba entre sus dedos se puso muy cerquita del oído de la niña, y murmuró suavemente:
-Sí, era algo... Quería decirte que eres... ¡más guapita!
Y espantado de su osadía echó a correr escalera abajo, y del portal salió en volandas a la calle.
Al otro día Currín escribió unos versos (poseo el original) en que decía a su tormento:
Nace el amor de la nada; de una mirada tranquila; al girar de una pupila e halla un alma enamorada...
Endeblillos y todo, graves autores aseguran que Currín los sacó de un libro que le prestó un compañero... Mas ¿qué importa? El caso es que Currín se sentía como lo pintaban los versos: enamorado, atrozmente enamorado... No pensaba más que en Finita; se sacaba la raya esmeradamente, se compró una corbata nueva y suspiraba a solas.
Al fin de la semana eran novios en regla. La doncella francesa cerraba los ojos... o no veía, creyendo buenamente que de sellos se hablaba allí, y aprovechaba el ratito charlando también de lo que le parecía con su compatriota el cocinero...
Cierta tarde creyó el portero que soñaba, y se frotó los ojos. ¿No era aquélla la señorita Serafina, que pasaba sola, con un saquillo de piel al brazo? ¿Y no era aquel que iba detrás el señorito Currín? ¿Y no se subían los dos a un coche de punto, que salía echando diablos? «¡Jesús, María y José! ¡Pero cómo están los tiempos y las costumbres! ¿Y adónde irán? ¿Aviso o no aviso a los padres? ¿Qué hace en este apuro un hombre de bien? ¿Me recibirán con cajas destempladas.... o caerá una propinaza de las gordas?»
-Oye, tú -decía Finita a Currín, apenas el tren se puso en marcha-: Avila ¿cómo es? ¿Muy grande? ¿Bonita lo mismo que París?
-No... -respondió Currín con cierto escepticismo amargo-. Debe de ser un pueblo de pesca.
-Pues entonces..., no conviene quedarse allí. Hay que seguir a París. Yo quiero ver a París a todo trance; y también quiero ver las Pirámides de Egipto.
-Sí... -murmuró Currín, por cuya boca hablaban el buen sentido y la realidad-, pero.... ¿y los monises?
-¿Los monises? -contestó, remedándole, Finita-. Eres más bobo que el que asó la manteca. ¡Se pide prestado!
-¿Y a quién?
-¡A cualquiera!
-¿Y si no nos lo quieren dar?
-¿Y por qué no, melón de arroba? Yo tengo reloj que empeñar. Tú también. Empeño, además, el abrigo nuevo; me va asando de calor. No sirves para nada... ¡Escribimos a papás que nos envíen... un..., un bono.... no, una letra! Papá las está mandando cada día a París y a todas partes.
-Tu papá estará echando chispas... ¡Nos mandará un demontre!... Como mi mamá... ¡La hicimos, Finita!... No sé qué será de nosotros.
-Pues se empeña el reloj, y en paz... ¡Ay! ¡Lo que nos divertiremos en Avila! Me llevarás al café.... y al teatro.... y al paseo...
Cuando oyeron cantar: «¡Avila! ¡Veinticinco minutos!...», saltaron del tren; pero al sentar el pie en el andén se quedaron indecisos, aturullados. La gente salía, se atropellaban hacia la fonda, y los enamorados no sabían qué hacer.
-¿Por dónde se va a Avila? -preguntó Currín a un faquino, que viendo a dos niños sin equipaje se encogió de hombros y se alejó.
Por instinto se encaminaron a una puerta, entregaron sus billetes y, asediados por un solícito mozo de fonda, se metieron en el coche, que los llevó a la del Inglés...
Acababa de recibir el señor gobernador de Avila telegrama de Madrid «interesando la captura» de la apasionada pareja. Era urgentísimo el aviso, y delataba la congoja de una familia sumida en la angustia y la desesperación. Mejor dicho, dos familias debían de ser las desesperadas. La captura se verificó en toda regla, no sin risa por un lado y declamaciones lo que «cunde la inmoralidad», por otro.
Los fugitivos fueron llevados a Madrid, y acto seguido, Finita quedó internada en las Dames anglaises y Currín en un colegio de donde no se le permitió salir en un año, ni aun los domingos. Con motivo del trágico suceso, el papá de Finita y la mamá de Currín se relacionaron y conferenciaron largo y tendido, quedando acordes en que era preciso «echar tierra», «desorientar la opinión...», «hacer la conspiración del silencio». Con tal motivo el papá de Finita reparó en lo bien conservada que estaba la mamá de Currín, y ésta notó en el banquero excelentes condiciones de hombre práctico en los negocios y de caballero galán con las damas. Su amistad se consolidó, y hay quien cree que se visitan a menudo.
No se presume, sin embargo, que jamás se hayan escapado juntos... ¿Para qué? |