En aquellos tiempos en que los guerreros iban completamente vestidos de hierro, vivía un hombre muy poderoso, pero muy malo, tanto que cuando se pronunciaba su nombre, sus infelices vasallos se santiguaban y decían:
-¡Dios y la Virgen nos libren de él!
Pero lo decían en voz muy baja y hacían la señal de la cruz cuando nadie les veía, por temor de que alguien fuese a aquel hombre y le dijera:
-Señor; aquél ha hablado mal de ti.
Si tal acusación llegaba a sus oídos, en el acto daba a sus esbirros orden de prender al infeliz, a quien arrancaban del seno de su familia, sin que les conmoviera el llanto ni les impresionaran los desgarradores gritos de su mujer e hijos; y aquella misma noche era sacrificado el vasallo, sin piedad ni misericordia.
Y los villanos cerraban las ventanas y las puertas de sus moradas, porque no llegase hasta ellas rumor alguno, y murmuraban santiguándose:
-¡Dios y la Virgen nos libren de él!
Aquel hombre había edificado un castillo en un picacho alto, muy alto, donde anidaban las aves de rapiña; y éstas le cedieron las peladas rocas porque se dijeron:
-Vámonos de aquí, pues no podemos vivir en compañía de un hombre que es peor que nosotras.
Cuando hubo levantado el castillo, abrió a su alrededor un ancho foso que llenó con las cenagosas aguas que las tempestades depositaban en las inmediaciones y el tiempo corrompía; y cuando las sabandijas y los reptiles llegaron al foso arrastradas por las aguas, se agitaron y remontaron la corriente murmurando:
-Vámonos de aquí, porque no podemos vivir en compañía de un hombre que es peor que nosotros.
El castillo tenía altas torres desde las cuales los centinelas vigilaban la comarca, y hombres de armas prontos a caer como perros de presa sobre los desdichados señalados a sus iras; en las entrañas de la tierra había calabozos que ahogaban todos los gemidos; puentes levadizos le aislaban por completo; y el señor feudal, al dejar caer su mirada de fiera sobre el pueblo, que estaba acurrucado a la sombra del castillo, como bandada de palomas amenazada por el gavilán, exclamaba:
-Nada resiste mi poder; nadie se atreve a levantar ante mí los ojos. Sus vidas, sus haciendas, todo depende de mi voluntad y no hay quién me pida cuenta de mis actos.
Y en tanto los suplicios se sucedían y los vasallos lloraban.
Las piedras del castillo se ennegrecían con rapidez, porque la brisa recogía todas las mañanas las lágrimas de las víctimas; y como cada lágrima era un quejido, un dolor, enmohecían los espesos muros de aquella morada.
Un día pasaba por delante de la choza de un pobre labrador, y porque no se levantó y se descubrió con bastante presteza, se dio por ofendido y mandó prenderle; y como el demonio aprovecha la ira para cegar al hombre y empujarle al mal, fue creciendo su cólera y acabó por ordenar que le mataran. Cuando los esbirros iban a cumplir la orden, resonó en el interior de la choza una voz infantil que cantaba:
Válgame la Virgen,
Madre de Dios Santa,
que a los pobrecitos
desde el cielo ampara.
Tú eres su consuelo,
tú enjugas sus lágrimas.
¡Cuán buena es la Virgen,
Madre de Dios Santa!
Era una niña la que cantaba, hija del infeliz que iba a ser muerto. La tranquilidad de aquel ser que ignoraba que su padre corriese peligro de muerte y, sobre todo, la invocación a la Virgen, impresionaron a aquel hombre. Mandó soltar al campesino y le dijo:
-Tu hija te ha salvado: quiero verla.
Miró a la niña y se alejó. Hay quien dice que la fiera se conmovió.
El poder del monstruo iba siempre en aumento; si algún señor vecino se negaba a rendirle vasallaje, reunía sus bandidos, caía sobre él, quemaba las mieses y las casas, imponía crueles penas, arrasaba el castillo de su enemigo; y todos se apresuraban a prestarle obediencia y a inclinarse ante él, mientras murmuraban:
-¡Dios y la Virgen de ti nos libren!
Los vasallos derramaban en el silencio del hogar lágrimas que escaldaban sus mejillas y decían:
-¡Señor! ¿quién nos librará de ese monstruo?
Y no veían término a sus dolores ni esperanza para su amargura, porque aquel hombre era tan poderoso que nadie podía más que él en la tierra.
Cierta noche sin luna, oscura, el tirano bajó de la torre del homenaje, y al entrar en un aposento cuyos muros estaban cubiertos de armas y cabezas de lobos y jabalíes, exclamó con orgullo, extendiendo a manera de garras sus manos hacia la ventana:
-Todo está sujeto a mi poder. ¡Soy aquí el soberano!
Y el eco repitió la última sílaba, y contestó:
-¡No!
El castellano se revolvió furioso creyendo que alguien le hablaba, y gritó:
-¿Quién osa contradecirme? Preséntese, que mi valor ante nada desmayó.
El eco contestó:
-¡Yo!
Perdido el tino dirigiose a la escalera, pensando que de allí procedía la voz, y dijo:
-¡Miserable! ¡Baja! ¡Baja! ¡Baja!
A manera de risotada repitió el eco:
-¡Ja! ¡Ja! ¡Ja!
-¿Me desafías? Sea así.
-¡Sí! dijo el eco.
-¡Morirás en la horca!
-¡Ca! contestó el eco.
-¡Sí, por Belcebú! vociferó el monstruo.
Y el eco respondió irónicamente:
-¡Uh! ¡Uh!
