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Teodoro Barķ

"Las golondrinas"

Cuentos del hogar

Biografía de Teodoro Barķ en Wikipedia

 
 
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Música: Clementi - Sonatina Op.36 No.1 in C major - 2: Andante
 

Las golondrinas

Las golondrinas aparecieron en el horizonte, se fueron acercando y comenzaron a describir círculos por encima de la casa de Isidro. Luego su vuelo fue vertiginoso; unas veces se elevaban más rápidas que una saeta, otras se dejaban caer como plomo, y al rozar la hierba se deslizaban por encima del prado con loca velocidad, tocando las florecillas con la punta de sus alas y cantando:

¡Pi, piu; pi, piu; pi, pi!
¡El buen tiempo ya está aquí!

Al oírlas, el gallo, siempre desdeñoso por exceso de orgullo, se atufaba, enderezaba sus patas, estiraba el cuerpo, alargaba el cuello, abría desmesuradamente el pico y cantaba contestando a las golondrinas:

¡Quiquiriquí!
¿qué me cuenta V. a mí?

El pavo convertía su cola en abanico, agitaba todas sus plumas, se ahuecaba, su cresta colgante tomaba matices blancos, azulados y rojos; en una palabra, se daba una pavonada, y exclamaba:

¡Garú, garú, garó!
¡El mal tiempo ya pasó!

Las golondrinas continuaron su vuelo errante y vagabundo sin hacer caso del orgulloso gallo ni del vanidoso pavo; poco a poco se fueron acercando a la casa, pasaron tocando sus nidos, que se conservaban pegados al alero del tejado; algunas alargaron el pico y hasta metieron la cabecita dentro del agujero del nido; y como con su alegría creciese el canto, no se oía otra cosa en el espacio que

¡Pi, piu; pi, piu; pi, pi!
¡El buen tiempo ya está aquí!

Otras golondrinas se aproximaban al alero, tocaban las piedras de la fachada con sus picos y se alejaban para volver otra vez. Los hijos de Isidro las estaban observando y decían:

-Mira, mira, cómo construyen nuevos nidos.

Y aquella edificación maravillosa fue progresando y aparecieron otros nidos; y luego se metieron en ellos las golondrinas, empollando sus huevos y esperando el instante dichoso para ellas en que las pequeñitas rompieran la cáscara y asomando sus piquitos dijeran:

¡Madre, madre! ¡Pi, pi, pi!
¿Hay comida para mí?

Mientras llegaba el feliz momento, las golondrinas permanecían en sus nidos sin que nadie las molestara, pues Isidro había dicho a sus hijos que las golondrinas purifican la atmósfera comiéndose los insectos y alegran el ánimo con su vuelo y su canto, sin pedir, en cambio, otra cosa al labriego sino que las permita embellecer su morada colgando sus nidos debajo de las ventanas y de los aleros. Si queremos ser exactos, hemos de decir que había quien molestaba a los pájaros, que si de día estaban tranquilos, en cambio muchas veces veían interrumpido su sueño durante la noche. Entonces asomaban la cabeza fuera del agujero del nido; abrían sus negros, brillantes y redondos ojos y decían:

-¡Dichoso perro!

El dichoso perro se llamaba Inquieto, nombre que le habían puesto porque no podía estarse un momento parado. Cuando tomaba el sol, tendido en la era, daba guerra a las moscas y mosquitos pegando dentelladas por cogerlos, y al dormir gruñía por no estarse callado. Si por casualidad veía un gato, echaba a correr tras él ladrando como un desesperado. En cuanto atisbaba un pájaro, de un salto procuraba darle alcance; pero mayor era la rapidez del pájaro en escapar que la de Inquieto en acometerle. Al verse burlado se paraba al pie del árbol donde aquél se había refugiado, escarbaba la tierra, y entre gruñidos y ladridos se pasaba buen rato, hasta que se había cansado tontamente. Pero todo esto nada era comparado con lo que ocurría al ver la luna. El perro la tenía guerra declarada y la ladraba hasta desgañitarse; y lo más chistoso era que creía intimidarla, pues cuando la luna estaba en el cuarto menguante y perdía su redondez hasta desaparecer, decíase que se había espantado de sus ladridos y que no se atrevía a asomarse por encima de las montañas. Su vanidad veíase contrariada cuando la luna entraba en el cuarto creciente, y entonces vuelta otra vez a los ladridos, a las carreras y a los saltos por cogerla; pues nada menos que coger la luna se había propuesto Inquieto.

Mientras tanto las golondrinas seguían empollando sus huevos; y una mañana, poco después de haber salido el sol, la madre oyó un ruido que hizo saltar de gozo su corazón en el pecho. Eran los pequeñuelos que picoteando la cáscara decían:

-Madre: aquí estamos.

-Bien venidos, hijos míos, contestó la golondrina, ayudando con mucho cuidado a romper el cascarón a los más débiles. Y aparecieron los pequeñuelos, desnuditos, casi con tanta cabeza como cuerpo, pero con más boca que cabeza, pues la abrían desmesuradamente.

-Esperad un momento, les dijo la madre.

Salió del nido, echó a volar y al poco rato volvió con un mosquito. La golondrina hubiera deseado almorzárselo, porque tenía apetito, pero primero eran sus hijitos. Lo puso en el pico de uno de ellos, que exclamó después de habérselo tragado:

-¡Qué rico está!

No sé si dijo esto, pero algo parecido debió decir cuando sus hermanos se empeñaron en asomar todos a la vez la cabeza por el agujero. La madre iba y venía y les decía:

-Calma, hijitos, calma, que para todos habrá comida. No os empeñéis en un imposible.

