Rafaelito tenía un humor muy negro porque su padre le había castigado. Verdad es que el castigo no es cosa agradable y que ponga la cara alegre, pero también lo es que los niños deben portarse bien para que los padres no se vean obligados a recurrir a tan duro trance, que siempre lo es para ellos castigar a sus hijos. Rafaelito daba motivo, cuando menos dos veces por semana, a que le aplicasen una corrección.
Figuráos que un día se le antojó coger a Minina, una gatita de pelo blanco con una mancha negra en el lomo y otra en la oreja derecha; y mientras la tenía en sus rodillas, le ató traidoramente a la cola un cordel del cual pendía una sartén inservible. Luego puso a Minina en el suelo y dio unas cuantas palmadas y patadas acompañadas de gritos que produjeron su efecto, pues la gatita escapó; y como la sartén rebotara por encima de los ladrillos con ruido estridente, la gatita se asustó y echó a correr hacia la calle. A su vista y a los golpes de la sartén sobre el empedrado, los perros emprendieron su persecución dando desaforados ladridos, y en breves instantes corrieron todos los del pueblo detrás de la pobre Minina, que no sabiendo dónde hallar amparo, salió al campo y subiose a un árbol en busca de refugio. Precisamente aquel árbol era una higuera en la que estaba encaramado su propietario cogiendo higos. El buen hombre oyó el estrépito de la sartén al golpear el tronco; se espantó; y como el miedo no le permitiera ver qué era lo que por el árbol subía, más bien se dejó caer que se bajó, con riesgo de desnucarse. Diole alas el pánico y comenzó a vocear diciendo que había encima de la higuera una espantosa fiera que tenía escamas de acero que sonaban como cadenas. Todas las puertas del pueblo se cerraron y los hombres se asomaron a las ventanas armados de sus fusiles, que cargaron con bala por si la fiera se presentaba; aumentando la creencia de que se trataba de un animal monstruoso, los ladridos de los perros, que formaban círculo amenazador alrededor del árbol donde Minina se había refugiado.
Otra vez fuese Rafaelito a casa de Josefina, una mujer de muy mal genio, y deteniéndose al pie de la escalera para que la mujer, que estaba en la cocina, no pudiese verle, gritó fingiendo la voz:
-Señora Josefina.
-¿Quién és?
-Soy el aprendiz del droguero, y me ha dicho mi amo que cuándo le paga V. aquella libra de azúcar que le tomó V. al fiado.
-Nada le debo, chilló Josefina.
-Ya me ha prevenido que contestaría V. esto; pero me ha ordenado le diga que si no le da V. los cuartos, mandará el alguacil.
-¡Desvergonzado! ¡Con alguaciles a mí...!
No oyó Rafaelito el resto de las exclamaciones, porque echó a correr. Y Josefina, que estaba en muy malas relaciones con la mujer del droguero, porque un día ésta había dicho si aquélla era fea, fuese a la tienda hecha un basilisco y armose la gorda entre el marido y la mujer y la vecina, con gran contentamiento de Rafaelito, que presenciaba la escena desde la calle, y con suma indignación del droguero, que no sabía de qué le hablaba la señora Josefina.
En el pueblo, cuyas costumbres eran patriarcales, los vecinos que debían madrugar tenían la de poner piedras en el umbral para que el sereno supiese a qué hora debía despertarles golpeando la puerta con el chuzo. Si querían levantarse a la una, dejaban una piedra; si a las dos, dos piedras. Este proceder era muy primitivo y descansaba en la buena fe; pero como la de Rafaelito naufragaba con frecuencia en las tempestades de la travesura, a veces se permitía poner piedras para que madrugara quien se había hecho el propósito de dormir a pierna suelta. Llamaba el sereno; despertaba la víctima creyendo que ocurría alguna novedad y se dirigía con sobresalto a la ventana, cuyo postigo abría, y preguntaba:
-¿Quién és?
-Levántate, contestaba el sereno.
-¿Qué ocurre?
-Que es la hora.
-¿Qué hora?
-La de levantarte.
-Pero, ¿por qué he de levantarme?
-Si nada tienes que hacer, replicaba el sereno, ¿por qué has puesto las piedras a la puerta?
Entonces se descubría la burla, y mientras el uno se volvía a la cama refunfuñando, el sereno se marchaba muy poco satisfecho, pues a nadie le gusta ser instrumento de bromas de mal género. Por cierto que Antonio, el panadero, que fue objeto de las travesuras de Rafaelito, pilló un aire tan fuerte que le dio una pulmonía y estuvo muchos días entre la vida y la muerte; lo cual demuestra que si la broma digna y culta está permitida, otras burlas que parecen inocentes pueden convertirse en crímenes.
No recuerdo qué fechoría cometió Rafaelito el día que su padre le castigó privándole de salir a paseo, pero sé que el niño estaba muy contrariado; y como al extremo de la calle viera el bosque y se sintiera atraído y con deseos de correr por entre los árboles, se fue acercando a la puerta, andando de puntillas por no meter ruido; se escurrió, y a los pocos instantes se halló en campo libre. Antes de entrar en el bosque encontró una mujer que iba con su borrico y cantaba:
El niño que a sus padres
desobedece,
de sus defectos víctima,
al fin perece.
