Allá, cabe la frontera,
teniendo el mar por espejo;
por techumbre la azulada
bóveda del firmamento;
por diadema los picachos
de eterna nieve cubiertos;
por guardián la cordillera
del hermoso Pirineo;
hay un valle ¡vallecito!
de dulces, gratos recuerdos,
que con los ojos del alma,
soñando despierto, veo.
En el cristal de sus ríos
y en la linfa de arroyuelos
murmurantes, juguetones,
de agua fresca y limpio seno,
el amarillento trigo
y la vid buscan espejo;
la amapola en él se mira,
y le prestan sus reflejos
las más olorosas flores
con sus matices del cielo.
Tiene prados cuyo césped
ofrece mullido asiento;
arboledas tan frondosas
que morada son del céfiro,
do lanzan eternamente
los pájaros sus gorjeos,
ocultos entre las hojas
do sus nidos tienen puestos.
¡Vallecito, vallecito
de mis infantiles juegos,
que mis ilusiones guardas
y mis mejores recuerdos,
valle do dejé la esencia
de mi ser, de mis ensueños!
yo te veo noche y día,
yo noche y día te veo
tan hermoso, tan hermoso
cual en mis días primeros,
en que el ambiente, las nubes,
la morera, el alto fresno,
el susurro de las olas
y los suspiros del viento
y el murmurio de la fuente,
del gorrión el picaresco
piar, y de las ovejas
el balido plañidero,
el triscar de los cabritos,
de las palomas el vuelo;
todo para mí tenía
tal encanto y embeleso,
que aún ahora, que rebosa
la amargura de mi seno,
con sólo cerrar los ojos
gozo, porque veo y siento.
¡Madre mía! ¡madre mía!
tú duermes el sueño eterno
en el valle. A ti, mi encanto,
ángel que subiste al cielo,
dejando frío el hogar
porque frío quedó el pecho,
al dar por amor tu vida
y al alzar a Dios el vuelo;
y a ti, padre, ¡padre mío!
a quien nombre y vida debo,
¡cómo os recuerdo a vosotros
cuando mi valle recuerdo!
Aquellos tiempos pasaron,
aquellos tiempos ya fueron;
yo no sé por qué son idos
aquellos tan dulces tiempos;
mas sí sé que del hogar
siento el calor en mi pecho;
de aquel hogar do mis ojos
a primera luz se abrieron,
do de Dios el santo nombre
pronuncié con embeleso
y el dulcísimo de madre
balbuceaba yo entre besos.
¡Hogar santo, santo hogar!
cuando en las noches de invierno
rodaba la tramontana
por los altos Pirineos,
después de barrer los picos
siempre de nieve cubiertos
del Canigó, yo en mi casa,
al dulce amor del brasero,
y al más dulce de mis padres,
oía silbar el viento
y también narrar oía
aquellos sabrosos cuentos
que empujando iban las horas
de las veladas de invierno.
Sean estos que ahora he escrito
de aquellos cuentos recuerdo.
Quiera Dios que en su relato
haya siquiera un destello
del calor del hogar mío;
la dulzura de los besos
de mis padres; de la infancia
el perfume; el embeleso,
las ilusiones del niño
y del cristiano el aliento.
Cuentos del hogar se llaman:
aquí los tenéis: leedlos. |