-¿Qué es eso de imposible, madre? le preguntó uno de los pequeñuelos.

-Lo que no puede ser. El que intenta obtener lo que es imposible, se expone a estrellarse.

-¿Qué quiere decir estrellarse?

-Caerse del nido y morir.

Los pajaritos tuvieron en cuenta la advertencia y ya no se empeñaron en asomar todos a un tiempo sus cabecitas, con lo cual nada perdieron, pues no por esto dejaron de comer. Después respiraron el aire tibio y perfumado, miraron el cielo, las copas de los árboles, las montañas y exclamaron:

-¡Qué hermoso es todo eso!

Pasaron junto al nido otras golondrinas dando con sus cantos la enhorabuena a su compañera, y los pequeñuelos dijeron:

-Madre, nosotros quisiéramos volar. ¡Debe ser muy agradable volar!

-Sí, hijos míos, pero para volar se necesitan alas, y en las vuestras aún no hay plumas. Si ahora os empañarais en sosteneros en el espacio, no lo lograríais, pero, en cambio, pereceríais. Si tenéis paciencia y sabéis esperar, volaréis como las otras golondrinas cuando os hayan crecido las plumas.

-¿Qué significa saber esperar, madre?

-No hacer las cosas hasta que puedan hacerse.

-¿Qué pasa cuando no se sabe esperar?

-Que no se obtiene lo que con paciencia se obtendría.

Callaron los polluelos, proponiéndose no volar hasta que les hubieran nacido las plumas. El sol declinó, y antes de ocultarse en el horizonte, cantó el gallo:

Gallinitas, gallinitas,
acudid al gallinero,
que el sol dora ya las cumbres
con sus rayos de oro y fuego.
¡Quiquiriquí!
¡Al corral! Seguidme a mí.

El pavo no podía sufrir al gallo, por la misma razón que el gallo no podía sufrir al pavo, porque uno y otro eran muy vanidosos; y si cien seres modestos viven en perfecta armonía, en cambio no pueden estar juntos dos vanidosos; y el pavo escarneció al gallo, y con su voz poco agradable dijo:

Gallinitas, gallinitas,
ese gallo tonto y feo
os ordena que al instante
os vayáis al gallinero.
¡Quiquiriquí!
Borriquito, ven aquí.

Se le puso roja de ira la cresta al gallo, que saltó sobre el pavo. Defendiose éste y armose una de picotazos que fue necesario les pusiera en paz Isidro, enseñándoles el palo. Mientras tanto los pequeñuelos de la golondrina se habían acurrucado debajo de las alas de su madre, no sin que ésta les hubiese enseñado antes de dormirse a imitar su canto para dar gracias a Dios por todos los beneficios recibidos durante el día.

Tranquilamente dormían cuando despertaron con sobresalto al oír los ladridos de Inquieto. Aquella noche molestaron más que nunca a la madre, porque molestaban a sus hijos; y asomando la cabeza fuera del nido, llamó al perro y le dijo:

-¿Por qué ladras a la luna?

-Porque nadie pasa por aquí sin que yo lo consienta, y no quiero que ella se libre de aquello a que todos los demás se sujetan.

-No seas tonto: ¿no adviertes que la luna está tan alta que no llegan hasta ella tus ladridos?

-Te engañas. Ya verás cómo la espanto y se oculta.

-¡Qué necio eres! No se oculta; es que en tu pequeñez no la ves; pero ella está en el espacio y ni te oye ni te hace caso.

-¿Que no me hace caso? Ahora lo sabrás. Allí está y me la como de una dentellada.

-¿Dónde?

-En el pozo.

Inquieto echó a correr hacia el pozo. La golondrina gritole:

-Cuidado, amigo, que vas a morir. Tú siempre has amado el peligro, y perecerás en él. Te has empeñado en un imposible, y te estrellarás.

-Imbécil golondrina, ladraba el perro mientras daba vueltas alrededor del pozo; ¿qué sabes tú de la luna y de lo que yo puedo? Aquí la tengo y voy a llevártela despedazada.

Inquieto se dejó caer en el pozo en busca de la luna. Abrió la boca por cogerla y lo único que logró fue llenársela de agua; y como era testarudo, persistió en su empeño, por más que sólo lograra tragar mucha agua; y cuando quiso salir, vio la luna en la inmensidad que seguía su majestuosa marcha, pero él no tuvo dónde apoyar las patas y se ahogó.

La golondrina, que había presenciado esta escena, iba refiriendo a sus pequeñuelos lo que veía, y cuando Inquieto desapareció en el fondo del agua, les dijo:

-Recordad, hijos míos, que el que ama el peligro en él perece, y que el que se empeña en imposibles, suele estrellarse. También os diré que nunca os causen envidia los pájaros que valgan más que vosotros o hagan algo bueno, ni pretendáis mortificarles o negar su mérito, pues entonces imitaríais al perro y ladraríais a la luna.

Los pequeñuelos tuvieron muy presente la muerte de Inquieto y lo que su madre les había dicho; y cuando ya crecidas las plumas y fuertes sus alas llegó el momento de salir del nido, se lanzaron en el espacio cantando:

El que ladra a la luna
el tiempo pierde,
y el que ama el peligro
en él perece.
Éste es el canto
de las golondrinitas
al ir volando.
Pi, piu; pi, pi;
no se me olvida a mí.

El que quiere imposibles
es tonto o loco,
y va a dar de cabeza
dentro del pozo.
Éste es el canto
de las golondrinitas
al ir volando.
Pi, piu, pi, pi;
el cuento acaba aquí.

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