Enriqueta estaba loca de contento pues había llegado el instante, para ella tan deseado, de ir a la quinta de los Rosales, situada en una preciosa campiña que tenía por perspectiva verdes montañas y a corta distancia un riachuelo que se deslizaba dulce y tranquilamente sobre un lecho de rocas, debajo de las cuales se guarecían algunos peces, muy poco amables por cierto, pues no se dejaban ver por Enriqueta y se ocultaban en cuanto la morenita cara de la niña se reflejaba en las aguas. Gustaba mucho de las flores, de los árboles, de correr y jugar por el verde prado tachonado de amapolas. La niña gozaba en el campo y respiraba con fruición el aire embalsamado. Llena de júbilo subió al carruaje, tomando asiento al lado de sus padres; cuando divisó la quinta lanzó gritos de alegría; y apenas hubo puesto los pies en el suelo, hubiera comenzado a saltar si su mamá no la hubiese obligado a estarse quieta para descansar de las fatigas del viaje.
Al día siguiente fuese a recorrer el jardín y a visitar los rosales que daban nombre a la quinta, cuyas flores eran sus queriditas amigas; por la tarde dio una vuelta por el prado y llegose al riachuelo; pero los ariscos peces se escondieron y sólo logró ver la cola de uno al meterse debajo de una piedra.
Los días se asemejaban para Enriqueta, aunque nunca fuesen iguales, pues los incidentes siempre variaban. Ya descubría un nido oculto en un matorral y con júbilo participaba el hallazgo a su papá, que le recordaba que los nidos debían ser respetados por los niños y que era crueldad robar a una madre sus hijitos; ya la entusiasmaba el vuelo de las mariposas, el canto de las aves, la fruta que colgaba de los árboles, de la cual sólo comía con permiso de sus padres para evitar que la dañara; ya lograba sorprender a los peces del arroyuelo y verlos hasta que se ocultaran; y todo esto constituía otras tantas emociones para Enriqueta.
Cierta tarde volvió a su casa e hizo un mohín al entrar. Su madre lo notó y preguntole:
-¿Qué te ha pasado?
Enriqueta parecía una mujercita en el hablar y contestó con desenfado:
-He visto un niño sucio; muy sucio.
-¿Te ha disgustado?
-Sí, mamá.
-Eso prueba que eres aseada, cualidad que nunca deben perder las niñas.
-No sé, añadió Enriqueta, por qué todos los niños no han de vestir trajes limpios como el mío.
La madre miró a su hija, y después de haberla observado un instante, le preguntó:
-¿El niño tenía la cara sucia o los vestidos?
-Los vestidos.
-¿Éstos serían viejos?
-Muy viejos, mamá. Estaban más echados a perder que los trapos de cocina. ¡Yo no sé por qué los niños no han de llevar vestidos nuevos!
La madre no contestó. La mañana siguiente acompañó a Enriqueta. Al poco rato vieron una mujer que llevaba en brazos un niño de apariencia enfermiza, cubierto de harapos.
-Mamá, dijo Enriqueta, vámonos de aquí.
-¿Por qué quieres irte?
-Porque viene aquella mujer con el niño sucio.
-Nos marcharemos después, Enriqueta.
La mujer llegó delante del grupo que formaban madre e hija y saludó. La mamá de Enriqueta, que se llamaba Inés, devolvió el saludo y preguntó cariñosamente:
-¿Vive V. cerca?
-Sí, señora.
-¿Está enfermo su hijo?
-Muy enfermo. El señor médico me manda que le saque a paseo a la hora del sol, pero no mejora.
-¡Pobre angelito! murmuró Inés. ¿Quieres darme un beso?
Tomó el niño en sus brazos, con gran sorpresa de Enriqueta; le sentó sobre sus rodillas y le dio un beso en cada mejilla. Luego metió la mano en el bolsillo, sacó unos dulces y se los ofreció. Los cogió el niño y apenas si con una sombra de sonrisa pudo dar gracias. La madre volvió a tomar el niño y se alejó. En cuanto estuvo algo distante, exclamó Enriqueta:
-Mamá; ¡te habrá ensuciado el vestido!
-No, hija mía. Tú has confundido la pobreza con la falta de aseo. Sus vestidos son pobres, pero aseados.
-¿Cómo le has besado? ¿Por qué le has dado dulces?
-Porque las buenas acciones lo mismo consisten en besos que en dádivas, y porque el que da a los pobres, da a Dios.
Enriqueta inclinó la cabeza. Su madre no insistió. Al llegar a su casa enterose de quién era aquella mujer y supo que era tan honrada y laboriosa como desdichada, pues había perdido a su marido y estaba enfermizo hacía tiempo su único hijo, de manera que su cuidado la impedía dedicarse al trabajo. Por fortuna suya, los vecinos habían tenido noticia de su triste situación y procuraban aliviarla en lo posible. Inés ordenó que prepararan una cesta con comestibles, y fuese con Enriqueta a casa de la viuda. La morada era muy mísera, pero limpia. En un rincón había una cuna donde dormía el niño, mientras la madre se ocupaba en disponer la cena, que consistía en legumbres hervidas. Al ver entrar a Inés, la viuda exclamó:
-¡Ah, señora! ¡Dios la bendiga a V. por dignarse visitar mi casa.
