Conocí en su vejez a un famoso calaverón que vivía solitario, y al parecer tranquilo, en una soberbia casa, cuidándose mucho y con un criado para cada dedo, porque la fortuna -caprichosa a fuer de mujer, diría algún escritor de esos que están tan seguros del sexo de la fortuna como yo del del mosquito que me crucificó esta noche- había dispuesto (sigo refiriéndome a la fortuna) que aquel perdulario derrochase primero su legítima, después la de sus hermanos, que murieron jóvenes, luego la de una tía solterona, y al cabo la de un tío opulento y chocho por su sobrino. Y, por último, volvieron a ponerle a flote el juego u otras granjerías que se ignoran, cuando ya había penetrado en su cabeza la noción de que es bueno conservar algo para los años tristes. Desde que mi calvatrueno (llamábase el Vizconde de Tresmes) llegó a persuadirse de que interesaba a su felicidad no morirse en el hospital, cuidó de su hacienda con la perseverancia del egoísmo, y no hubo capital mejor regido y conservado. Por eso, al tiempo que yo conocí al vizconde -poco antes de que un reuma al corazón se lo llevase al otro barrio- era un viejo rico, y su casa -desmintiendo la opinión del vulgo respecto a las viviendas de los solteros- modelo de pulcritud y orden elegante.
Miraba yo al vizconde con interés curioso, buscando en su fisonomía la historia íntima del terrible traga corazones, por quien habitaba un manicomio una duquesa, y una infanta de España había estado a punto de echar a rodar el infantazgo y cuanto echar a rodar se puede. Si no supiese que veía al más refinado epicúreo, creería estar mirando los restos de un poeta, de un artista de uno de esos hombres que fascinan porque su acción dominadora no se limita a la materia, sino que subyuga la imaginación. Las nobles facciones de su rostro recordaban las del Volfango Goethe, no en su gloriosa ancianidad, sino más bien en la época del famoso viaje a Italia; es decir, lo que serían si Goethe, al envejecer, conservase las líneas de la juventud. Aquella finura de trazo; aquella boca un tanto carnosa; aquella nariz de vara delgada, de griega pureza en su hechura; aquellas cejas negrísimas, sutiles, de arco gentil, que acentúan la expresión de los vivos y profundos ojos; aquellas mejillas pálidas, duras, de grandes planos, como talladas en mármol, mejillas viriles, pues las redondas son de mujer o niño; aquel cuello largo, que destaca de los bien derribados hombros la altiva cabeza... todo esto, aunque en ruinas ya, subsistía aún, y a la vez el cuerpo delataba en sus proporciones justas, en su musculosa esbeltez, algo recogida como de gimnasta, la robustez de acero del hombre a quien los excesos ni rinden ni consumen. Verdad que estas singulares condiciones del vizconde las adivinaba yo por la aptitud que tengo para restar los estragos de la vejez y reconstruir a las personas tal cual fueron en sus mejores años.
Gustaba el vizconde de charlar conmigo, y a veces me refería lances de su azarosa vida, que no serían para contados, si él no supiese salvar los detalles escabrosos con exquisito aticismo, y cubrir la inverecundia del fondo con lo escogido de la forma. No obstante, en las narraciones del vizconde había algo que me sublevaba, y era la absoluta carencia de sentido moral, el cinismo frío, visible bajo la delicada corteza del lenguaje. Punzábame una curiosidad, y pensaba para mí: «¿Será posible que este hombre, que para sus semejantes ha sido no sólo inútil, sino dañino; que ha libado el jugo de todas las flores sacando miel para embriagarse de ella, aunque la destilase con sangre y lágrimas; este corsario, este negrero del amor, repito, será posible que no haya conservado nada vivo y sano bajo los tejidos marchitos por el libertinaje? ¿No tendrá un remordimiento, no habrá realizado un acto de abnegación, una obra de caridad?»
Un día me resolví a preguntárselo directamente.
-Porque al fin -le dije-, en las batallas que usted solía ganar haya muertos y heridos; solo que, como en las heridas de estilete, la hemorragia es interna, pues el honor manda callar y sucumbir en silencio. ¡Cuántos maridos, cuántos hermanos, cuántos padres (sin hablar de las propias víctimas) habrán ardido por culpa de usted en un infierno de vergüenza!