¡Arre borrico,
que no es malo ni feo
mi pequeñito!
-Parece que lo dice por mí, pensó Rafaelito.
Como la mujer pasase muy cerca de él, el fugitivo exclamó:
-Mucha carga lleva el burro.
-Más pesa una falta, contestole la mujer.
Siguió Rafaelito su camino, y cuando estuvo en el bosque se encontró con un hombre que llevaba sobre sus espaldas un haz de leña. Iba caminando y cantando:
Son las culpas más amargas
que la espuma de la mar.
Sólo goza de la dicha
el que no peca jamás.
-¡Qué manía por cantar le da hoy a todo el mundo! murmuró Rafaelito.
Al estar cerca aquel hombre, le dijo:
-Mucho pesa la leña.
-Más pesan las culpas, le contestó.
-¡Qué manera de contestar tiene esa gente! se dijo Rafaelito algo preocupado.
Olvidose pronto de lo que había oído, pues comenzó a corretear por el bosque, y cuando estuvo cansado se sentó al pie de una encina y al poco rato se fijó en un reguero formado por numerosas hormigas que se metían en un agujero, cada cual con su provisión.
-Es admirable lo que hacen estos insectos, pensó el niño. En verano acopian para el invierno y pasan la vida tranquila.
Las hormigas debieron adivinar su pensamiento, pues una de ellas le dijo, mientras iba metiendo dentro del agujero un grano de trigo:
-¿Sabes por qué es admirable lo que hacemos y por qué pasamos la vida con tranquilidad? Pues se debe a que cuando jóvenes obedecimos a nuestros padres e hicimos lo que nos mandaron.
Levantose Rafaelito y se alejó de allí. A los pocos pasos vio un jilguero que saltaba de rama en rama y parecía dirigirse a él con sus trinos. Prestando atención creyó comprender el lenguaje del pájaro, pero no debió serle agradable porque puso mal gesto y continuó andando. El jilguero arrancó el vuelo, y tomándole la delantera se posó en una rama muy alta y comenzó a gorjear lo siguiente:
Lo que canta el jilguerito,
si quieres te lo diré:
canta que el niño que es malo
dichoso no puede ser.
Pi, pi, pi, pi.
¡Qué malo es el chiquitín!
Muy cabizbajo siguió su camino, y a los cinco minutos llamole la atención un ruido seco que oía a corta distancia. Fuese hacia allí y vio un leñador en ademán de descargar el hacha sobre un árbol muy hermoso, de frondosas y verdes ramas. Cayó el hacha y el árbol lanzó un quejido.
-¿Por qué cortas este árbol tan lindo? preguntó Rafaelito.
-No me he propuesto cortarlo.
-¿Pues qué haces?
-Destruir la hiedra que comienza a enroscarse en su tronco.
-¿Qué daño causa?
-La misma pregunta se hacen los niños cuando sus padres les castigan, contestó el leñador, sin tener en cuenta que el daño lo causan a los demás y a sí mismos.
Rafaelito principió a sospechar que aquel hombre tenía razón, pero añadió:
-Es lástima que cortes una planta tan hermosa como la hiedra.
-También son a veces hermosos los defectos, contestó el leñador, y matan, como la hiedra mataría a este árbol.
-Pero el árbol se ha quejado, prueba de que le ha lastimado.
-Leñador, dijo el árbol, no hagas caso de las palabras de este niño. Más vale que hoy lance algunos quejidos al recibir el castigo del hacha que me librará de la hiedra, que no que muera mañana ahogado en sus brazos.
-¿Has oído? También los vicios ahogan; y si el castigo mortifica, en cambio nos libra de sus terribles consecuencias y de la perdición.
El leñador cogió del brazo a Rafaelito y le llevó delante de un árbol corpulento, cuyo tronco desaparecía cubierto por la hiedra.
-¿Ves sus ramas? le preguntó.
-Están secas, mientras las de los otros árboles están cubiertas de verdes hojas.
-¿Sabes por qué están secas?
-Porque el árbol ha muerto.
-Le mató la hiedra. Comenzó por ser una planta débil y acarició el árbol deslizándose por su pie; luego se enroscó suavemente, y, por último, fue creciendo y acabó por matarle. Así sucede con los vicios, hijo mío: comienzan por parecer cosa insignificante y agradable; luego se enroscan y aprisionan el alma y acaban por matar el alma y el cuerpo. No olvides lo que acaba de decirte el viejo leñador.
Rafaelito bajó la cabeza y se alejó. Metiose en su casa procurando no ser visto, y desde aquel momento renunció a sus malignas travesuras y obedeció a sus padres y maestros. Recordando la lección que había recibido en el bosque, se propuso no cometer faltas para evitar que se convirtieran en vicios y, como había dicho el leñador, acabaran por matar su alma y su cuerpo, como la hiedra había matado el árbol.
|