Inés puso sobre un banco la cesta y contuvo las muestras de gratitud de la viuda, que con lágrimas no cesaba de darle las gracias. Enriqueta estaba mirando a aquella mujer y al niño, que despertó y abrió los ojos. Enriqueta se acercó a la cama y le besó. Al salir le preguntó su madre:
-¿Por qué has besado al niño?
-Porque recuerdo que V. me dijo que las buenas acciones lo mismo consisten en besos que en dádivas y que el que da a los pobres da a Dios.
-Mientras Dios te recompensa, yo te devolveré duplicado el beso que has dado.
Inés besó repetidas veces con efusión a su hija.
Al llegar a su casa, Enriqueta encontrose con una agradable sorpresa, consistente en una muñeca que le ofreció su padre. Tirando de un cordón de seda decía «papá», «mamá»; sus ojos se abrían y cerraban y movía la cabeza. Su cabello era rubio, y la niña se propuso peinarla todos los días y confeccionarla vestidos nuevos; la hizo dormir, y como tardara en conciliar el sueño, la riñó. Besola luego para que no llorara. La sentó a su lado a la mesa, la dio de comer y quiso que bebiera, y al acostarse la metió en su camita. Cuando fueron a ver a la viuda llevose la muñeca, de la que no podía separarse un momento. El niño estaba en brazos de su madre, recostada la cabecita sobre el hombro de la que le había dado la vida. El sello de tristeza era más intenso y bastaba mirar a la infeliz viuda para comprender que había llorado.
-Ánimo, amiga mía, le dijo Inés; Dios es misericordioso.
-¡Bendito sea! murmuró la pobre mujer: no ceso de rogarle que devuelva la salud a mi Luisito.
-¿Cómo sigue?
-¡No mejora! dijo con voz apenas perceptible la viuda.
-Parece que está bastante animado.
-No ha levantado en todo el día la cabeza, que tiene pegada a la mía.
-Pues ahora la tiene erguida y los ojos muy abiertos.
Así era. La viuda siguió la mirada de su hijo y una nube de tristeza oscureció su frente. Luisito tenía la vista clavada en la muñeca de Enriqueta. Aquel precioso juguete parecía devolverle la vida; pero ¡pobre niño! al irse Enriqueta se llevaría la muñeca y entonces el disgusto aumentaría su postración.
Inés comprendió lo que significaba la tristeza de la viuda y qué era lo que mantenía una vaga sonrisa en los labios de Luisito, y dijo a Enriqueta:
-Hija mía, ¿no es verdad que es muy linda la muñeca?
-Sí, mamá; muy hermosa, muy linda.
-Pero más lindas y hermosas son las niñas que hacen una buena acción. Luisito está muy triste.
-Sí mamá; yo desearía devolverle la alegría, porque le quiero.
-Devolverle la alegría equivaldría a devolverle la salud, y tú puedes contribuir a que la recobre.
-¿Cómo, mamá?
-¿No has notado que al poco rato de estar nosotras aquí ha levantado la cabeza?
-Es verdad.
-Parece que quiere sonreír.
-Pero no acaba de decidirse.
-¿Quieres que sonría?
-Sí, mamá.
Inés cogió la muñeca y la presentó a Luisito, que extendió las manos, agitó los pies y lanzó una exclamación de alegría.
-Ahora, añadió Inés, si quieres que cese de sonreír, vuelve a tomarle la muñeca. Ella puede contribuir a que recobre la salud.
-Quiero mucho la muñeca, mamá, pero prefiero que Luisito recobre la salud.
-¡Ah, señora!... ¡Señora! balbuceó la pobre viuda. ¡Dios las bendiga!
Enriqueta pensó mucho en la muñeca durante el resto del día, pero no se arrepintió de haberla dado a Luisito. Hemos de confesar que se durmió pensando en ella. Al despertarla un beso de su madre, la niña le dijo:
-Mamá: he soñado que la muñeca venía a visitarme con muchas amiguitas suyas, que hablaban como nosotras. ¡Qué sueños tan agradables he tenido!
-Hija mía, le contestó Inés; cuando las niñas son buenas, los ángeles velan su sueño; cuando son malas, los ángeles lloran. Tú eres buena: diste ayer tu muñeca a Luisito, y los ángeles, que todo lo ven y lo oyen, no se han apartado del lado de tu camita.
-¿Iremos a ver al enfermo?
-Sí.
Luisito mejoró y a los pocos días volvió a reaparecer el color en sus mejillas, que fue para la viuda lo que la aurora para el firmamento, pues desvaneció muchas nubes de tristeza. Inés la tomó a su servicio; y cuando la agradecida mujer contaba a quien quería oírla lo que por ella había hecho tan bondadosa señora y relataba cómo Enriqueta contribuyó a la curación de su hijo dándole la muñeca, la niña exclamaba:
-Quien ha ganado soy yo, porque quien da a los pobres, da a Dios, y con una muñeca logré ganarme el corazón de V. y el de Luisito.
Al oír estas palabras la madre de Luisito juntaba las manos y exclamaba con toda la efusión de su alma:
-¡A su mamá y a V. pertenecen, señorita Enriqueta! |