Por vez primera tuvo miedo y llamó a sus esbirros, gritando:
-¡A mí! ¡A mí!
Y mientras él vociferaba, el eco parecía reír cuando repetía:
-¡Hi! ¡Hi! ¡Hi!
Acudieron hombres de armas, pero a nadie hallaron. Aquella noche el castellano no durmió; y como soplase un viento muy fuerte y moviese el badajo de la campana del pueblo, pareciole que el sonido del santo bronce crecía, crecía hasta producir el efecto de centenares de campanas que doblaban a difuntos. A la mañana siguiente mandó quitar la campana y se dijo:
-Dormiré esta noche.
Pero cuando llegó la hora del sueño, pareciole que el viento, al penetrar por las rendijas de la ventana, reproducía los quejidos de la víctima. No pudo dormir, y al amanecer mandó tapiar la ventana y murmuró:
-Dormiré esta noche.
Se acostó al anochecer y pasó la noche revolviéndose en su cama, y mandó abrir de nuevo la ventana diciéndose:
-¡Quiero luz y dormiré de día!
Y volvió a acostarse; y al ir a dormirse le zumbaron los oídos y pareciole que oía gritos.
Llegó la noche y mandó poner luz a la cabecera de su cama porque tenía miedo a la oscuridad; y al ir a pegar los ojos, vio en la pared la sombra de su cabeza; y pareciole que su sombra era un ser sobrenatural. Se incorporó; y la sombra creció. Extendió el brazo para rechazarla, y la sombra también extendió el suyo. Se puso de pie en la cama, y la sombra fue aumentando, aumentando. Cubierto de frío sudor, sin atreverse a volver la cabeza, bajó del lecho y se acurrucó tiritando. Transcurrido mucho rato se atrevió a levantar poquito a poco la cabeza, hasta tener los ojos al nivel de la cama, y vio que la sombra hacía otro tanto. Quiso gritar, y la voz se le anudó en la garganta; pero aún tuvo fuerzas para echar a correr, y al mirar vio que la sombra le seguía. Llevose las manos a las sienes; los objetos principiaron a dar vueltas a su alrededor y cayó desplomado. La sangre que se agolpaba a sus ojos le hizo ver lucecitas que le recordaron las miradas de sus víctimas; sus oídos zumbaron y reprodujeron el toque funerario de la campana que había mandado quitar; de sus apretados dientes se escapaba un silbido que parecía el eco de los quejidos de las viudas y del llanto de los huérfanos. La luz que se extinguía comenzó a chisporrotear y a lanzar reflejos rojizos, que hacían mover las sombras de los objetos, sombras que tan pronto se agrandaban como se achicaban. Aquel hombre cuyo poder todo lo dominaba, cuyas crueldades a todos martirizaban, ante quien nadie osaba levantar los ojos, murmuró:
-¿Quién me mata?
Y una voz secreta pareció decirle:
-¡Tu conciencia!
Al ruido acudió gente. Todos tuvieron miedo y huyeron. Llegó a una choza la noticia de lo ocurrido y una joven dijo a su padre:
-Padre: ¿por qué no vamos nosotros a auxiliarle ya que todos le han abandonado? Él te concedió la vida porque me oyó cantar.
El campesino fue al castillo acompañado de su hija. Recogieron a aquel hombre que daba aún señales de vida, y le socorrieron. La joven cantó:
Válgame la Virgen
Madre de Dios Santa,
que a los pobrecitos
desde el cielo ampara.
Tú eres su consuelo,
tú enjugas sus lágrimas.
¡Cuán buena es la Virgen,
Madre de Dios Santa!
Aquel hombre abrió los ojos y murmuró:
-¡Cuántas lágrimas he hecho derramar! Pero una vez una lágrima humedeció mis ojos al oír el acento de una niña invocando a la Virgen.
La joven dijo:
-Y los ángeles debieron recoger aquella lágrima y ofrecerla a la misericordia de Dios.
Gracias a los cuidados del campesino y de su hija volvió a la vida, pero su razón estaba extraviada. Quería tener siempre a su lado a la joven para que repitiese la canción. Entonces aquel hombre levantaba los ojos al cielo y las lágrimas corrían por sus mejillas. La joven rezaba, rezaba; y el que había sido un monstruo, recobró el juicio y su primer acto fue entonces arrodillarse y decir a la hija del campesino:
-¡Canta! ¡Canta!
La joven comenzó:
Válgame la Virgen,
Madre de Dios Santa...
Aquel hombre repitió:
Válgame la Virgen
Madre de Dios Santa...
Cuando terminó la canción sus ojos derramaban abundantes lágrimas de arrepentimiento; y desde entonces fue muy bueno y el padre de sus vasallos. Cuando oía a éstos bendecirle y les veía levantarse a su presencia y saludarle con respeto; cuando los niños corrían presurosos al punto por donde pasaba y le miraban con sus grandes ojos y sonriendo, entonces decía:
-¡Dios mío; cuán bueno eres! ¡Infinita es tu misericordia! ¡Las lágrimas del arrepentimiento llegan al cielo!
Y luego añadía:
-¡Si los hombres supieran cuánto se goza siendo bueno, todos serían buenos!
La hija del campesino recibió una gran dote y casó con un señor muy poderoso. Su padre vio convertida su choza en una casita blanca, muy linda, a donde iba a visitarle la joven con frecuencia. Cuando, muchos años después, murió el señor del castillo, todos sus vasallos le lloraron y todos rogaron a Dios por él, porque la gratitud va más allá de la muerte.
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