-¡Bah! No lo crea usted -respondía el Don Juan sin alterarse en lo más mínimo-. En estas cuestiones, los expertos somos un poquillo fatalistas. ¡Lo escrito se cumple! Y lo que yo, por escrúpulos más o menos justificados, desperdiciase, otro lo recogería, quizá con menos arte, tino y miramiento que yo. La pavía madura cuelga de la rama y va por instantes a desprenderse del tallo. El que pasa y la coge suavemente le ahorra el sonrojo de caer al suelo, de mancharse, de ser pisada...
Al ver que su extraño razonamiento me dejaba algo perplejo, el vizconde añadió:
-A pesar de todo, confieso que hice un acto de abnegación y que tengo un remordimiento...
Esperé, y el viejo, apoyando la barba en dos dedos de la mano izquierda, habló con lentitud y en tono menos irónico que de costumbre:
-Ha de saber usted que tuve una hermana que se casó y se murió casi en seguida (en mi casa todos murieron jóvenes y tísicos, excepto yo, que absorbí la fuerza que debía repartirse entre los demás). Mi cuñado, poco después, se cayó de un caballo y no sobrevivió a la caída. Quedó una niña, bonita como un serafín. Yo era su tutor, y aunque cuidé bien de su educación y de sus intereses, la veía poco, porque no me gustaban los chiquillos. Vino la pubertad, y entonces la criatura tomó formas menos angélicas y más apetecibles para los humanos. Y, cosa rara, si de chiquilla, al verme, se deshacía en fiestas y se volvía loca de gozo, ya de mujercita no parecía sino que la afligía mi presencia. y me acuerdo que hasta sufrió un síncope porque le di un beso paternal... Paternal (se lo afirmo a usted bajo palabra de honor), porque tenemos la tontería de figurarnos que los que conocimos niños no llegan nunca a personas mayores...
Con todo, ciertos errores pronto se disipan, y como los síntomas iban acentuándose, no tardé en conocer la índole de la enfermedad... La muchacha repito que era una hermosura. Le enseñaré a usted su retrato, y me dirá si exagero. Aparte de esto de la belleza, nunca vi mujer que más traspasada se mostrase. Rendida ya, vencida por fuerza superior a su albedrío, lejos de huirme me seguía y buscaba incesantemente, y se leía en sus ojos, en su voz y en sus menores acciones que era tan mía, tan mía, que podía yo marcarle en la frente la ese y el clavo. Mi edad era entonces la de las pasiones violentas; tenía treinta y ocho años...; pero ¡así y todo!...
-¿No se resolvió usted a coger la pavía?
-No era pavía, como usted verá -respondió el calaverón, frunciendo las cejas-. Lo que puedo decir a usted es que al comprender la realidad, huí de mi sobrina, viajé, y estuve ausente más de un año y al ver a mi regreso a la niña enferma de pasión y amartelada como nunca le hablé lo mismo que un padre, le pinté mi vida, y mi condición, y hasta mis vicios...
-Leña al fuego- interrumpí.
-¡Leña al fuego, sí, tal vez!... En fin; le dije redondamente que estaba resuelto a no casarme nunca; que no me casaría ni con Eugenia de Montijo, emperatriz de Francia...
-¿Y ella?
-Ella... Ella..., después de llorar y de ponerse más pálida y más roja y más temblorosa que una sentenciada.... acabó por decirme que..., soltero o casado, malo o bueno, rico o pobre...
-¡Comprendo!...
-Bien; pues yo..., no solo rehusé, desvié, contuve, sino que busqué marido, joven, guapo, bueno..., y con todo mi ascendiente, con mi mandato, lo hice aceptar...
¡Ya me parecía! -exclamé entusiasmado-. Una acción generosa, bonita! ¡Si no podía menos!
-Una acción detestable -repuso el vizconde cuyos labios temblaron ligeramente-. Así que se casó mi sobrina, se me cayeron a mi las escamas de los ojos, y me hice cargo de que me estaba muriendo por ella... Y la busqué, y la perseguí, y la asedié, y agoté los recursos, y sólo encontré repulsa, glacial desdén, rigor tan sistemático y tan perseverante, que me di por vencido, y me salieron las primeras canas...
-Vamos, la sobrinita se encontraba bien con el marido que usted eligió...
-Tan bien... -añadió el Don Juan sombriamente-, que a los seis meses mi sobrina enfermó de pasión de ánimo, y a los diez, en la agonía, me llamó para despedirse de mí y decirme al oído que.... ¡como siempre!
Tresmes bajó la cabeza y me pareció ver que una nube cruzada por su frente olímpica.
-Ahí tiene usted -murmuró después de una pausa- mi remordimiento. Nadie debe salirse de su vocación, y la mía no era conducir a nadie al sendero del deber y de la virtud. |